
IMÁGENES ENCONTRADAS BAJO LA ALMOHADA DE LUDWIG ZELLER
DESPUÉS DE UNA TORMENTA ELÉCTRICA
Era necesario entrar al sueño con una antorcha apagada, tijeras y pegamento y una doncella vestida tan sólo con medias de seda, ¡oh, pudor de sacristanes!, ajustadas a unas piernas de gacela al momento de saltar al vacío. Preguntando a tarántulas y a relojes descompuestos pude llegar (amaneciendo en los espejos y anocheciendo en el mundo) a un pueblo que los lunáticos y los desposados con un cuchillo nombran (con espuma azul en los labios) Santa María Huayapam.
Muerto de soñar una cena con mis muertos, dormí (bajo un puente nada pontificio) unas cuantas horas sabiendo que las cartas estaban echadas; desde el lejano día que por pureza de sangre aún conservo dentro de un frasco de alcohol con escorpiones, se me reveló de golpe (con estruendo de armadura cayendo por una escalera) la cita apremiante con el guardián de los engranajes del encantamiento.
Más tarde, despertado por una calenda de relámpagos, criado y compinche del insomnio (ese granuja que se pasea en cueros por la catedral de nuestros buenos modales) me encaminé al callejón donde la luna construye una casa. Era indispensable no llamar a la puerta de humo ni tocar la campanilla de niebla con pulso de calavera de azúcar. Era inevitable meter los ladridos de los perros en un costal de marinero en tierra y esperar el instante preciso (que sabemos inexistente aunque la eternidad tenga otra opinión) y convertido en polen de mariposa, entrar finalmente por el ojo de la cerradura buscando el plop-plop de un grifo que gotea (contra su voluntad ciertamente) para pedirle consejo sobre los hábitos chamánicos del poeta, apenas el sol monte sus tiendas de campaña sobre las colinas (pliegues de un mantel verde limón mal tendido) de un mar fantasma.
Amaneció entonces en el recién estrenado camposanto de rayos y centellas. Alucinada como un trébol hallado entre las páginas de Nadja, la luz entró a la recámara del bardo (mentiría si dijera de puntillas) y con pinzas de herrero levantó una a una las sesenta y seis pestañas del minotauro de Río Loa. Lo que sucedió después (no estás para saberlo, lector de urracas en el desierto) sólo lo sabe la lavandera que hace un minuto desnudó la almohada de soñar mujeres sonámbulas caminando sobre la cuerda de un violín tocado (también hace un minuto) por un dios menor, energúmeno y tierno al que conviene tener (en toda ocasión, incluidos los días de fiesta) de nuestro lado.
DEMENCIA INCURABLE EN BLUE
Morí ahogado en el mar esmeralda de Cancún. ¿O era de un azul venusino? ¿O en mi ojo de recién bautizado por el esmalte de esas aguas me esperaba otra vida? Después de errar por el lecho marino, retorno al mundo canalla aferrado al pezón de la laguna de Bacalar. De mayor extrañeza que mi resurrección, me encuentro aquí, en el trópico maya, una vez más. Dispongo de una banda celeste –colores que mudan de ropa en mi pensamiento− y que procuro ordenar con el flautín de un ciego.
Puesto en esta demencia en blue, entreveo una sola estrategia de salvación: gritar. ¡El lenguaje me sirve de nada, sombra del pájaro de las cuatrocientas voces para vaciar mi incredulidad! Por ahora, en la ebriedad acuamarina de ese cielo caído de cabeza, mi preocupación capital ganará el oxígeno necesario para una aventura en mares sarracenos. Después, cumplida mi visita conyugal con la Xtabay, con los cofres atestados de almas tristes, regresaré a la vigilia del azul para solicitar mi conversión a la vida espiritual de un manatí.
DIURNO DE TLAQUEPAQUE
Para Ángeles Lanza y Antonio Gamoneda
1
Pensando albergar ese hilo de Ariadna que viene y va por mi habitación (con la ayuda de cierta álgebra o el verbo mercurial de un sátiro), transcribo paso a paso la caminata de seis amigos por los alrededores del mediodía. Algo de flama disoluta e insomne hay en ese cordel para cortarlo, en varios tramos del recorrido, y toparnos de golpe con un “armario lleno de sombra”. Casi siempre abrir una puerta después de escuchar un tañido de campana, marca los días presentes con un sello de ceniza de pretéritas batallas.
2
A través de la vida nómada del lenguaje, el gamo y la lanza se encuentran en el patio interior de una casa de piedra. Ahí, en esa emboscada de sol cayendo a plomo, las canciones del tequila son, contra toda imposibilidad, los caminos negados a las nieves en el Reino de León. En tanto, a mil años luz de aquí, con desdén y altanería de abismo metafísico, la muerte bruñe las vocales de una lengua deliberadamente casta y pobrísima.
3
Mientras reconstruyo la mesa servida en honor de la amistad (imaginería de un fogón de bergantín), desmedida en su lógica, la oscuridad me ofrece un escarabajo de oro acompañado de un consejo para los años bisiestos por venir: no esperes la cuarta vuelta del sol para extrañar el metal nocturno y radiante de las preguntas que te conducen a la mesa servida en honor de la amistad; allí abrevan las sombras del paraíso perdido, los caballitos del diablo y las nubes que un día dieron armas a los combates del amor.
4
(sobrevivientes de los incendios de José Clemente Orozco)
Y conversamos con el fuego aquel mediodía de Jalisco. Lo tocamos con el dedo cordial y nos sedujo con levantar un templo pagano en Tierra Santa. Le dimos todas nuestras monedas y nos devolvió una aldaba para tocar las puertas prohibidas. Lo aburrimos hablándole de la piedra filosofal cuando su deseo, tal vez, recreaba un coro de brujas en la hoguera nupcial. Cuando llegó la hora de partir y su pirotecnia no quería saber más de nosotros, le prometimos (como la última carta de nuestra salvación) una visita nocturna al mar.
5
Comieron, bebieron, conversaron. Los seis amigos abandonan la mesa; sus lugares son ocupados por seis sombras que continúan conjugando aquellos tres verbos, aunque sea de noche al otro lado de la noche o en una página aún por escribirse llueve azufre. Afuera aguarda el laberinto solar. En el camino de regreso hay un presentimiento de naves quemadas. Bajo la fronda de la pequeña inmortalidad de un laurel está, casi sin dejarse ver, la vida atenta de los amigos, un desfilar de calladas antorchas de retorno a su verbo original.
DIÁLOGOS DE LA CHOCA Y LA XTABAY TRANSCRITOS
POR LA MANO DE PIERRE CHODERLOS DE LACLOS
1
−Me gustaría hacerte el amor bajo una cascada, de noche, en el trópico fosfórico, cuando el jaguar sale a cazar estrellas fugaces en el ojo de jade de un cenote.
−Yo pensaba gozarnos, aquí y ahora mismo, en este plantío de cacao donde el sol, entre el follaje del palo mulato, se muere por espiarnos. ¿O será el jaguar mismo, regresando con nuestra piel cortada, hecha trizas por sus garras y colmillos, el que nos contempla inmóvil y agazapado entre el pastizal de pará?
2
−Anda, haz un intento por describirme tu orgasmo de hace unos minutos.
−Mmm… Algo como zapotes negros y maduros cayendo —de la rama más alta— sobre baldosas de mármol.
3
−Boca de caníbal, la tuya y la mía. Se olvida de todas las palabras, la muy perversa y ciega de toda sílaba, la muy insaciable de iras nupciales.
−Cuando no tiene bocado entre sus dientes, balbucea sonidos ininteligibles, de bestias cruzando un río de aguas turbulentas.
4
−Como en el poema de Villon, inclinada, entre mis piernas, bebes de mi coño añorando “morir de sed junto a la fuente”.
−O tal vez resucitar, amor mío; en ese manantial tuyo hay dátiles, reflejos de una estrella supernova y música de laúd.
5
—Como si fuera un manjar de dioses, niña mía, esas descargas de semen en mi boca se originan del régimen franciscano de mi amante: naranjas verdes, agua con piloncillo y carne de lagarto durante una luna. ¡Y nada más!
—¡Ese hombre venera tu placer! Lo he visto en su miseria caminar por el pueblo —trapos con huesos, nervadura tensa y ojeras de funerario—, acompañado de una sombra difusa y esquiva. ¡Pero qué sonrisa de obispo! Sabe, a cabalidad, que en casa lo aguarda, vestida con paños de Bruselas, una vampira mercurial con la cena servida y la alcoba oliendo a vetiver.
LA MASCOTA DEL ARTISTA CACHORRO
Mientras un surtidor riega nuestro jardín comunal,
mi perro —raza pug, pelaje arena, máscara de carbonero—
vuelve tras sus huellas, las de ayer y las del pasado diciembre,
rubricando muros y postes, muñecas y balones incrédulos,
penumbras y fantasmas, azucenas de amor y geranios de miedo.
Pues lo suyo es bautizar, otra vez, este planeta que se borra
tras cada salto de astronauta en la frontera del misterio.
¿Acaso su orina crepuscular muestra sus colmillos lunares
a los nombres de las cosas —esas hebras de sol o garfios de hielo—
que han perdido sus ovejas a la mitad de una corriente oscura?
Después de anegar la materia de sentidos, oculta su secreto
con sus patas traseras, ladra a los arcanos de la usura
y emprende sin filosofía la carrera de todo su alfabeto.
LA NOVIA DEL EMBALSAMADOR
Para retornar la sangre al lenguaje
nada como el amor.
Margaret Atwood
Con aire de filósofo caníbal
escribo con tu sangre unas líneas
en torno del dolor. ¿Comprometía
una parte de mi alma pendenciera
negando tu razón de novia muerta
entregada a la luz? ¿Quedaré solo
en el desierto malva del insomnio
enseñando modales a tus hienas?
Vuelvo a pensar tus huesos y la forma,
un tanto recelosa de tu sombra,
pegada a la pared y con tizones
en lugar de ojos. “¡Quiéreme, cortada
en canal, con tus óleos y nervios
diciendo ‘tal vez’ al ángel y al diablo!”
Eso pude decirte esta mañana,
a bocajarro y sin tartamudeos,
pero dorar la píldora me daba
una amorosa tregua de veneno,
recorriendo el amor en una balsa.
Guardo mis garfios tristes, mis tijeras
soldaderas, mi aguja cantarina
de cerrar el lenguaje de la herida,
el bisturí sonámbulo de tantas
noches de conversar con los demonios.
Es hora de partir y me dispongo
—flechado el corazón y los testículos—
a perderte a mitad del laberinto,
sacrificado el toro y el hilo roto.
Farawell, pichón con maquillaje
de alameda en domingo, conocida
de otras lágrimas, viudo de tu carne,
me deletreo y borro en cada sílaba
de aquel “himno gigante” y carnicero
que pude cantar pero estallé en llanto,
sin más, candil de un callejón de mala
nota que mengua, duda y se apaga.
DÍPTICO DEL FUMADOR
1
¿Tomará
ese bisturí funámbulo
la onza a ti debida
de mi bosque pulmonar
—anochecido en un abrir
y cerrar de ventana altas—
cuando las aves de pico sangriento
impongan su grito
en el deseo de prolongar
mi vaho en el espejo de la mañana?
2
De aquellas humaredas cómplices
me he quedado huérfano
y afónico. Algo meditabundo,
con gastos pagados, y en trance de fundar
una logia bizantina o de poner en ridículo
a la eternidad, a la niñez arcádica
y a la música de las esferas.
Después de incendiar
la ciudad amurallada,
prófugo de toda fe,
habré de tomar carrera
por una espesura íntima
y profana hacia una tierra donde,
recién ayer, inventaron la rueda.
Allá me aguarda
mi espíritu gemelo
—la hojarasca libertina
y polígama de tantos amaneceres—
conversando con una estrella
sobre el amor de las selvas vírgenes.

Ernesto Lumbreras. (Ahualulco de Mercado, 1966). Entre sus libros recientes de poesía se encuentran: Numerosas bandas (2010) y Tablas de restar (2017). En 1992 se hizo acreedor del Premio Poesía Aguascalientes por su libro Espuela para demorar el viaje (1992). En el rubro del ensayo publicó Oro líquido en cuenco de obsidiana. Oaxaca en la obra de Malcolm Lowry (2015, 2019) y La mano siniestra de J.C. Orozco (2015). En el 2020 obtuvo el Premio Mazatlán por Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921 (2019) y al año siguiente el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde. En el 2021 aparecieron dos nuevas colecciones de ensayos: El vidente amateur. Nociones elementales sobre la materia poética y De la inminente catástrofe. Seis pintores mexicanos y un fotógrafo de Colombia. En 2022 publicó la colección de relatos Ábaco de granizo (ERA) y Un relámpago bermejo. El Limbo de Dante en el Teatro Degollado (Typotaller).
Semblanza y fotografía proporcionadas por Ernesto Lumbreras
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