
El día que dejamos la tierra
De Iris Mónica Vargas
¿Quién escribirá con la primera persona que fuimos? ¿Quién será ese último lector o la tangible omnisciencia de una mirada que poetiza? De esa manera El día en que dejamos la tierra, publicado por Ediciones Valparaiso (2025) y dividido en cinco partes (Cierta libertad, Inmanencia, Canto de resistencia, La hipótesis del transeúnte, Direcciones y Filosofía) nos ubica de inmediato en la intemperie: la del espacio, la de las metáforas, la del cuerpo. ¿En qué consiste la escritura cuando se intenta describir la huella del silencio que seremos? Lejos de una intencionalidad resolutiva y con la precisión que otorga el estudio anatómico característico de la autora, el texto anuncia los detalles de lo que pudiera acontecer al borde de una nueva conciencia y ritmo:
“En los días u horas antes de morir,
la respiración habrá de tornarse irregular.
El intervalo entre cada ihnalación se hará cada vez más largo,
estirándose tanto, que pasarán muchos segundos,
minutos, inclusive,
entre cada bocanada de aire”
Los tiempos en futuro que abundan en el texto no delimitan, sin embargo, un tránsito premonitorio. Tampoco persiste esa tonalidad pesimista que suele acompañar al discurso de la pérdida.
“Es cierto que una anécdota
jamás es evidencia,
pero casi siempre es esperanza.”
La vía de estos poemas desestabiliza cualquier dictamen de la lógica y, en su lugar, resalta lo “que no tiene memoria/ y esculpe cuerpos nuevos en el aire.”, como lee un verso en el poema “La piel de la ciudad”. Como este, otras piezas del libro remiten a lugares concretos, nombres, objetos y circunstancias que se desvanecen en sus múltiples vertientes de interpretación. Todo intento por asirse de sentencias queda superado. Tal y como sugiere el título, los versos se instalan en una condición fronteriza que vincula el presente con un final inagotable. Como expresa en el poema “Otra posibilidad”:
“Dejas pasar el tiempo hasta que pase.”
En este mismo texto, como en otras piezas, la voz poética asume la perspectiva de una segunda persona. De ese modo sobresale el intercambio y la experimentación de las voces (primera persona plural, primera persona individual, tercera persona omnisciente, etc.) En esta construcción se reitera la plasticidad del “yo” imbricado a otras identidades, no solo de su propio crecimiento y evolución sino en contacto con los otros y el mundo exterior:
“Mi abuela conocía el idioma de las gotas.”
El quiebre de la temporalidad, de la perspeción y del espacio instaura su propia genealogía. El pasado, por ejemplo, se concreta en un territorio incompleto y adusto que, por lo mismo, propicia la reconstrucción:
“A mí me quedan la tristeza
y la textura del lino.”
El cuerpo de la inmediatez se entrelaza con otros nunca antes conocidos ni tocados. Asimismo se distiende la mirada lectora. Delante del texto queda la invitación de generar otras escenas, a saber, un registro desde los puntos de quiebre y de culminación. Habitar en la edad de lo que se termina. Instalarse entre la certeza del recuerdo y el rumor de lo intuitivo; de ese espacio indescriptible donde la vida se deshace de sus habituales formas:
“Tenía la edad de las gaviotas
cuando llegan a la arena
apenas con las fuerzas para estar,
y se desploman.”
Este juego de transformación en el libro consigue develar la amplitud del presente. La búsqueda por trascender las limitaciones, entiéndase: el plano físico, la mortalidad, los afectos se adhiere a una visión introspectiva. Más concretamente, se cuesitonan las ideas de lo alto y lo bajo como imágenes principales de la reflexión humanística: el bien, el mal, la vida, la muerte, la tierra, el cielo. En ello el texto se adhiere a la visión estética de autores que señalan la amplitud de lo finito cuyo valor radica, precisamente, en su potencial deterioro e involución.
“En una esfera alegre
Podríamos regresar a nuestro origen.
Finitos, y sin límite. Una contradicción feliz.
Lo que ya somos.”
En ese repliegue se concreta un trascender estético, por y sobre la palabra. Buscando siempre “la experiencia del mundo como totalidad”, en palabras del poeta Eduardo García (“Una poética del límite”). De ese modo los poemas de Iris Mónica cuestionan la linealidad del tránsito que conforman el apego de las formas y las experiencias tangibles. Trascender deshace su trayecto ascendente y resurge en espirales de inmanencia:
El mundo ahora constaba de sustancias
que ya no conocía.
Supo entonces, como habían alcanzado
a comprender sólo unos pocos,
que no existían los héroes ni los dioses.
La Tierra giraba alrededor del Sol
y nada más.
Las olas llegaban y se iban.
Las hojas se abrían,
tendidos sus ruegos bajo el cielo,
y continuaban buscando la luz.
La imagen de la naturaleza en el libro declara los límites del cuerpo, del coexistir y de sus posibles extensiones. La vida se transforma en cada desvanecimiento. Resurge en condición de lucha y entereza. En esta oscilación de voluntades los versos resaltan, por ejemplo, el cuerpo de la mujer escritora como metáfora de fuerza y ocupación del espacio:
“La Poeta, armada de pechos, ígnea,
hace un hueco en la tierra
y siembra sus pies.”
La llama que generan el cuerpo y la sensibilidad en esta imagen no resulta destructiva ni remite a la recuperación de otro cuerpo -–plano o tesitura existencial-–. Más bien, se inclina a la amplia connotación de la palabra “llamado” pues es la exclamación de quien conquista su propia vulnerabilidad. También, es el gesto de la inmolación y a su vez, el acto de salvar la vida como persisten las bengalas en sus mensajes de fuego. Pues, si bien en los versos se describe la tristeza y el vacío, resalta la potencia de su alquimia. Podría decirse que en esta indeterminación de los conceptos el texto construye un respiradero, por nombrar de algún modo a la intención de escribir desvaneciendo sentencias. Así, por ejemplo, luego de expresar la soledad de quien escribe, de ubicar su contingencia en el mundo, la voz poética reflexiona:
“Existirá quien llegue a comprenderme,
pero jamás me enteraré. Eso presiento.”
El manejo de las paradojas podría resumir el entramado del libro. El día en que dejamos la tierra no es el día de la muerte, ni del vacío, ni el devenir natural que nos precede y aguarda. Más bien, será el día de una intencional revisión del lugar en que habitamos; la gesta de añadir otra temporalidad, otras texturas, –extremidades–, al concepto y al cuerpo que llamamos vida. Será el modo de llegar, por fin, a ese lugar que existe en el poema siguiente. “El día” que sugieren los poemas atañe a ese lugar transparente: “Lo que nadie puede ver”, como titula una de las piezas, o como nombró Luce Lopez Baralt a su memoria imposible donde: “La rosa no existe: [pero] / Aún la tengo en la mano.” De igual modo el libro de Iris Monica Vargas insta a desafiar los vacíos:
“Logró sobrevivir el gran intento:
estar justo en el precipicio,
o casi desprendida de su andamio:
su piel tensándose en el nexo
entre la vida y la imaginación.”
Ese espacio que se (re)genera y que atraviesa los límites asume diversas formas. El salto verdadero es asumir la vida. Sumar otras páginas en blanco a las que sugieren los versos y a las que el miedo y el amor predisponen. Así la sucesión de tantas hendiduras, la última que ocuparemos tampoco será la última. Aquello que terminará cuando dejemos la tierra será la pulsación de otro poema.
Caguas, Puerto Rico. Es poeta, física y bióloga. En la actualidad se encuentra completando un doctorado en medicina. Ha publicado los libros La última caricia (Terranova, 2014) y El libro azul (Snow Fountain Press, 2018), este último galardonado con el Premio PEN Puerto Rico Internacional. Acaba de terminar su tercer volumen de poesía, titulado El día en que dejamos la tierra.
Semblanza y fotografía proporcionadas por Marta Jazmín García

Marta Jazmín García (Puerto Rico, 1983). Poeta y académica. Posee un doctorado en Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Publica su primer libro: Luz fugitiva (2014), como parte del certamen de Poesía Joven El Farolito Azul. En el 2020, publica una antología titulada El único refugio son los párpados, bajo el sello editorial de El taller blanco, en Colombia. En el 2021 publica El sitio del relámpago. Poemas suyos han sido publicados en revistas nacionales e internacionales como La Raíz Invertida (Colombia), Descontexto (Chile), Nueva York Poetry Review (New York), El Cautivo (Venezuela), Círculo de Poesía (México), Ping Pong (República Dominicana), Fracas (Francia) entre otras. Algunas reseñas acerca de su trabajo aparecen en espacios como la revista académica Latin American Literature Today (Estados Unidos), Otro Lunes (Madrid), Nagari (Miami), periódico El País (España), entre otros. Figura entre los escritores galardonados con la beca Letras boricuas, que otorga la Mellon Foundation junto con la Fundación Flamboyán, segundo cohorte 2022. Sus poemas han sido traducidos parcialmente al francés, italiano, portugués, ruso y papiamento. Forma parte de las antologías internacionales: 9 poèts d' Amérique Latine (Francia, 2023), publicada por la Maison de la Poésie du Pays de Quimperlé, y Lienzo para coser y descoser: poetas puertorriqueñas de hoy, publicada en la Revista Guaraguo (Barcelona, 2023). Ha participado en diversos congresos académicos, festivales literarios y residencias artísticas en países como Colombia, México, Costa Rica y Aruba. Ofrece cursos de literatura a nivel universitario.
Semblanza y fotografía proporcionadas por Marta Jazmín García

Iris Mónica Vargas.
Iris Caguas, Puerto Rico. Es poeta, física y bióloga. En la actualidad se encuentra completando un doctorado en medicina. Ha publicado los libros La última caricia (Terranova, 2014) y El libro azul (Snow Fountain Press, 2018), este último galardonado con el Premio PEN Puerto Rico Internacional. Acaba de terminar su tercer volumen de poesía, titulado El día en que dejamos la tierra.
Semblanza y fotografía proporcionadas por Marta Jazmín García
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