Poesía de Iris Mónica Vargas

 

 

Accidente natural

 

 

 

A veces, cuando llueve,

 

el viento grita:

 

 

 

sus dedos gigantescos regresan

 

a enredar la casa de muñecas,

 

empujan los clavos a escapar,

 

 

 

y sale de su nido el pájaro de zinc.

 

Y ya desde que nace, vuela.

 

 

 

Hay veces cuando el vuelo

 

también es una forma de dolor.

 

 

 

 

 

Malinterpretando

 

A Wittgestein y a Bertrand

 

 

 

Decir, x es un objeto,

 

es decir nada, dice.

 

Entonces es verdad

 

 

 

que ya cuando a la Abuela

 

la habían cubierto en sábanas,

 

su peso repartido

 

entre dos hombros,

 

 

 

ya cuando fue,

 

la x en el cuento,

 

no había cuento.

 

 

 

Y yo no estuve ya

 

porque ahora existe

 

 

 

                      nada,

 

 

 

y sólo hay universo

 

si hay objetos.

 

 

 

 

 

Asidero

 

 

 

Es grande el ejercicio.

 

Andar un cementerio imaginando

 

la piel que desapareció

 

debajo de la lápida.

 

 

 

Espulgar el olvido de la tierra.

 

Acurrucar presencia.

 

 

 

No hay diferencia alguna

 

entre los nombres,

 

aunque te resultasen conocidos.

 

 

 

Me han dicho que la casa de mi Abuela

 

ahora es esta: una comuna abierta

 

debajo de los ángeles

 

y vírgenes de piedra; durmiendo

 

encima de aquel nombre

 

que no supo quererla.

 

 

 

Sospecho su vida cuajándose en recuerdo.

 

Escucho un simulacro de su risa.

 

Así es que tengo suerte

 

para sentir sus manos.

 

 

 

Me niego a descubrir su lápida, y entonces

 

voy a esperar hasta que pueda conseguirle

 

alguna ausencia digna,

 

                             en la cripta de un libro,

 

                            

 

                             o la urna de un poema.

 

 

 

 

 

Lo que nadie puede ver

 

 

 

Hubo un momento.

 

Un grito agudo brotó de las entrañas,

 

como el de un animal.

 

Ojos oscuros y abiertos,

 

como llanto prematuro,

 

observando lo que ya no estaba en frente.

 

Él sujetaba sus hombros

 

mientras rogaba asustado que dejara de gritar,

 

que estaba aquí,

 

que regresara.

 

Pero la herida no estaba

 

sobre la superficie.

 

Estiraba y partía desde adentro.

 

El mundo ahora constaba de sustancias

 

que ya no conocía.

 

Supo entonces, como habían alcanzado

 

a comprender sólo unos pocos,

 

que no existían los héroes ni los dioses.

 

La Tierra giraba alrededor del Sol

 

y nada más.

 

Las olas llegaban y se iban.

 

Las hojas se abrían,

 

tendidos sus ruegos bajo el cielo,

 

y continuaban buscando la luz.

 

 

 

 

 

Los monstruos nunca olvidan

 

 

 

Se levanta de su cama el cuerpecito

 

empapado en sudor, temblando.

 

 

 

Su dedo señala hacia una esquina

 

—la misma esquina siempre—.

 

 

 

Puedo ver al monstruo claramente

 

[¿Por qué siempre insistimos

 

en mirarlo?]

 

 

 

y sé que no es el mismo

 

que pueden ver sus ojos.

 

 

 

No tiene

 

        dientes amarillos afilados,

 

        babas pegajosas,

 

        algún hedor abominable.

 

        No es    araña pequeñita.

 

Las garras son las mismas, eso sí.

 

Y siempre en una esquina

 

hambriento de los miedos.

 

 

 

El niño grita. Llora.

 

Recojo sus manitos con mis manos.

 

Anido su carita aquí en mi cuello.

 

Enfrento la desalmada esquina.

 

 

 

He visto al monstro muchas veces.

 

En toda oscuridad. En toda esquina.

 

No ha habido superhéroes en mi caso.

 

 

 

Aunque me atreva a enfrentarle

 

—con uñas y garras invisibles—

 

y pueda sostenerle la mirada

 

no significa que no le tenga miedo.

 

 

 

 

 

Límites del lenguaje

 

 

 

Yo fumo un cigarrillo,

 

 

 

apunto al cielo

 

y tiro el humo.               Vuela.

 

 

 

Lanzo lo que me queda

 

contra el suelo.

 

 

 

Mi pie lo aplasta.            Sigo.

 

 

 

Quien anda tras de mí

 

en esa acera, mira.

 

Me ve girar.

 

 

 

                                        No existo.

 

 

 

Sí queda la cerilla.

 

La colilla aplastada.

 

 

 

¿Pero de quién?

 

 

 

 

 

Antiguo vecindario

 

 

 

En mi calle hay un barco,

 

ya viejo, muy pequeño,

 

y cada cierto tiempo,

 

durante alguna tarde,

 

alguien le enciende el motor.

 

 

 

Entonces balbucea y desafina. Tose.

 

Tenemos que escucharle

 

en esos cantos roncos.

 

Será, como a los grillos cuando chillan.

 

 

 

Jamás he visto que lo saquen a pasear.

 

 

 

Está siempre varado

 

frente a la misma casa,

 

en un océano seco. En una mar chiquita.

 

Es un barco de tierra

 

que nunca ha visto el mar.

 

 

 

Un condenado más

 

que ha sido condenado a estar,

 

a no llegar jamás.

 

Tal vez es un teórico de olas

 

a quien nadie pregunta,

 

y nadie necesita.

 

 

 

Podrás pensar que un barco,

 

que jamás ha zarpado,

 

que nunca sintió el agua,

 

no es un barco.

 

 

 

Si desapareciera, nadie le extrañaría

 

como barco de verdad.

 

 

 

—Estás equivocado—

 

 

 

De todas formas,

 

¿quién se atreve a decirle

 

a un barco, que siempre ha sido barco,

 

que no es?

 

 

 

 

 

Estos poemas pertenecen al libro El día en que dejamos la tierra, publicado por Valparaíso Ediciones, impreso en España en 2024.

 

 

 

 

Iris Mónica Vargas (Puerto Rico). Licenciada en Física y Biología por la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras y egresada del programa graduado del Departamento de Física de la UPR y del Departamento de Science Writing del Massachusetts Institute of Technology (M.I.T). Realizó investigaciones en astrofísica en el Centro de Astrofísica de Harvard. Actualmente se encuentra completando un Doctorado en Medicina. Fundadora del proyecto Lápices y estetoscopios (Stethoscopes & Pencils). Ha colaborado en múltiples antologías y revistas, entre ellas Latín American Literature Today (LALT), Periódico de Poesía de la UNAM, y Sibila. Tiene tres volúmenes de poesía: La última caricia (Terranova Editores, 2014), El libro azul (Snow Fountain Press, 2018),  por el cual obtuvo un premio del PEN Puerto Rico International- Mención de Honor, y El día en que dejamos la tierra, publicado por Valparaíso Ediciones, 2025.

 

 

 

 

Semblanza y fotografía proporcionadas por Iris Mónica Vargas

 

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