Ensayo sobre Silvina Ocampo por Fina García Marruz

Nota sobre “Espacios Métricos”. Silvina Ocampo

 

 

 

   La aparición de un libro cuyo autor es una mujer trae siempre, como de pasada, el problema de la expresión femenina, de su aparición, de sus limitaciones, de su riesgo. Cuando leímos en Rosalía de Castro, "las mujeres somos de sólo dos cuerdas: la imaginación y el sentimiento", nos preguntamos si con estos medios se podía llegar a una gran poesía, a una auténtica creación en el sentido espiritual del término, al desprendimiento de una "mirada". Se nos hizo entonces evidente que no. La cultura femenina, pensamos, es una cultura de la mano, la viril del ojo, de aquí que todo intento de expresión que no realice una "mirada" parezca intento femenino y también el hecho de que la mujer no tenga nada que ver con el espíritu. El ojo es el que objetiviza la realidad, el que la desprende. La mano no puede separarse nunca de ella por- que la realidad misma es como una inmensa mano que no se ve a sí misma, que conoce entrañablemente, confundiéndose con lo acariciado. El ojo pone una distancia en medio, lejaniza, es el momento conmovedor del espíritu en que la realidad puede al fin mirarse a sí misma, rebotar, tornarse finita, rompiendo con lo demoníaco de lo que no tiene fin. La mano conoce con el alma, el ojo con el espíritu. La primera comparte, confunde, compadece. El segundo conoce, distingue, ama. El ojo alumbra con luz, atraviesa, penetra, la mano alumbra con tiniebla, su conocimiento es una pasión. La poesía femenina se mueve pues, en el terreno del sentimiento, del alma (o sea del "interés"), careciendo del superior desinterés del espíritu. Hijo desprendiéndose de lo maternal absorbente, de la tierra.

 

 

 

"y tu mano con suaves movimientos

 

entregaba a mi mano pensamientos."

 

 

 

   ¡Hermosos y reveladores versos! ¿Qué poesía -nos preguntamos- les será posible? Una poesía "natural", de "disfrute" de lo ya creado, dulcemente "atada", aunque en la imposibilidad de ser creadora, sin plantearse siquiera el problema de una creación. ¿Qué libertad le será posible? La libertad del árbol, nutrido de savia inmemorial, que consiste, acaso como toda libertad, no en poder hacer todas las cosas, sino en hacer solamente una, en no poder hacer sino una cosa. La libertad de lo fiel, conferida por la coincidencia con el fin -único, eterno- "para" el que ha sido creado. Y vamos entrando en la sabia respiración de este libro:

 

 

 

"Fidelidad sin tregua prevalece tu canto.

 

Va subiendo tu escala entre la favorita

 

memoria, la esperanza con admirado manto."

 

 

 

   Esta condición de la mujer (y séanos permitida aun esta necesaria digresión) la preparaba para su verdadero destino: el de ser intermediaria entre la naturaleza y la historia, por el hecho de no tener ella historia, de ser un ser a-histórico, a diferencia del hombre en quien sí resulta justo lo que decía Ortega de un ser consistente sólo en historia. Ante el ingreso de la mujer en la historia (cuyos no vamos a analizar aquí) cabe preguntar- de ese irse inconvenientes nos: ¿y no será ella la culpable -de nuevo del hombre hacia lo histórico que caracteriza a nuestro tiempo, sin el retorno a las inmóviles fuentes inmemoriales que antes lo sostenían, no será, repetimos, la culpable, al haber abandonado su mediación sagrada? Al perder el contacto profundo, aunque claro que invisible -dador de equilibrio-, el arte se ha vuelto paradójicamente femenino. Estamos en el período de la intuición (pero esto es lo femenino por excelencia), del conocimiento entrañable y exhaustivo de las cosas, y no de ese encantador y espiritual conocimiento de las apariencias, de esas tan traicionadas apariencias que son lo más profundo de las cosas. Hemos perdido la otra intuición del espacio (y todo espacio es exterior, actual, finito) que engendró el clasicismo, para entrar en ese tema romántico del tiempo (y todo tiempo es interior, inactual, infinito) que ha llevado, al hacernos cerrar los ojos y penetrar en una sustancia infinita, a una especie de descastado realismo, al descastado realismo de todo subterráneo, pues es sólo al abrir los ojos y contemplar esa realidad ilusoria y por tanto luciente del mundo cuando recobro mi finitud, mi figura en un orden. Y es el espacio (y claro que hablamos aquí sólo de vivencias puramente poéticas) el que al introducir ese "estado de presencia" en la infinitud del tiempo, el que al extasían el tiempo, anticipa lo eterno, borrando la corriente sorda del vivir:

 

 

 

"...el espacio abre heridas,

 

hace correr la sangre para borrar la vida."

 

 

 

   La primera virtud, en relación con todo lo apuntado, de este libro de Silvina Ocampo es la aceptación inconsciente de sus limitaciones. La aceptación, eterna creadora de la gracia. Gracias a Dios ha pasado ya para la mujer la época del resentimiento, aunque le agradezcamos el ímpetu pedagógico y hasta esa especie de generosidad del error que se arriesga por nosotros recorriendo las edades más peligrosas.

 

   Silvina Ocampo, argentina de nacimiento y vocación, aunque de formación y gustos franceses (como el otro gran americano Rubén Darío, a quien recuerda muchísimo más de lo que parece), se nos muestra desde el verso inicial ("Árboles silenciosos sobre los campos de oro"), que es como un anchuroso camino de amarillez veteada de sombra, recorriendo sus ciclos naturales, monótonos y eternos (las estaciones de este libro son casi idénticas a las del anterior), sin desarrollo imprevisto sino más bien con el balanceo permitido de la rama, dueña de sus espacios poéticos sin espanto. Habíamos hablado de una graciosa "aceptación" de su naturaleza, aceptación que significa un retorno a lo central, a lo absorto, a lo ígneo del ser (así como la rebeldía conlleva el destierro de todo esto), aceptación que tiene en cuenta más que las belicosas desemejanzas, la presencia de un orden, la igualdad más misteriosa y profunda de sus jerarquías. Habíamos hablado de una poesía "natural". ¿Cuáles serán sus temas sino los de la naturaleza misma? Lentitud, fidelidad, ciclo, "irremisible memoria". Y en esto se muestra además sumamente americano, ya que como muy bien nos dice "no por patriotismo se ama un puerco". Su poética, su estilo de lentitud, es el de su país mismo. Sólo nos repite las palabras que primero ha preferido el paisaje calmoso, en extraña comunión ("jardines de un recuerdo prenatal") a su vez, con el alma. Una de las más hermosas lecciones americanas de su poesía es la del sentimiento de la patria como lo lejano (tan distinto del sentimiento español y su dolorosa identificación con lo inmediato), esa calidad de "distancia" que es al espacio lo que la nostalgia al tiempo, que informa al paisaje. Ya en su primer libro "Enumeración de la Patria", nos sorprendió por el sabor uniforme de la masa verbal, en la que ninguna cosa se destaca más que la otra, esas vacías extensiones de su idioma, esos espacios sentenciosos que nos evocaban a una Castilla americana en el hallazgo de su forma justa: familiares parejas de versos, paralelas como la comprobación del jinete en la tierra, que extrañamente nos traían, en su simplicidad recia e ingenua, a Berceo:

 

 

 

"Tus canteras de piedra, tus canteras de sal

 

son rosadas, son blancas, tu agua es medicinal."

 

 

 

   Su lectura nos regaló el disfrute de dos cualidades casi siempre enemigas: la exactitud y la fantasía, dejándonos cada poema un gusto de reconciliación casi siempre afortunada, aunque no del todo inocente de su equilibrio. Tomaba de su paisaje las lecciones de "estricta languidez segunda antítesis de "rimado desgano", de ese desgano en que se nos convierte en América la frenética gana española y que no es más que su reverso. Era, y lo sigue siendo, enumerativa, como buena parte de la mejor poesía americana, pero en tanto que con un Walt Whitman la que enumeración tiene el sabor de un crecimiento, en Neruda recorre las jerarquías de la caída, en Silvina Ocampo la enumeración lo es siempre de un "estado", de un espacio extenso en el que no encontramos la angustiosa simplicidad de los otros ni su violencia y riesgo, sino que, más complicadamente ingenua, posee esa amenidad estable, devota y desplegada de un abanico. Recordábamos leyéndola lo que escribió Martí de cierto detalle de un sillón en un cuadro: "es un accidente esencial" (contradicción lleva toda una definición de la poesía), pues de estos accidentes esenciales nos parecían también hechos aquellos poemas. La veíamos muy bien con su erudición fantasiosa o su fantasía erudita de todo lo deliciosamente inútil y perdido, tocando por un extremo del sueño el reino de la causalidad mágica, la miniatura y vistosa amabilidad, de ironía un tanto evidente, del oriental (¿y qué nos pasará a los americanos con el Oriente?), por otro a la solitaria simplicidad de su patria americana, que tiene la inexorabilidad de lo monótono en todo lo que es aun naturaleza y no salto o espíritu, y también su austera ternura melancólica. La veíamos muy bien con su lentitud amorosa natural y su desgano, dominando lúcidamente los dóciles fantasmas de su pesadilla, desdiciéndose para poder ser fiel, enumerando minuciosa y olvidando extensa, poniendo maliciosamente en la letanía de los nombres y las casas un adjetivo mate imprevisto que las disloca suavemente con una lánguida audacia, "lejana y sometida y atenta". La vemos ahora más absorta, más lúcidamente dormida "al borde de la oscura fragancia", creándose a sabiendas sus propios muros necesarios, tornando, como creemos que debe hacer toda poesía, el azar en destino, la fatalidad de todo azar en la libertad de todo destino, el sueño de los ojos en nares se ha deslumbrada memoria. La fidelidad fantasiosa de que hablábamos y ese gesto con que pálidas muertas lunares se adelantan a monologar su historia, se le escinde, clarificándose, en sus dos elementos antagónicos como los objetos al despertar del sueño: ("Las voces y las alas hablaban de nostalgias en las largas escalas"), diálogo de las manos, heterogeneidad y "dulzura impenetrable del mundo" de un lado, por otro, monólogo del vuelo, unidad de lo alto. Primero enumeración, ahora adiós. Podían abrir el libro los versos iniciales de "Formas de la Música":

 

 

 

"Debajo de los pórticos un viento

 

estremece laureles y los dobla."

 

 

 

   Todavía persiste el anhelo de una lentitud amorosa natural ("el agua se derrama, como el trigo, dormida"), de fidelidad ("La férvida esperanza que renueva- la palma en otra palma que se eleva"), pero ya se dice que se podría vivir "sin agua, sin distancia, sin amores", en un mundo en que baste "tu voz sola enamorada". Queremos decir que ya en este libro, no obstante, su "espacialidad", su templo, en que la muerte misma es sentida como salida a otro espacio más pleno, se advierte una especie de descubrimiento del tiempo en los temas de la caída, "fragmentos heridos" de toda fe (música, Narciso, crimen, adiós), paraísos de la despedida, o sea, infidelidad y rapto. Ella misma nos lo dice en las Estrofas a la Noche, bellísimas: "¡A qué recintos, noche, me has guiado!" Pero también, la proximidad de la luz que la sombra promete ("Todo lo que me aflige va acercándome a Dios"), y poemas como Promesa, que no nos imaginaríamos antes en su voz.

 

   Pero no hay jamás en esta poesía auténtico "desarrollo" o historia, no hay verdaderas contradicciones sino medallas, de tranquilos y opuestos argumentos, y aquí se ve cómo sigue fiel en el fondo, pues la contradicción implica una especie de coexistencia de contrarios en un tiempo imposible, mientras que lo que hay aquí es su "despliegue" en un espacio posible, esto es "versiones" (palabra que le insiste mucho), medallas.

 

   Sólo metafóricamente podemos decir que la poesía es lo inefable. Poesía es siempre lo que se habla, lo que se ha podido decir de lo indecible. Pero la poesía pone ser allí donde la crítica puede sólo señalar cualidades, de aquí que podamos hablar de lo poético que es un libro, de la medida en que lo es, pero no sustituir su lectura hablando de la poesía misma. Es por esto por lo que no hemos tratado aquí de algunos de los poemas que acaso más nos han impresionado y ante los cuales sólo quedaría justificado un traslado parcial o íntegro del texto. Pero no queremos terminar sin nombrar siquiera, además de los ya aludidos, los Sonetos de la Muerte y la Dicha (insuperables) y los claustrales y preferidos "Sonetos del Jardín", especie de carta familiar a Dios recomendándole, como a suaves parientes perecederos y pobres, el olor del almacén cerrado, de un vino, del fogón, de una mesa, que quizás sea uno de los poemas más espontáneos, de tono más melancólico y rural, y de todos modos uno de los más sencillos y diáfanos del libro.

 

 

Este ensayo pertenece al libro Como el que dice siempre, antología de ensayos, de Fina García Marruz, publicado por la UNAM en coedición con El Equilibrista, en 2007.

 

Fina García Marruz. Poeta cubana nacida en La Habana en 1923. Publicó sus primeros poemas en la década de los años cuarenta siendo parte del grupo «Orígenes» al que también pertenecía su esposo Cintio Vitier.

 

En 1961 obtuvo el doctorado en Ciencias Sociales dedicándose desde entonces a la investigación literaria, colaborando con distintos medios en el campo de la poesía, el ensayo y la crítica literaria.

 

Su poesía ha sido traducida a diferentes idiomas obteniendo varios galardones entre los que se destacan:

 

«La Orden Alejo Carpentier, la medalla «30 Aniversario de la Academia de Ciencias de Cuba», la «Medalla Fernando Ortiz», «El Premio de Poesía Pablo Neruda» en 2007, el  XX Premio Reina Sofía  de Poesía  Iberoamericana en 2011, y el Premio Federico García Lorca en 2011.

 

Entre sus publicaciones figuran: «Visitaciones» en 1970, «Viaje a Nicaragua» en 1987 y «Créditos de harlot» en 1990 con el que obtuvo el Premio Nacional de la Crítica.

 

 

 

Semblanza tomada de la página, A media voz.

 

Fotografía extraída de la página Cubadebate.

 

 

 

Silvina Ocampo nació en el seno de una rica familia burguesa, lo que le aseguró una excelente educación. Viajó de joven por Europa, estudiando pintura en París y frecuentó importantes círculos literarios.

 

Fue una de las fundadoras de la revista literaria Sur, de gran calado en la primera mitad del siglo XX, donde conoció a su futuro marido, el también escritor Adolfo Bioy Casares. Su primera antología, pues destacó sobre todo el campo del relato, apareció en 1937 bajo el título de Viaje olvidado.

 

Ocampo destacó también en el campo de la poesía, llegando a recibir el Nacional de Poesía de Argentina, y publicó varias novelas. En 1959 logró el reconocimiento general de la crítica gracias a La furia. Publicó también relatos dentro del género infantil y estrenó una pieza teatral, Los traidores. También habría que destacar sus textos biográficos que recogen toda una época de la literatura argentina, junto a Bioy Casares y Borges

 

 

Fuente biográfica: Editorial Pre-Textos

 

Fuente fotográfica: Wikipedia

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