Ensayo de Sándor Halmosi

 

 

ORA ET LABORA

 

El poeta al desnudo (un intento de esclarecer)

 

Exhortación a la literatura pura

 

 

 

 

 

No solo el rey está desnudo, sino también el escritor.

 

Ya sea porque no quiera esconderse –tampoco tiene dónde– o porque precisamente se quiera esconder para no mostrar su verdadero rostro; o bien porque lo perdió.

 

 

 

Hay un tipo de escritor para el que vida y obra son lo mismo; es un libro abierto sobre una mesa de operaciones en el que se puede hurgar en las entrañas, a placer, sin margen de huida. Este tipo de escritor no puede ni quiere escapar.

 

Tampoco tiene adónde ir, no tiene escapatoria.

 

Lo único que quiere es mejorar y enriquecer el mundo. Y al hacerlo, a veces, empobrece.

 

Habla poco.

 

Sabe que puede estar equivocándose, pero le vale.

 

Adelgaza cada vez más con el paso del tiempo. Se vuelve transparente. Es un haz de luz.

 

 

 

Hay otro tipo de escritor para el que vida y obra son asuntos totalmente independientes; dedica todo su tiempo a buscar una escapatoria, eludiendo, posicionándose. Saca los codos, va a patada limpia. Se abre camino. No dice la verdad.

 

Quiere hacerse rico aquí y ahora.

 

Habla sin cesar, no para. Actúa.

 

Trampeando se cree infalible.

 

Se estanca en el barro. Se vuelve opaco.

 

 

 

Porque los hay que trabajan y los hay que se posicionan.

 

Es como aquello que dijo la escritora Magda Szabó: hay quien friega y hay quien manda fregar.

 

 

 

Los escritores contemporáneos nos aplastamos mutuamente entre estos dos haplotipos principales.

 

Pero podemos decantarnos por el uno o por el otro, y lo hacemos constantemente vistiéndonos así o asá.

 

Y por difícil que nos resulte elegir, tenemos que hacerlo.

 

“Tendremos que reconocerlo cuando nos pregunten respondiendo con honestidad. Tendremos que recorrer nuestro camino con honestidad asumiendo nuestro papel con honestidad, con toda la dureza y sin miramientos”. Así dice Jenő Dsida, sacer poeta, en sus versos Tekintet nélkül (“Sin miramientos”).

 

Y añade además: “No se puede servir igual a Cristo y a Pilato”.

 

 

 

La vida pública de la literatura resuena por todo lo alto en muchos aspectos, pero poco se habla de lo más importante: de la literatura, de su calidad. Del alma. De la credibilidad, del posicionamiento poético, de la responsabilidad del escritor. De cuál es su deber. De qué vida puede alumbrar esa poesía que eleva el alma y sirve de asidero en los tiempos más difíciles. De cómo ella puede unir con palabras y reformular este mundo que cada día se descompone más y más. De qué palabras se pueden decir o callar. De cómo no envenenar los pozos constantemente ni el agua de la que bebemos. Porque lo que se dice, las palabras, tienen poder. Es un poder creador y dañino a la vez. Dañino cientos y miles de veces si el poeta no consagra su vida al poder creador. Bien lo conoce, si es que lo conoce, aquel que sabe que los demonios solo tienen poder sobre nosotros cuando no los nombramos y si no vemos a través de ellos. Y luego dejan de existir por sí mismos. Hasta los nuestros propios, que son los más tenaces.

 

 

 

Dí la verdad y no solo lo verdadero (József Attila). La palabra de la verdad nos inicia, nos cura. Y el escritor, en tanto que guía espiritual, no puede hacer otra cosa. Pero de todas formas, tampoco se puede mentir trabajando.

 

 

 

La vocación natural de las discusiones públicas sobre literatura es algo muy bello, noble y sublime. Ahora bien, muchas veces, cuando hablamos de literatura, lo hacemos ordinariamente, con un tono institucional; se deterioran las existencias y aparece una repulsa bilateral; aquello parece un picnic en una zanja abandonada; todo son iras y vilezas, giros tediosos, y un constante demonizar al enemigo; están ausentes el silencio, las esperanzas; solo hay división y actualidad política, o lo que se cree que es tal, y un señalarse con el índice mutuamente eludiendo responsabilidades. Muy pocas veces nos encontramos con una palabra sincera, una idea elevada, un discurso global y la autorreflexión; con un silencio saludable, un desempeño verdadero. Mientras todo esto no cambie, solo podremos seguir mandánonos callar, recatándonos y barriendo cada cual para su propia puerta; trabajando y trabajando, y barriendo. Y mucho. Como hacían Stanislavski y su compañía antes de cada función.

 

 

 

Muchos ejemplos de autores clásicos y contemporáneos demuestran que se puede crear, que se pueden poner sobre la mesa obras vitales, creíbles además, y sin subvenciones permanentes del Estado ni becas ni condecoraciones; es posible sin nada de todo esto. Puede que sea más difícil, pero es posible. Y sí, también puedes caer derribado; salirte del colador por arriba o por abajo. No quiero que se me malinterprete. No es que esté en contra de los apoyos externos, sean morales o materiales, ni que esté a favor de ellos. En efecto, creo que estos apoyos pueden ser buenos, medidos, justos, merecidos –muy merecidos–, y que ayudan a la creación y a al creador. Tenemos varios ejemplos clásicos y modernos. De lo que yo hablo es, más bien, de nosotros. Del escritor, de ese deber suyo tan único e importante, que es preservar la fe, su credibilidad, su vulnerabilidad proveniente de su desnudez. Guardar una distancia saludable del pathos. Tener ansias de vivir, un sentido del humor. Solo así se pueden superar los horrores de las profundidades y sobrevivir fuera del entorno natural. Solo así salvaguardará el poeta dentro de sí al silencio y sentirá los hiatos de las sílabas, incluso si no deja de sollozar por dentro. Solo así estará despierto para reconocer y discernir entre lo bueno y lo malo, la claridad y la oscuridad, y aquello que es más y menos importante. También en la materia está el espíritu. Es neumática diacrítica. Si entremedias solo esperas, señalas, toqueteas y mides (con doble rasero), entonces muy fácilmente perderás el equilibrio y acabarás estrellándote.

 

 

 

Se piensa a veces que el buen escritor es aquel que está muerto, ¡vamos a desmentirlo! Vivamos y trabajemos. Creemos valores. Estemos despiertos, presentes. Miremos a nuestro interior. Agachemos la cabeza a veces, seamos conscientes de lo nuestro y de nuestros asuntos comunes. Hablemos más los unos con los otros, seamos un taller espiritual. Tomémonos en serio el falansterio mientras lo construyamos, y riámonos de él cuando dejemos de hacerlo. Gocemos con el trabajo de nuestras propias manos, abandonemos nuestra propia sombra y prolonguémonos en alguien ajeno. Destruyamos nuestros torreones erigidos sobre el prójimo, comamos una manzana todos los días. Al callar no midamos el silencio; al hablar, generosamente, no midamos las palabras; sepamos que, siendo directos, nada tendremos que temer nosotros ni los demás con nuestros ataques, pues reinarán el respeto y la confianza. Solo si nos excedemos quedamos desarmados. Casi siempre queda algo, hasta detrás del dolor hay algo. Pero de donde no queda nada es de la destrucción. No es suficiente sobrevivir, hay que vivir. Altiva, bella y jovialmente. Se pueden restaurar debidamente las relaciones, perdonar a los demás y a nosotros mismos, y encontrar e invitar al prójimo; ante el gozo puro hay que exultar y, si todo se viene abajo, abrámonos camino. Pero trabajando y no destruyendo.

 

 

 

No preguntes qué puede hacer tu país por ti,

 

sino qué puedes hacer tú por tu país (John F. Kennedy).

 

 

 

La conciencia de la sociedad son los escritores, al igual que la conciencia de la literatura son todos aquellos escritores que, además, son bueno escritores, comisarios, directores de una institución o, sin más, poeta (el poeta que personifica en su persona la unidad del mundo). Si haces bien tu trabajo y sirves, entonces de ahí brotan el orden y la paz (Lao-Tse); pero si no, todo lo cubren las aguas pantanosas, el lodo y el hedor del barro. Y el entramado social se desgarra, su moral se degenera, sus defensas se debilitan, y este enferma con la primera brisa. Si es que hay un problema, no es de ahora. Es desde hace décadas, quizás un siglo. Todo depende del devenir del curso político de siempre. Si cabe, hasta del curso general. El mundo literario de los tíos-sobrinos es ancestral, sobrevive a los devenires, es un mundo interior. En otras palabras: una cursiva. Un mundo que se postra, es servil, despótico, desdeñoso, y vive de las antecámaras. En casi todos los países hay dos bandos, y casi siempre se parecen. Siempre hay un escritor que abusa de su poder y se hace de rogar para otorgar favores para que haya otro servil escritor que los implore, pordiosee y suplique; sea cobarde y convenenciero. No parece que el paso del tiempo haya cambiado las cosas. Ahí siguen los factótums que abusan del poder y de su situación privilegiada, y que logran para sí las condecoraciones; o los redactores que no responden a las cartas de los escritores; o los editores que solo apoyaban a unos pocos mientras reconocían, para dentro y para fuera, que la literatura eran ellos; o los lectores miopes, esos redactores de prestigiosos poemarios y antologías a los que se declara líderes representativos, pero que en realidad ni tan siquiera se esfuerzan en mirar con detalle qué sucede en sus propias ediciones o en el mercado editorial del libro; y luego están los comisarios, los que deciden todo y que solo miran por sus propios intereses y los de un estrecho círculo, a pesar de que las normas de la convocatoria no pongan tales límites, y que podrían hacer una selección mucho más profunda; o las redes de librerías y distribuidoras, llamadas a juntar obras y lectores, y que son muchas veces quienes precisamente separan las unas de los otros, y tampoco facilitan la síntesis, el acercamiento, el diálogo, la recuperación de la tierra de nadie y, cada vez más, de la calidad.

 

 

 

Pero también existen los directores de instituciones, los redactores, los comisarios, los galardonados, los pequeños y grandes editores, los distribuidores y los poetas sin pecado que consagran su vida a la literatura; que ejercen su trabajo con vocación, de forma desinteresada y con humildad; que gestionan bien sus revistas o editoriales; que usan correctamente el dinero público cuando les llega, si les llega, y si no, jamás se rinden hasta el final; que tienen además una profesión, pasan las tardes con sus hijos y, por las noches, escriben; que son capaces de permanecer íntegros cuando acucian las crisis personales y comunitarias más profundas; que viven y crean sin oportunismos, muchas veces de un día para el otro. Precisamente son ellos quienes mejoran la imagen de cada país, con tenacidad en su trabajo, constancia y cabalidad. Creo que hay más de uno así. Y creo que ellos son la literatura, pues solo en ellos prevalece una cosa: su visión literaria. Y la calidad. Allí reina el gozo, y no la suspicacia.

 

 

 

No habremos vivido en vano si creamos más de lo que destruimos y, además, si logramos que el mundo mejore, por poco que sea.

 

 

 

Las órdenes monásticas fueron muy relevantes para que naciera un ethos universal. Pues bien, del mismo modo, el poeta monje de nuestros días no puede eludir la misión gigantesca que significa reconstruir precisamente ese ethos maltrecho, en parte destruido por los propios escritores y la gente de letras. En ellos crecerá la razón (Miklós Radnóti).

 

Da capo.

 

 

 

Nuestra patria será el modo en que nos tratemos.

 

 

 

Orar y trabajar. No solo con palabras, sino con gestos.

 

Que nuestra vida sea la oración, y viceversa.

 

Y si hubiera de fallar todo lo demás,

 

que el poema y el silencio nos asistan.

 

 

 

Suelen dormir

 

Los dioses

 

Y menguan

 

Los de ojos bellos

 

Por eso me abrazas

 

Cogiendo las rosas

 

Alegrándote

 

En su lugar

 

Trayendo la perdición

 

Que sin redención

 

Haría que el mundo

 

Pendiera de un hilo.

 

 

 

 

 

Budapest, 5 de febrero de 2020

 

 

 

 

 

 

 

© Traducción de Zsuzsanna Lakatos-Báldy y Alfonso Lombana Sánchez

 

 

 

Sándor Halmosi (1971). Poeta húngaro, traductor, editor y matemático. Compagina su actividad literaria con conferencias sobre tradición, poesía, lenguaje y símbolos. Da mucha importancia a la popularización de la cultura, a la potenciación del diálogo cultural y a la búsqueda de conexiones entre las artes y la literatura. Ha fundado diversas asociaciones literarias y culturales, y es asimismo miembro pleno del Club PEN húngaro (Budapest) y de la Academia Europea de Ciencias, Artes y Letras (EASAL, París). Ha visto publicados en húngaro y en diferentes lenguas más de cuarenta volúmenes. En 2020 publicó el manifiesto literario Ora et labora. Un grito de guerra por la literatura pura, que ha sido traducido a más de 10 lenguas y es un intento para iluminar la crisis intelectual mundial a través de la autenticidad, el posicionamiento del poeta y la responsabilidad de los autores. Desde el año 2021 coordina desde Hungría el movimiento internacional de poesía World Poetry Movement.

 

 

 

Sus volúmenes en húngaro:

 

 

 

El adorador del demonio, 2001

 

Eras una chica de sol, 2002

 

Arboleda de bebés, 2003

 

Qué es de Salomón, 2004

 

En la ladera sur del Annapurna, 2006

 

Gilead, 2009

 

Ibrahim, 2011

 

La pasión de Lao-ce, 2018

 

Apócrifo, 2020

 

Neretva, 2021

 

Cátaros, 2022

 

Tantra y bomba de calor, 2023

 

 

 

 

 

Semblanza y fotografía proporcionadas por Alejandro Cortés

 

Escribir comentario

Comentarios: 0