Ensayo. Zingonia Zingone

 

En el cuadro de 1515 titulado Amor sacro e amor profano, Tiziano Vecellio representa a dos mujeres jóvenes. Ambas están sentadas en un sarcófago romano, una está casi desnuda y la otra lleva un suntuoso vestido. Esta última dirige su mirada hacia nosotros. La primera, en cambio, observa tiernamente a Cupido mientras juega con sus dedos en el agua del sarcófago, inmersa en sus pensamientos de la manera imperturbable que solo los niños son capaces de hacer. El significado alegórico de la obra ha dado lugar a una interminable serie de interpretaciones. Entre las más convincentes, la lectura del cuadro a través de las teorías neoplatónicas de Marsilio Ficino. Las dos mujeres simbolizarían la Venus terrenal y la Venus Celestial. Y por tanto, el amor carnal y el amor espiritual.

Por una curiosidad de semántica especular, la obra de Tiziano también nos ayuda a explicar La pajarera sin redes de Zingonia Zingone. Las dos mujeres (en realidad, se trata de la misma mujer vestida de maneras diferentes) ofrecen una representación plástica del yo femenino que se narra en el libro: también éste se divide en dos: una mujer-Leucótoe, símbolo de un alma y de un conocimiento frustrado por la esclavitud estéril de los sentidos, y la Leucótoe liberada, mujer-lirio, paloma que ha regresado al nido divino.

A diferencia de la atmósfera irénica del cuadro de Tiziano, La pajarera sin redes es desgarrada por un violento conflicto: la eterna lucha entre cuerpo y espíritu, entre luz y tinieblas, entre engaño de los sentidos y verdad, entre contemplación de Dios y ceguera. El escenario de esta batalla es una terraza escondida entre los tejados de Roma. La narración se abre con las imágenes del incienso y de su combustión. Ambas remiten a Leucótoe, una princesa aqueménida cuya trágica historia es narrada por Ovidio. Violada por el dios Sol, es castigada por su padre con la muerte. De su cuerpo, rociado de aromas por el dios, nace la planta del incienso. La figura de Leucótoe y su trágico destino son el núcleo poético del que se desprenden los arquitrabes temáticos de la primera parte del texto: el amor, el cuerpo, el fuego, la luz, el diálogo con el cielo.

El amor es el amor sensual consumado durante una noche en la terraza. El fuego es el elemento que, como le sucedió a Leucótoe, arde en el cuerpo de la protagonista. Aunque bajo distintas formas verbales, el término se repetirá varias veces: quemar, enciende, enardece, fósforo, brasas... Y así como en los versos iniciales la recurrencia de la “s” evoca la sinuosidad del incienso («Sigo con los ojos el humo que sube»), en los pasajes recorridos por el crepitar del fuego predomina la “r”, como un rugido animal que recalca la fuerza bárbara, irracional y destructiva de la combustión sensual («afirmas rotando como un derviche a mi alrededor», «la arcana conjunción / alientos armonizados en silencio», «con risa salvaje jalas / y husmeas la esencia del jardín perdido»). El estallar del fuego también tiene reverberaciones estilísticas, con chispas líricas en las que se insertan versos muy hermosos: «quemar incienso en secreto / es una de mis obsesiones // un llamado ancestral / boca a boca con el infinito», «Tus ojos como meteoros / penetran la capa de la prudencia / se anidan en el espacio de los míos».

Como ocurre con el incienso de Leucótoe, el fuego es una metáfora de la pasión pero también de la vanidad. El destino de la materia presa de las llamas sólo puede ser la transformación en ceniza. Ceniza entendida como insignificancia, ausencia individual y cósmica de sentido. «Quién sabe si somos algo / más que un puñado de polvo», se pregunta el hombre de la terraza, en un eco dudoso de las palabras pronunciadas poco antes por la protagonista y tomadas de Así en la tierra como en el cielo de Ernesto Cardenal («Somos polvo de estrellas / generados de un solo ADN»). O también: «Los mirlos / como todos los pájaros / no cantan para afirmar algo / ellos cantan por el canto».

La moderna Leucótoe se dirige al cielo de Roma en busca de respuestas («planto mi carpa en el límite / donde las dudas rozan la fe»). Para ella, el cielo es lo que para Moisés era el desierto: el lugar donde es posible encontrar a Dios. Al atardecer, sin embargo, en su terraza aparece la silueta lúgubre de un hombre-mirlo, «envuelto en gabardina negra». El pájaro es asociado con la constelación Turdus Solitarius. Se trata de la constelación descubierta en 1776 por el astrónomo francés Pierre Charles Le Monnier pero luego borrada de la astronomía oficial. Además, según el historiador Richard Hinckley Allen, el pájaro representado en la constelación sería un solitario de Rodrigues, un pájaro incapaz de volar, por lo cual se extinguió. En suma, la referencia al Turdus no excluye un matiz humorístico al expresar la imposibilidad de alcanzar a Dios.

La aparición del mirlo desencadena otra asociación recurrente, la del círculo: «merodeas la entrada de mi refugio / revoloteando a hurtadillas / trazas círculos en la geometría de las baldosas», «afirmas rotando como un derviche a mi alrededor», «Me rondas / flameando / en tu manto negro». El círculo es una figura que no ofrece salidas. ¿Una alusión a la esclavitud de quien está circundado, y junto con la vanidad, a la imposibilidad de una evolución establecida por la circularidad?

Esta sensación de esclavitud se materializa en la imagen de la pajarera, «un pulpo volante / que despliega sus tentáculos de hierro / de un lado al otro del techo». Y en los tentáculos del pulpo, es decir, en la mirada tentacular del hombre, que busca hacer de la mujer y de su alma una presa para encerrar en la jaula de sus propios ojos. En el momento en que el hombre-mirlo la envuelve con su manto negro, en la mujer surge la duda de que en realidad se trata de un cuervo, la antítesis luciferina de la paloma. «¿Qué buscas aquí / en mi jaula transparente? / ¿Arrancar mis raíces del cielo? / ¿Y esta pajarera es el destino / de tus ilusiones? El vértice / de mi árida espera», pregunta la nueva Leucótoe.

Se llega al momento del paroxismo sensual, del zapateo, «una palpitación rapaz / arranca del nido las tramas de mi cordura», «la desventura de la paloma», atrapada por el hombre-cuervo. La intensidad y, al mismo tiempo, el desorden que recorren el «equilibrio absurdo» alcanzado por los dos cuerpos se reafirma a través del uso de oximorones y sinestesias: «llama / tu presencia en la penumbra», «mirada tentacular», «el chillido de las bocinas», «el rumor del vacío». Estas figuras retóricas tienen la tarea de señalar y juzgar, a través de una paradoja perceptiva, la desarmonía moral del acto que describen. Un desequilibrio y un desorden que parecen repetirse, esta vez de forma plástica, en la magnífica imagen del ángel que «abandona / la fachada de San Andrés del Valle / para seguir nuestro vuelo insondable», distorsión de la arquitectura divina (quien haya observado detenidamente la fachada de San Andrés del Valle habrá notado que es asimétrica debido a la ausencia del ángel de la derecha).

El alba corresponde al punto más bajo de la caída. Con el retorno de la luz y de la conciencia, el tiempo se condensa en cenizas, imagen desoladora de la desilusión y de la pérdida de sentido  producida por el fuego amoroso: «La espera se hace ceniza / en el brasero del alba», «Soy un puñado de ceniza / embrujada». La luz del nuevo día reaviva el tema de la vista obstaculizada, de la ceguera. También retorna la imagen de los rayos del sol «detenidos por una capa densa / un escudo o un tamiz” que se encuentra en el capítulo 1: «Un alero estrecho tapa el sol / cobijando mi deslumbramiento. / ¡Oh miserable ceguera!». La reanudación del inicio del texto establece una correspondencia circular. No es ceniza solo la protagonista, sino también su narración, es decir, lo que ha vivido en la terraza. Es ceniza porque sólo sirvió para hacerla volver a su inicio, a la condición de Leucótoe.

Pero el sol del mediodía también trae consigo la posibilidad de la redención. En el cielo límpido desciende el Pelícano, ave que en la iconografía paleocristiana remite a Cristo, adversario del cuervo. Su aparición elimina los obstáculos que han enceguecido a la protagonista ante la verdad: «Un rayo toca mi rostro / dirigiendo mis ojos hacia la luz». Dentro de ella resuena una voz. Enuncia un fragmento de San Pablo: «El cuerpo es el templo del espíritu». Es el pasaje de la Carta a los Corintios, en el cual el apóstol advierte a los cristianos contra el uso disoluto del cuerpo. El cuerpo del cristiano, explica San Pablo, es templo de Dios y como tal participa de su santidad. Una vida sexual inmoral perjudica la santidad del cuerpo y, por lo tanto, destruye al Dios que vive en nosotros. La voz es silenciada «desenvainando», como si fuera una espada, la crónica del encuentro entre Efrén el Sirio y una prostituta, su guerra de miradas. Un choque que de nuevo tiene como objeto el cuerpo y evoca la dialéctica de miradas entre las dos mujeres de Tiziano (la Venus terrenal mira al espectador, la Celestial a Cupido).

La antigua escena de Efrén es una proyección de lo que le sucede a la protagonista. También su cuerpo es escenario de una guerra. Es el terreno en el que se decidirán su salvación o su condenación. La voz de la verdad y el fuego de la pasión chocan. En ella comienza la «santa batalla», la lucha contra las tentaciones, las apariciones que danzan «seduciendo mi fortaleza». Y el arma empuñada en esta batalla que «lleva a la cumbre» es la oración. Sólo invocando a Dios se pueden levantar «los muros caídos» del cuerpo, «recoger las alas rotas», «remendar mi carpa hecha jirones», «sanar las heridas». El camino que conduce a la cumbre tiene un viático: «pídele a Dios / que te libere de dios». El pasaje citado remite al Gott lassen, la liberación de Dios, la paradoja de Meister Eckhart del desapego de todo como condición para el durchbruch, la acogida, la penetración de Dios en el corazón del hombre, en una especie de erotismo místico. El mismo erotismo que unas líneas más adelante inflama las alas de la paloma-Inés, la mártir cristiana degollada como un cordero por haber consagrado su cuerpo virginal a Cristo.

Con la ayuda de la oración, la Leucótoe en camino hacia la liberación sale airosa de la maraña de dudas, fantasías venenosas y sentimientos carnales que vuelven a aflorar en ella. La «santa batalla» puede concluir ahora con un triunfo: un amor perfecto, un fuego que es el mismo fuego de la divinidad, un cuerpo que es su mismo cuerpo. Iluminadas por el nuevo sol, las cosas también cambian. Retornan las imágenes del círculo y de la pajarera, pero esta vez tienen un significado diferente al anterior. Ahora la pajarera no aprisiona sino que protege a la paloma de los depredadores, la cobija de las ráfagas repentinas. Ahora la pajarera es una «capilla sin paredes». Y el círculo ya no es el emblema de la vanidad, sino de la contemplación de Dios: «El halo en el cielo / se parece a un ostensorio de plata», «La hostia suspendida / en el azul casi negro / calma las perturbaciones esperadas». Ahora la mirada de la mujer contempla un cuerpo, sí, pero ese cuerpo pertenece a Cristo.

Observando con atención, no solo la pajarera y el círculo, sino todos los elementos encontrados en la primera parte con un significado sensual y negativo se encuentran en el final, regenerados en su desdoblamiento sagrado y positivo. El sol apolíneo buscado por Leucótoe se convierte en el sol divino que cura las heridas. El incienso destinado a desvanecerse en el cielo pagano se transforma en la oración que hace florecer el lirio de la pureza. A través de este refinado juego de simetrías, Zingonia Zingone evidencia no solo la naturaleza dualista de la realidad poética que narra, sino sobre todo la estructura ontológica del mundo como escenario del choque entre el bien y el mal, entre la verdad y el engaño de los sentidos. La falta de simetría entre los capítulos (en la mayoría de los 33 capítulos en que se divide el texto predominan los elementos “paganos” y negativos) parece querer dar cuenta del predominio en el hombre – y por tanto, en el mundo – del componente sensual. Haber diseminado pasajes o citas de la Escritura o religiosas en el texto sugiere una ulterior y complementaria tesis gnoseológica: la verdad divina se esconde en las tramas de la realidad y sólo encontrando sus huellas, la realidad adquiere sentido.

El triunfo final también marca un cambio de estilo, que se vuelve tan límpido como el cielo bajo el cual, el segundo día, la protagonista reencuentra la salvación. De jadeante y sincopado, el respiro de la frase se vuelve más sereno, las figuras retóricas “cacofónicas” desaparecen, el impulso lírico se intensifica como empujado por el renovado ímpetu místico. Esta tensión hacia lo alto, subrayada por la insistencia en el tema del vuelo, vuelve a aflorar a lo largo de toda la historia en una declinación incluso espacial. Se puede encontrar en la dialéctica continua entre elementos arquitectónicos como la terraza y los tejados (símbolo físico de los límites humanos, el punto más alto en el cual se encuentra el hombre) y los edificios religiosos que pueblan el horizonte romano (la Basílica de San Andrés del Valle, las «cumbres del panteón», «la torre barroca de San Ivo», la cúpula de Santa Inés), testimonio del impulso de los hombres hacia Dios. «Verticalidad / sustantivo de aquel vértigo / sembrado en lo hondo de mi centro / a lo largo de una temporada inédita / que huye de su límite», confiesa la protagonista.

Volvamos a las dos mujeres de Tiziano. Así como el cuadro esconde advertencias morales (entre las muchas posibles: “desconfíen de las apariencias”, considerando que la Venus Celestial, que no teme a la verdad, es la que está desnuda, mientras que la terrenal se ve obligada a cubrirse por la vergüenza), de la misma manera también La pajarera sin redes no es la simple narración de una historia individual. Como todas las obras de gran valor artístico, contiene una enseñanza de alcance universal. La Leucótoe liberada no habla de sí misma, sino que nos habla a nosotros y de nosotros. Y nos dice que la desacralización, el envilecimiento del cuerpo es un síntoma del vaciamiento de sentido de la vida misma.

 

https://www.exlibris.com.co/libro/la-pajarera-sin-redes_32978

 

Martino Scacciati nació en Florencia pero vive en Roma. Licenciado en literatura, es periodista político, crítico literario y de cine y autor de cuentos.

Zingonia Zingone (1971) es una poeta, narradora, licenciada en Economía, y traductora italiana que escribe en español, italiano, francés e inglés. Vive entre Italia y Costa Rica. Cuenta con poemarios editados en España, México, Costa Rica, Italia, India, Francia, Nicaragua y Colombia. Sus títulos más recientes son Los naufragios del desierto (Vaso Roto, 2013), Petit Cahier du Grand Mirage (Éditions de la Margeride, 2016) y las tentaciones de la Luz (Anamá Ediciones, 2018). Entre sus trabajos de traducción destacan los más recientes poemarios de la nicaragüense Claribel Alegría: Voci (Samuele Editore, 2015), que se adjudicó el premio internacional Camaiore 2016, y Amore senza fine (Edizioni Fili d’Aquilone, 2018). Dirige la columna de poesía internacional en la revista italiana MINERVA.

Semblanza y fotografías proporcionadas por Zingonia Zingone.

 

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Comentarios: 1
  • #1

    Norberto Zingoni (miércoles, 12 abril 2023 07:23)

    Enhorabuena, desde Madrid un saludo cordial, bella poesía y cálido comentario.