Ensayo sobre Hugo Mujica

     El arte poético de Hugo Mujica consiste en un permanente diálogo entre lírica y filosofía o, si así se prefiere, entre lírica y pensamiento especulativo. Este diálogo (no siempre explícito) se nutre de numerosas vertientes y tradiciones, de fuentes diversas también (pero no necesariamente divergentes) que él logra conjugar mediante operaciones complejas pero diestras de síntesis. Me refiero tanto a las fuentes de índole occidental como oriental. Los nombres de Clarice Lispector, Marguerite Duras y Djuna Barnes (por citar sólo tres autoras del abismo), entre muchos otros creadores y creadoras, son esgrimidos como pasaportes a los caminos de la escritura más arrojada además de más radical que también proponen una cierta clase de voz. Nos conducen por pasadizos escasamente cartografiados por la lírica argentina contemporánea.

 

La tradición en la que se inscribe Mujica encuentra pocos precursores, si bien Occidente conoce naturalmente casos nutridos en sus líneas de trabajos. Sus investigaciones ensayísticas (o tentativas por palpar el sentido, me gusta más) suelen ser de materia filosófica o de poética filosófica. No estrictamente de crítica literaria. Zonas de cruce de saberes, de escuelas, de referentes y de líneas estéticas, la poética de Mujica insularmente trabaja de modo obstinado el poema sin dejarse amedrentar por no encajar en capillas literarias. Es más. Sospecho que precisamente esa misma soledad es la que le confiere su radical originalidad.

 

     El interés por la lírica de Mujica en otras zonas de nuestro idioma da qué pensar. Evidentemente, existe un modo de trabajar la palabra sutil, profundo, infrecuente, del cual su lírica es paradigmática. Inflexiones, usos, una escritura no acostumbrada a modales que se ajusten a los mandatos ni de las modas ni de los ghettos.     

 

     En su obra también irrumpen en los paratextos los nombres de místicos como San Juan de la Cruz y de poetas como George Trakl, los autores de lo trágico, pero también los del abismo, lo divino o lo indecible. Y precisamente allí, me parece, es donde Hugo Mujica hinca su pluma. En un plasma semántico y formal radicalmente audaz, acudiendo a figuraciones recurrentes, como el tránsito de la noche al alba, un amanecer lleno del canto de los pájaros, la lluvia que se derrama sobre tazas o platos, los mendigos, el muro que un ciego palpa para orientarse  a la intemperie, el cristal diáfano de una ventana que deja entrever pero también funciona como límite entre el mundo y un celoso interior, la ceremonia del té al atardecer, el relámpago que insinúa una figura de modo fugaz, la playa sobre la que quedan huellas inscriptas. Todo esto son las condiciones que producen la temperatura del poema (o que Mujica elige que lo sea) que pueden tanto arrasar al lector como ser propicias a una calma meditativa. El lector, sumido en un arte difícil (nada es complaciente en la lírica de Mujica, si bien tampoco es hermética) interrogan esos poemas no menos que, a partir de ellos, interrogar al mundo e interrogar nuestra propia condición existencial, finita y, muy en especial, temporal. Se entra en la poesía de Mujica y se sale “Otro”. La alteridad en uno mismo resulta evidente porque ese transporte de la materia verbal a la materia vital, si bien contiene transiciones, conduce a una intervención que incide en el lector de modo indeleble. Quiero decir: el lector va al encuentro del poema. Y el poema reenvía al mundo, bajo una mirada extrañada, bajo la cual el lector en un efecto de incertidumbre (pero no de perturbación) lo percibe y se percibe bajo otra fisonomía y bajo la percepción y (¿por qué no?) la producción de múltiples significados que le atañen.

 

     También este es el poeta de la contemplación. Se asoma al mundo desde la infinita posibilidad de observar desde el asombro las cosas más cotidianas pero siempre a partir de una capacidad transmisible a los lectores de captarlo (con el viaje del poema o de la intuición). Esa mediación está construida también a partir de formas que nos dejan absortos pero no atontados. Por el contrario, se trata de una calma lúcida. Leer a Mujica consiste ante todo en serenarse, en aquietar las pasiones pero también aguzar el intelecto y la acentuar la sensibilidad sin altibajos. La sensibilidad, como en otros poetas (no todos) se despierta, pero también lo hace de una cierta manera. Se despierta bajo la forma de un lento y pausado movimiento de inclusión de lo esencial y de exclusión de lo indiscernible. La poesía de Mujica esclarece ante todo. Permite vislumbrar sentidos. Esa manera se vincula fundamentalmente con asistir al mundo como espectáculo desde la perplejidad. En leer reflexionando pero también gozando de la especularidad de la materia discursiva pero también fónica, palpable, tangible, material del poema en su hechura.

 

     Mujica en la lírica argentina se interna por territorio que prometen ser fundacionales de una tradición que aún en lo sustantivo no ha existido. Se mide, en el mejor de los sentidos, con la gran poesía del mundo. Con los grandes teóricos, los grandes poetas y narradoras. Los grandes ensayistas. La lírica argentina es un territorio que de seguro conoce (no me caben dudas) pero que seguramente experimenta como insuficiente para sus búsquedas singulares. Que son, hasta donde puedo apreciar de modo más evidente, la europea. La gran tradición de la lírica y de la filosofía occidentales en las mejores de sus versiones. Tampoco Hugo Mujica diera la sensación de contar con demasiados camaradas. En su desafiante particularidad, postula una poética de la libertad de los cuerpos, del goce de la naturaleza, de asistir a su paisaje con una mirada azorada y también, de la espiritualidad y la mística (que no son degradadas a su versión alienante). Pero eso sí: las que se conquistan con esfuerzo. La propuesta de Mujica es una espiritualidad conquistada a través de trabajo. Y traducida al poema, plasmada en él como sustancia plástica. Mujica solicita participación activa y colaboración al lector. No es desafiante sino invitante. Pero sí, en un sentido, estricto sin ser severo. Hasta quizás incitante. Y pone al lector en situación de exigencia, no de complacencia.

 

     Hugo Mujica es en primer lugar un escritor formado, informado, con sólidos conocimientos en todas las áreas humanísticas y artísticas, muchos libros publicados de calidad notable. En segundo lugar, es un poeta completo y complejo. Su poesía lo dice todo por sí misma y diera toda la sensación de que no son necesarios intérpretes, que  funcionarían como mediadores innecesarios. Eso no siempre, convengamos, resulta acertado. Y al mismo tiempo en ocasiones hasta dice poco. Mujica dice lo justo. Y dice lo oportuno.

 

     La lírica de Mujica está, por un lado, más allá de anécdotas anodinas. Constituye una morada que sin altibajos no suele conducir al pesimismo, pero sí anima una reflexión sin concesiones. Ante todo estamos frente a una poesía rigurosa, coherente, en progresión (porque conoce etapas) y revisiones incesantes. Desde sus primeros, escuetos y de una extrema condensación formal y sémica poemas hacia los que luego comienzan a volverse más extensos poemas que se despliegan en la página desarrollando imágenes e ideas cada vez más sugestivas y también encuentran otra clase de desarrollo, desde otros ángulos. Como si los silencios fueron otros. Como si hubiera habido una evolución del silencio, la economía y la condensación sémica y formal hacia otra clase de poesía que requiere, por sus mismos contenidos, una exigencia formal distinta. Al desplegarse el verso, al desplegarse la forma, también se despliegan las redes semánticas, las relaciones significantes y la relación del desarrollo de un tópico que en la condensación de dos versos aquí lo hacen de un modo por completo distinto. Se introducen cadenas significantes que producen efectos que inciden en la sensibilidad del lector desde otra perspectiva, además de en una zona de su identidad también distinta.

 

     Ahora bien: la posición frente a la que nos sitúan los poemas de Mujica, pone al lector frente a frente con el mundo por momentos cómoda, por momentos incómoda, por momentos grata y por momentos insólita. Pero siempre inusitada. Porque Mujica encuentra correspondencias entre objetos, entre estados (de ánimo, de la naturaleza, de la civilización, del conocimiento) que son infrecuentes y que permiten asistir al universo bajo la perspectiva de las disciplinas de la especulación pero también a la consistencia de lo perceptivo y de lo concreto, como algo adelanté. Unir los datos significativos de los que la naturaleza humana informa de modo fragmentario y lo que en la naturaleza no está presente más lo que esbozado para de ese modo otorgarle sentidos (en virtud de grados de elaboración teóricos cada vez más sofisticados) estando alertas a que no pierda un ápice de su potencia. El poema dice, es cierto. Pero el poema traza sentidos en torno de la realidad restituyéndole su dimensión física y metafísica, esto es, lo que acontece por encima del orden de lo real pero también lo que tiene lugar de modo inexorable en el seno de lo su sustancia material. En efecto, la poesía de Mujica está en el mundo. Se aloja en él. Pero se despega en un ejercicio difícil dejando azorados a los lectores porque afecta zonas que son, por un lado, propias del orden de lo que produce un temblor producto de una percepción que incide en el lector en un temblor. Por el otro, no son previsibles porque ese lector jamás ha asistido a ese panorama del sonido, de la imagen y de los múltiples recorridos que ellos proponen también desde el sentido.

 

     Figura esclarecida como poeta que además reflexiona sobre el orden de la naturaleza vital (no sólo del hombre), el lenguaje, el oficio de poetizar, entre otros, Mujica ha escrito libros de ensayo insoslayables (algunos célebres, como “La palabra inicial” su paradigmático sobre Heidegger) y se recluye en su escritorio recóndito para concebir tanto como para rubricar bajo la forma visual y plástica como de significados sus creaciones. En efecto, sus poemas están cuidadosamente distribuidos como figuras sobre la página, lo que remite más a una pintura o a un dibujo (esto es, un universo pictórico, de índole plástica) que a una composición exclusivamente verbal. También a una notación musical, como conviene a todo lenguaje. Por otro lado, lo que produce también en esa dimensión pictórica es un significado y no otros. La forma sensible de la belleza introduce una cierta clase de universo conceptual. Sin notas patéticas, descubre también la faceta de lo oscuro. Quiero decir con esto que la poesía de Mujica no es una poesía festiva. Pero tampoco es una poesía pesimista ni oscura. Arriesgaría la siguiente hipótesis: es una poesía del riesgo de la percepción, del sentir y del pensar. Sin acudir al humor pero también sin hacerlo a la condición dramática o incluso trágica del hombre (al menos sin alguna forma de reparación) la poesía de Mujica dialoga, como dije, con otra clase de tradición, no precisamente con la nacional. Y eso me parece bueno. Me parece que le confiere identidad y que le confiere sus propias notas insoslayables. Me inclino a pensar que se trata de un poeta que sin descuidar el legado de los grandes antepasados culturales que poblaron la Historia de la poesía desde la búsqueda del desgarramiento, también lo hicieron con el énfasis puesto en que la palabra poética fuera vehículo de indagación e investigación en el orden de lo existencial. Esa calma en la que nos sume la poesía de Mujica es la condición necesaria y, es más, imprescindible para la que estamos en condiciones de detenernos. A pensar el camino andado en el poema. Probablemente acaso en la vida. Y probablemente en un diálogo con otros libros de una biblioteca que en el caso concreto de Mujica adivino infinita.

 

     Hay, como dije, matices en la poesía de Mujica. Una poesía que procura formular preguntas importantes en torno de qué somos, cuáles son nuestros valores, a qué aspiramos a ser en este mundo y en qué lugar de este mundo estamos ubicados para atravesar un largo sendero, con momentos, compases y pausas en los que el hombre se detiene para interrogarse e interrogar esa andadura tanto como su esencia. Y en ese universo axiológico meditar también en torno de la ética del poema que es la ética también del hombre. En la medida en que la va realizando y conformando un dibujo secreto que sólo a ese lector le atañe en un coloquio con los libros de Mujica (que él establecerá porque él será la carta de viaje en ese itinerario que adopta la forma de lo inescrutable hasta no ser realizado).

 

     En la respiración del poema de Mujica es posible advertir un trabajo fino de atención al lenguaje, a su sustancia, a sus contenidos y, al mismo tiempo, a la polifonía que entabla con el pasado y el presente de la lengua pero, en especial (y he aquí el punto), con el silencio, como ya lo insinué. Existen, resulta evidente, revelaciones abrumadoras que le es dado experimentar, lo que plasma en imágenes sensoriales o pensamientos no necesariamente sistematizados. Sino que las desliza de un modo lleno de resonancias y hasta disonancias por momentos. El poema de Mujica está escrito. Decir esto es un pleonasmo. Pero voy al punto. Está escrito para ser puesto en una conversación infinita con la filosofía de la creación que le precede y, quizás, con algunas líneas de la lírica contemporánea que él experimenta como hermanas o, quizás, meramente como afines. En ese afán también por permanecer por fuera de toda exhibición y exposición vana, Mujica acentúa su carácter solitario. 

    

Hugo Mujica nació en Buenos Aires en 1942 y estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología Filosófica y Teología. Todo ello resulta evidente en su poesía. También escribió libros de narrativa y, junto a sus ensayos que ya mencioné, libros de filosofía, poética y mística. En la década de 1960 participó de los movimientos culturales de liberación social y en Greenwich Village en Nueva York en carácter de artista plástico. Hubo experiencias y búsquedas que lo condujeron por senderos poco convencionales hasta una larga etapa de siete años de silencio absoluto en el seno de un monasterio de la orden Trapense durante el cual confiesa haber empezado a escribir. Es sabido: en ocasiones el silencio en la soledad más absoluta, apartada del ruido del mundo, llama a la palabra escrita y, es más, a la palabra poética, que también requiere una clase de silencio singular para ser escuchada. Entre algunos de sus títulos podemos mencionar Poesía completa (1983-2004) (2005 de Seix Barral), Cuando toda calla (2013) “XIII Premio Casa de América de Poesía Americana”, Dioniso. Eros creador y mística pagana (2016), o los tres volúmenes, Del crear y lo creado, editado por el sello Vaso Roto –México-España- que contienen casi la totalidad de su obra, poética, ensayística y sus cuentos. Entre este arco creativo que sin lugar a dudas traza el contorno de una poética en curso porque Mujica no se detiene ni detiene el curso de su mirada ni su pensamiento, se dibuja el proyecto y el panorama de un paisaje poético cuyas etapas colaboran también para que quien lo lee pueda reconstruir un viaje. El mismo que evidentemente él ha realizado al escribir y reescribir sus libros. Porque no hay ejercicio poético que no conlleve un pensamiento sobre su arte. En este sentido, resulta natural y, diría más, resulta espontáneo, me parece, que Mujica alterne ensayos con libros de poesía. En ellos le es posible, además de abordar otros temas de otro modo (con otro espíritu y otras formas), realizar reflexiones sobre el lenguaje, la creación, el arte, la escritura y la lectura. Y a la inversa, esos ensayos, a la hora de escribir poesía, funcionarán como una manera de, en el preciso momento de la producción del poema, para hacerlo de una manera superadora sin repetir algo ya escrito. Ni incurrir en materia sobre la que no haya meditado previamente con detenimiento y cavilación. De modo de poder escribir en profundidad sobre temas que conoce y ha investigado y sistematizado o de los que, acaso, ha tomado notas como formas de aguzar el oído y afinar el intelecto. Estas son básicamente, me parece, las preguntas que se formula un creador y las que se  ha formulado Mujica desde mi punto de vista luego de haberlo leído y releído…

 

 

         Posee un peculiar sentido de la sensibilidad, como dije, junto con una capacidad de captación del mundo renovadora, pero también de una reinvención de ese mismo mundo en el seno del poema que son llamativas. Debemos agradecer tanto el valor de sus argumentos (contundentes, fundamentados, documentados), su narrativa filosa como su poesía cuya arquitectura depara prodigios. Su cincelada palabra es sinónimo de trabajo, urdimbre y meditación. No puedo concebir regalo más exigente y más generoso para un lector ávido de belleza.


Adrián Ferrero nació en La Plata en 1970. Es poeta, narrador y ensayista. Estudió en la Universidad Nacional de La Plata, donde obtuvo los títulos de Profesor, Licenciado y Doctor en Letras. Entre 2000 y 2006, fue becario de dicha Universidad. Ejerció la docencia y la investigación en ella y, actualmente, trabaja en el área editorial de EPC. Publicó los libros Verse (cuentos, 2000) y Cantares (poemas, 2005). En carácter de editor, dio a conocer Obra crítica de Gustavo Vulcano (ensayos, 2005). Cuentos suyos aparecieron en publicaciones de Argentina, EE.UU., España y México. Sus trabajos académicos fueron publicados, asimismo, en Argentina, EE.UU., Alemania, Francia, Israel, España, Brasil y Chile. Tanto su obra de creación como académica fue traducida parcialmente al inglés. A mediados de los años 90, integró junto a Pablo Ohde, Nicolás Maldonado y Lautaro Ortiz, el grupo Poesía Turkestán. Coordinó talleres literarios, entrevistó a destacadas personalidades de las letras y fue coeditor responsable de Diagonautas, primer portal de escritura creativa de La Plata, cuyas páginas difundieron, entre 2000 y 2009, gran parte de la producción literaria y ensayística de escritores platenses y de otras latitudes. Suele colaborar como periodista cultural con diarios y revistas.

 

 

Semblanza proporcionada por Adrián Ferrero.

 

Hugo Mujica nació en Avellaneda en 1942. Sus raíces son española vasca y, más atrás, sefaradita, por parte de padre e italiano del sur, Sicilia, por parte de madre. Hijo de una familia proletaria sindicalista por parte de padre, de raíces anarquista. Debido a un accidente su padre queda ciego cuando Hugo era aún niño y, por necesidad de la familia, Hugo comenzó a trabajar de obrero a los 13 años en una fábrica de vidrio -Cristalux- hasta 1961 cuando partió- con la visa de turista, 37 dólares, sin saber inglés y desertando del servicio militar obligatorio que debía cumplir- hacia los Estados Unidos como inicio de una de las características que sigue vertebrando su vida: la de viajero.

Antes de su partida estudió Bellas Artes a la par de la escuela secundaria nocturna. En esos años, década de los 50, recién comenzaba a funcionar la enseñanza secundaria nocturna, para cursar había que ser mayor, a Mujica, por ser “sostén de familia” -nomenclatura legal- le fue autorizado estudiar de noche por lo cual era el único menor, 13 años, en medio de un colegio de adultos que buscaban completar sus estudios, su mundo, por el trabajo y los estudios, lo sumergió tempranamente en el mundo adulto, casi sin transición.

Al poco tiempo de llegar a los Estados Unidos se estableció en Greenwich Village, Nueva York, donde vivió durante la famosa década de los años 60, pasó por todos los trabajos típicos del emigrante recién desembarcado y pronto se vinculó con los jóvenes artistas plásticos norteamericanos. Comenzó a estudiar sistemáticamente filosofía en la Free University of New York, y continuó estudiando pintura en la School of Visual Arts. Participó en el movimiento de la psicodelia, trabajando directamente con Timothy Leary y Ralph Metzner, en experimentos relacionados con el LSD, y otras drogas alucinógenas, y su vinculación con el proceso creativo. A finales de los 60′ “la pintura me dejó”, dijo en un reportaje. Comienza una nueva búsqueda: los Hare Krishna, vecinos del Lower East Side, fue su primera atracción hacia una posibilidad espiritual. Por entonces, en un paupérrimo local de la 2da. Avenida, el Prabhupada Swami Bhaktivedanta difundía esa recién llegada corriente del hinduismo. En ese tiempo conoció a Allen Ginsberg quien lo introdujo al gurú Swami Satchidananda -quien recorría parte del mundo invitado por William Burroughs- con quien vivió un tiempo en una granja en las afueras de New York con un puñado de discípulos.

Fue en un viaje que realizó con Satchidananda que conoció la vida monástica de la orden Trapense, donde, una semana después de asistir al Festival de Woodstock -“mi despedida del mundo”, dijo riéndose en un reportaje”-, volvió al monasterio y se quedó viviendo como monje bajo voto de silencio durante siete años. En ese mundo silencioso, después de tres años allí-, comienza a escribir poesía, lo que no dejará de hacer desde entonces siendo el género que él considera como la raíz de toda su obra. Regresa a la Argentina, Azul, al monasterio de la misma orden Trapense, luego viaja a Francia, a otro monasterio y allí deja la orden. Viaja a Monte Athos, en Grecia, para palpar el camino de la tradición hesicasta. Viaja una vez más por Europa y regresa a la Argentina ya para establecerse. Pasa un año de soledad en un campo de General Alvear, en la provincia de Buenos Aires, allí escribe su biografía y luego la tira, cuenta que lo que necesitaba era contarse a sí mismo lo vivido hasta entonces, “ponerme al día y hacer con tantas experiencias una narración, un saberme a medida que me iba diciendo”. Vuelve a Buenos Aires y después de cursar parte del seminario se ordena sacerdote, en esos años estudia Teología y Antropología filosófica. Después de unos pocos años de atender una parroquia en Buenos Aires deja esa ocupación y se dedica por entero a la escritura así como a dictar seminarios en el extranjero, y participar en numerosos festivales poéticos del mundo. 

 

Biografía tomada de la página hugomujica.com.ar

 

Fotografía proporcionada por Hugo Mujica

 

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