Ensayo sobre Omar Khayyam

El amor llevará vuestros átomos hasta la más remota estrella

 

Las caravanas partían desde la línea azul del Golfo Pérsico. La tropa de las mulas casquifinas salía al anochecer, rumbo a la inmensurable gradería pétrea que asciende hasta el nivel primaveral de las mesetas, en donde cabecean, entre locas gramíneas, las primeras amapolas islamitas.

     A lo largo del inmenso altiplano, como navíos vesperales, se alzaban ya los paraderos, los caravanserrallos, fugaces albergues de los nómadas. En el patio amurallado, los pastores recogían al atardecer la trashumante manada de cabritos color de yodo viejo. Las golondrinas llegaban a la misma hora, en gozosas oleadas Chiaban apasionadamente; hacían abanicos en el aire, solicitándose Esquivaban la copa de espuma del pecho. Gallardeaban, estirando la media luna negra de las alas y la horquilla vibrante de la cola Luego, deshechas de ansiedad, buscaban un hoyo en la techumbre.

     Abajo, los mulos agitaban sus errantes campanillas y con sus anchas lenguas rosadas, lamían las costras salitrosas de los muros. Las ciudades amuralladas de rosaledas, asomaban después. Chiraz. Ispahan. Nishapur, la de las rosas anaranjadas. En esta última, nació Khayyam, hacia el año 1017.

     Fue compañero del futuro Visir Nizam y de Hassam que fundara la secta de los ismaelitas.

     Este resplandeciente y desencantado buscador de sabiduría y de vida, cursó los estudios más hondos, extraños y hermosos, en las cartas del cielo y en los sedientos planos de la tierra.

     El Sultán Melik le confió la dirección del Observatorio Astronómico de Bagdad. El Poeta se encerró allí, con la cabeza descubierta y pura del sabio, cuando aún aceptaban sus colegas el capirote puntiagudo de los astrólogos.

     En la fría torre estelar, rodeado de extraños astrolabios y cuadrantes, compuso las tablas astronómicas que llevan el nombre de Melik, reformó el calendario, escribió tratados de metafísica y de álgebra, disciplina que obliga a las letras a uniformarse de números. Pero, sobre todo, cantó. Cantó las rosas, el amor y el vino, con la voz ardiente y embriagada del profeta que denuncia la brevedad del tiempo limitador del goce.

 

***

     Desde la vereda de arena de nuestra edad, los eruditos de casillero y los exégetas de su propio capricho, han pretendido enmarcar la pluridimensional figura de Khayyam, en sectas, escuelas y doctrinas, apoyándose en el sentido de algunos de los cantos que conocemos. Pero, Omar, poeta que puebla un confín inasible, ha resistido siempre a la petulancia de la captación clasificadora.

     Fue más fuerte que las creencias, la credulidad, la duda y el mito orgánico de la muerte. Por esto, pudo trascender estos velos, rasgándolos con la vibración de un himno cósmico. Elemental como un río o como un astro, no puede ser concebido por los catadores oficiales ni por los resonadores de la poesía urbanística.

     No fue islamita, ni adepto sufí, ni discípulo de los Vedas; aunque, en sus versos eclosionen siempre brotes que pertenecen a todas las primaveras religiosas del mundo. No aceptó discipulado alguno. Sintió consonancia, más bien, con todas las grandes verdades universales, sobre todo, con la escarceante verdad del incesante cambio y de la inmutable permanencia.

     Ante todo, fue un dionisiaco de la muerte y de la inmortalidad; un fáustico erguido sobre la esplendente meseta pérsica, constelada por sus doce lagos de sal. Invocó la uva, la mujer, el goce del minuto irremisible; y lanzó contra las estrellas que amaba, un puñado de la rosada ceniza de la tierra. Pidió a los caminantes del tiempo fugitivo:

 

Envuelto de hojas frescas en túnica florida,

dejadme entre las frondas de una huerta escondida

 

     Pero les ofreció renacer en la rama que chorrea por sobre su hombro izquierdo el viejo muro, y dejar caer las flores del nuevo nacimiento, sobre la fría cabeza de los nómadas.

     Estuvo poseído siempre por el alma de la Tierra, por el alma de los seres, por el alma universal. Y se llegó a identificar con el divino horror de la espiral eterna. Con el cambio irreparable, con la irrefutable mutación, con la incesante faena de la sustancia inmortal, devanándose, deviniendo, transfigurándose hasta lo infinito, al secreto impulso del espíritu proteico, del pneuma inexorable que fluye hacia su inalienable centro al través de la indecible arborescencia de las formas que mueren en la voluptuosidad de su propio movimiento.

     Por esto, cantó:

 

Sólo nos resta una hora fugitiva,

de descansar sobre esta hierba en flor.

Después... vendrá otra hierba aún más fresca

del suelo que de amor se fertiliza,

cuando de tu ceniza y mi ceniza

la nueva savia en su eclosión florezca.

 

     El, sabía que su alma, herida de infinito, debería ascender, girar, trascender, precipitarse al través de los mil heterogéneos filtros cósmicos, anhelando siempre la última alquitarada unidad. Y sus ojos llenos del verdadero resplandor del conocimiento, no cayeron por lo mismo en la contemplación de la trémula estrella del misticismo. De ser místico, no se hubiera erguido, como lo hizo, en esa suerte de rivalidad con los dioses. El misticismo supone siempre subordinación sentimental, pasividad asombrada, receptividad temblorosa de sugestiones que se hallan siempre proclives al deslizamiento por la fácil pendiente de las ilusiones de tipo sobrenatural.

     Omar fue metafísico: una mente ardiente y activa que había penetrado en el conocimiento directo de los principios universales.

     Intervino en el Universo con la mente, a diferencia de los místicos que participan de modo sentimental.

     Es este alto método el que le hace aparecer, a veces, como blasfemo, satírico o inconforme. En el fondo, es un irremediable buceador de lo eterno en lo precario, de lo inmutable en lo perecedero. Su aorta ancha y rumorosa como un rio primaveral, al sentirse henchida de sangre viviente y simbólica, clama por la alegría del instante pasajero. por la euforia corporal de la edad en la que aún se puede amar y ser amado, sin pensar en el ciprés morado de los funerales. Y su boca clama por el vino que evapora la edad, aligera el sentido del encadenamiento y borra las heridas. Pero no es el vino de la vid; es el otro, que mana cuando el hombre ha sido lanzado a lo más hondo del lagar de la vida, del dolor y del conocimiento. Es el espíritu ardiente y circulante que compenetra e inebria toda forma. El que hierve, se encabrita y escintila al través de los mil vasos comunicantes entre los mundos y los seres. Khayyam lo amó así y por eso lo hizo símbolo de la vida en sus canciones. Creer que fue dipsómano, es un absurdo lírico. Pero, después de 800 años, tampoco faltará un roedor poético que afirme que Rabindranath Tagore fue un crotómano, porque "la Amada" invade toda la obra del poeta bengalí, con su fresca y constante transparencia de loto.

 

***

 

     Cuando la muerte entró en la serena tienda de Khayyam, el Pocta había ya tramontado la centuria. Murió mientras leía un texto de metafísica de Avicena. Pero, Khayyam la esperaba, porque ya la había vencido, cuando escribió:

 

Desde que mi alma fuera reanimada

por el amor del Hijo de Miriam,

en el ungido cuerpo de Khayyam

la Muerte Eterna ha sido aniquilada.

 

Para la muerte física, dejó un testamento de rosas y poesía. Algún tiempo antes, le había dicho a su discípulo Nizami: -"Mi tumba estará colocada en un lugar en donde el viento del Norte pueda cubrirla de rosas deshojadas".

     Con este plano descriptivo de rosas y de viento, los que le amaban, años después, en una mañana de mayo se encaminaron al cementerio en donde yacía el Pocta. Consultaron los puntos cardinales; y, habiendo establecido el Norte, se dirigieron al sur del pequeño camposanto. Una oleada agónica de rosas deshojadas arqueábase junto a este muro. Retiraron ansiosos ese manto floral y encontraron la loza que cubría el cadáver del Poeta. Mas, como comprendieran que Khayyam sentiría frío de los ojos de Dios, volvieron a cubrirle con las rosas deshojadas.

     Siete siglos después de la muerte de Omar Khayyam, Pierre loti, marinero de los sagrados desiertos del Moghreb, recorría a lomo de mula, las hieráticas planicies persas y las rosaledas que amara el Pocta.

     Loti, con sus ojos de grumete universal, vio la tarde islamita descender-hermosa y vencida, maniatada de rosas-sobre la gran meseta de los asfódelos. Y, de pronto, el fantasma inefable del viejo Khayyam, extendió ante los ojos del amante de la blanca Aziyadé, su gascosa y celeste radioscopia y le hizo saber que las "Rubaiyat" tenían nombre de mujer.

 

Febrero 18, 1946

 

Este escrito fue tomado del libro Poesía, narrativa, ensayo. César Dávila Andrade. Editado por la Biblioteca Ayacucho, 1993, Venezuela.

 

César Dávila Andrade, conocido con el sobrenombre de El Fakir por su aspecto físico y su declarado interés por temas místicos, es, probablemente, uno de los mejores poetas que ha dado Ecuador y uno de los más desconocidos en España. Nacido en Cuenca en 1918, este lejano descendiente del general José María Córdova (uno de los héroes de la independencia, conocido con el sobrenombre de el héroe de Ayacucho) también se dedicó al ensayo y fue el máximo exponente del relato breve ecuatoriano. En su obra se entremezcla lo neorromántico y neosurreal. Procedente de una familia pobre, se trasladó a Quito en 1951 hasta que, como consecuencia de una oferta de trabajo en Venezuela, marchó a Caracas, donde ejerció de periodista y corrector de pruebas hasta su suicidio. Se rebanó la yugular con una cuchilla de afeitar delante del espejo, en el Hotel Real de Caracas, que pertenecía al poeta y amigo Juan Liscano, a la edad de 48 años.

 

Fuente fotográfica: Parlamente Andino

 

Omar Khayyam. Nació en Nichapur, Persia, hacia el año 1040 de la era cristiana, y vivió cerca de ochenta años.
Libertino, sibarita, ácido, místico y profeta, estudió Matemáticas y Astronomía, reformó el calendario musulmán, cultivó el Derecho y las Ciencias Naturales, pero todo le resultó insuficiente a la hora de resolver el misterio del Universo, las pasiones humanas y la existencia misma.
Se destacó en el plano de las letras por sus famosas «Rubaiyat», que constituyen  una alabanza al brindis, una enorme plegaria fragmentada en estrofas que remiten a la celebración del vino y del goce del instante, frente a la finitud de la vida.

 

 

 

Fuente biográfica. A media voz.

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