Poesía de Vicente Gerbasi

Poesía de viajes

 

 

 

Ein Karem

 

 

 

Olivos siempre. En una hora de horizonte bruñido en otros de altar.

 

 

 

Los muros fortalecen el corazón que oprime el tiempo.

 

 

 

Y la brisa, en cambiantes metales de fronda. Verde y plata.

 

Las colinas pétreas se coronan de alcachofas.

 

 

 

En nuestra contemplación maduran las ciruelas.

 

Es un color de crepúsculo donde un profeta medita envuelto

 

en reluciente traje de nube que entra en la noche.

 

 

 

Los niños cantan en medio de las ovejas, en Ein Karem -manantial de la viña-, donde nació San Juan Bautista para vestir una piel de camello entre las rocas.

 

 

 

Hora interior, bocanada de amapolas.

 

 

 

Amapolas, alegría del tiempo, paciencia de Dios. Joyas.

 

 

 

Amapolas. Debajo de los olivos, prolongan el día en color especial del alma.

 

 

 

Y aún más olivos, dispersos en añoranzas.

 

 

 

Ein Karem recibe una luz, como un cuadro de Fra Angélico, entre cipreses oscuros.

 

 

 

 

 

Araña

 

 

 

Jerusalén, has abatido mi corazón

 

en el fondo de la historia

 

ferruginosa de tus montes.

 

(Oigo a Job elevar el llanto de los pinos

 

húmedos en ráfagas invernales

 

que sostienen el vuelo de los cuervos

 

en la lumbre nubosa de esos crepúsculos

 

envejecidos de resplandores

 

y soledades rupestres).

 

Jerusalén, llueve en el tiempo de tus muros.

 

Aquí contemplo,

 

y en la contemplación,

 

que ahonda en un rincón de mi casa,

 

una araña crea un gran astro

 

con la paciencia del tiempo.

 

 

 

 

 

Mar de Famagusta

 

 

 

El castillo de Otelo

 

sostiene su fuerza pétrea

 

junto al mar.

 

Pasan los veleros

 

no lejos de los leones alados.

 

En la fortaleza

 

hay oscuridad, salones,

 

cocinas, cárceles,

 

lamentos de huesos y alacranes.

 

Más allá de las murallas,

 

Famagusta

 

ve el horizonte,

 

distante ya de sus antiguas banderas,

 

y mi mujer y yo,

 

frente al mar,

 

no creamos

 

ni destruimos

 

ninguna tragedia,

 

frente al mar.

 

 

 

 

 

Rememoraciones

 

 

 

A orillas del Nilo

 

los estudiantes hablan de Geografía

 

al paso de los buques y nombres mitológicos

 

que un sol ardiente de palmeras

 

enrojece en un milenario atardecer.

 

 

 

Comparan su río con el Orinoco,

 

en cuyas márgenes se elevarán ciudades

 

de arquitectura y colores interplanetarios

 

en el ornamento de lujuriosas plantas del trópico.

 

 

 

Rememoran a Simbad el Marino

 

que tenía una estrella para cada aventura

 

y reconocía las islas por su música.

 

 

 

Entonces los estudiantes cantan

 

acompañados de instrumentos de cuerda

 

y flautas pastoriles,

 

a manera de nómadas del desierto,

 

mientras Cleopatra pasa en un navío

 

de velas anaranjadas

 

a la puesta del sol.

 

 

 

 

 

Cuentas de insomnio

 

 

 

Yo perdí la cuenta de las jirafas

 

que muerden ramas de la Torre Eiffel,

 

del río de los balcones

 

y rostros de mujeres

 

asomadas a pequeñas ventanas

 

como cuadros en paredes donde anidan golondrinas.

 

 

 

Yo perdí la cuenta de mis ojos dispersos

 

en duraznos, rábanos, sandías abiertas

 

y mujeres de bellos muslos

 

desnudas junto al río.

 

 

 

Yo perdí la cuenta de las barcas

 

donde me he acostado

 

a ver pasar los árboles de la orilla

 

como lentas nubes.

 

 

 

La cuenta de los paraguas

 

y de las sombrillas multicolores

 

bajo la lluvia de meses de noviembre

 

color castaño.

 

 

 

Hay que perder la cuenta

 

para comenzar a contar de nuevo

 

las aves migratorias

 

que vuelan hacia el sur

 

bajo oscuras nubes de horizontes lacustres.

 

 

 

 

 

Flores

 

 

 

Pesa mi soledad

 

en las flores del cuadro.

 

Violenta materia de los sentidos

 

en los colores.

 

Hondo viaje de los ojos

 

entre los tallos

 

inmóviles en el vaso azul claro.

 

La soledad permanece,

 

ahí, en una pastosa abstracción.

 

 

 

 

 

Reunión con mis amigos muertos

 

 

 

En mi alma se refugian mis amigos muertos,

 

como en una vieja casa con dibujos sepia.

 

 

 

Los bosques suenan la tristeza de sus sirenas

 

en la niebla del invierno nórdico

 

sostenido en un movimiento de aves acuáticas.

 

 

 

Comienzo a convocarme a lo largo de mis días

 

y termino envuelto en una bufanda oscura,

 

entre la lámpara y el espejo,

 

entre el invierno y la soledad

 

que grita en la pesadumbre como una foca.

 

 

 

Y mi rostro se enmarca en su penumbra de museo,

 

junto al retrato de mi abuelo

 

de barba blanca y chaleco con leontina.

 

Su mirada se mueve lentamente

 

hacia mis viajes interplanetarios.

 

 

 

En mi alma hay viejas sillas

 

donde se sientan mis amigos muertos,

 

hay cortinas rotas de belleza,

 

botellas de alcohol con barcos en miniatura,

 

libros de Zelma Lagerloff.

 

 

 

Están allí en silencio,

 

igual a otros retratos profundos de nostalgia,

 

Andrés Eloy Blanco, Luis Fernando Álvarez,

 

Julián Padrón, Jacinto Fombona Pachano,

 

Ángel Miguel Queremel, Pepe Napolitano,

 

Raúl Oyarzábal, Gonzalo Carnevali.

 

 

 

Mi alma suena como un coro

 

frente a sus abedules y gaviotas.

 

 

 

Y llega Mariano Picón Salas

 

con la mirada distante

 

hacia las sirenas de los buques,

 

y le digo: Mariano, sentémonos a ver caer la nieve

 

allá por la memoria.

 

 

 

Y todos juntos, como retratos,

 

presidimos el silencio de la nieve.

 

 

 

 

 

La nada

 

 

 

¿Qué digo de la nada?

 

¿Existe, acaso, si veo?

 

Colores, formas, movimiento,

 

en la tierra y en los cielos.

 

Voy a morir,

 

con mis ojos.

 

Serán muerte, aire de sombra,

 

cuando entonces bata el mar

 

en azules escolleras,

 

llevando por el viento

 

sus aves de blancura,

 

en el tiempo de mi muerte,

 

en la vida

 

de los que vivirán

 

con un ayer, en un hoy, hacia el futuro,

 

viendo una bella mujer

 

que se desnuda

 

en la intemperie

 

de la mirada del hombre,

 

viendo caer la lluvia

 

sobre las mismas casas,

 

viendo otra vez la nada,

 

que no es la nada

 

en los ojos de los niños

 

y en los caracoles

 

que el mar deja en las playas.

 

 

 

 

 

Estos poemas forman parte del libro Poesía de viajes, publicado por Monte Ávila Editores, segunda edición (1972), Caracas, Venezuela.  

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vicente Gerbasi. Nace en 1913, en Venezuela, en el pueblo Canoabo, ubicado en la parte occidental del estado Carabobo, y muere en 1992. Cierta circunstancia personal resulta clave en su trayectoria poética: sus padres italianos, emigrantes de la Europa de comienzos de siglo XX por razones económicas se asentaron definitivamente en Venezuela, como lo describe su poema Mi padre, el inmigrante. Además del testimonio que nos deja Hernández D’ Jesús (revista Poesía, No 62-63,1984) en el que Gerbasi comenta que el artista debe expresarse a tono con su tiempo, por ser éste producto de su época. Precisamente, “nuestro tiempo”, según él explica, comienza para sus contemporáneos con la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Cuando en 1923 el joven Gerbasi viaja a Italia para estudiar, Europa empezaba a cambiar con la crisis de carácter internacional de la posguerra. Comenzaba a desarrollarse el nazismo y el fascismo, ideologías que se opusieron a principios del siglo XX al surgimiento también de otra, el comunismo.

 

 

 

 

 

 

Fuente biográfica: El Perro y la Rana

 

Fuente fotográfica: Alchetron

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