Cuento de Marosa Di Giorgio

 

 

   Cuando el Gran Tatú nació ya era grande. Tenía costras, bigotes y un miembro enorme que llevaba escondido y que cuidaba mucho. Era su joya. Se daba cuenta. Sus vecinos quisieron ponerle un pantalón, lentes, y él se negó. Darle un trago de anís, que no quiso.

 

   Lo sensato era buscar mujer. Eso sí que sí.

 

   Había varias. En sus ocultas recorridas, las veía. Iban de negro corte delantal dé plata.

 

   Tenían perfume a azahar porque se alimentaban casi sólo con naranjas.

 

   A ninguna se le dibujaba más. Como si fuesen mantos que caminasen.

 

   ¿A cuál pescar y gozar?

 

   El Tatú estaba inquieto. No se ádormía. Sus cáscaras velludas se dañaban un tanto al darse vuelta sobre la tierra de su cocina, ansiando a la que no lograba matar para sí. Pero no, que no estuviese muerta. Acaso después la devoraría. Se nutría de hierbas, pero estaba dispuesto a ser carnívoro. Cómo no. Y en eso descubrió a Hilda· ' primero le pareció que la llamaban "Elvia", pero no, era "Hilda".

 

   Su nombre, el suyo, Tatú, le pareció sonaba lúgubre. Las dos sílabas de madera Ta-tú. -Y bien, Hilda, te mondará un tatú. Aquí estoy. Yo soy -se dijo, como si ella también tuviera cáscaras. La casa de Elvia, de Hilda, era vieja. Vio la pared, gris, un poco triste, un poco sucia.

 

Adentro había más mujeres. La madre y hermanas de Hilda; ya no le interesaban. Sólo Hilda, a la que vio sentada atrás de una mata de flores nevadas, finitas, y adentro de su recta pollera de plata. Vio que Hilda bebía una naranja. El vinillo de la naranja le corría por la cara, la mareaba un poquito.

 

   Sobre la casa había una nube grande, nívea, ahora; dejaba en sombra todo lo de abajo.

 

   El novio de Hilda conversaba dentro.

 

   El tatú estaba arriba de un tronco. Parecía un pedazo de madera; esto le daba seguridad y tristeza. Tenía el manto rígido. Cara de anciano, angosta y lustrosa. El sexo como una draga. No se atrevía a llamarla. Nunca se habían mirado. Se decía: -¿Hasta cuándo? Me van a descubrir. Aquí mirando. Miro y vuelvo a mi cocina. Sólo mirando. No quería casarse con otra. Sólo con Hilda.

 

   Ésta tenía la cara redonda, blanca, afelpada, los ojos negros, un poco saltones, la boca colorada, por comía naranjas. Era lo único que sabía de ella. Aunque mirarla ya era disfrutar solo.

 

   Pero quería crucificarla.

 

   Tal vez no le viniese mal el trago de anís ahora. Y dar el asalto final.

 

   Se ilusionaba. Le parecía que Hilda lo conocía, que lo entreveía, que ahora lo estaba espiando. Pero si era así ¿cóm9 no venía a él? (Él no podía mostrarse) y se quitaba las lleras? ¿Qué habría debajo? La pollera parecía una tabla lisa, color aluminio de ollas, daba espanto.

 

   Le vio los pies chicos y desnudos y un poco gruesos.

 

   Se atrevió a dar un silbido, un leve "chist". Que ella no oyó. Contestó un pájaro.

 

   La noche se venía. La nube se había vuelto sombría.

 

   De las manos de Hilda partió la naranja vacía. ¿Iría a comer otra?

 

   En eso Hilda se agachó y orinó. Al Tatú se le erizaron las cáscaras y el vello que salpicaba.

 

   Vio que Hilda arrancaba flores blancas y las pasaba en ramos por su sexo. Le vio las piernas gruesas y netas. Y algo combas como si ya hubiesen albergado a varios.

 

   Se dirigió. Temblando se le dirigió.

 

   Pero, en ese mismo instante la casa se acallaba y se entreabría. Un señor salió. Alcanzó a ver con la luz de la noche que era joven y apuesto. Vio que era el novio de Hilda. Se acercó al rostro de ella. Dijo, fuerte, para que oyeran desde la casa: -Venga, señora Hilda, vamos a cortar naranjas.

 

   El tatú se metió en su sitio. Observaba como con gafas. Todo lo veía aumentado y brillante.

 

   La pareja trotó riendo, mirando un algo hacia la casa. La pareja se metió en un naranjo.

 

   Lo que aquellos habían dicho era cierto.

 

   Se le venían cerca. El novio decía: -Señora Hilda, nos casaremos. La vi orinar y afelparse con flores. Estoy con usted, querida señora. Sus hermanas están solas, no esté usted. La caso yo. Yo la cazo.

 

   Ella dijo con una voz de hilo que se fue haciendo obesa:  -Mis señoras hermanas, todas, ya tienen marido. Sola estoy yo.

 

   El novio pareció asombrado.

 

   -De noche las visitan. Yo lo veo.

 

   -Ah.

 

   El tatú y el novio escuchaban asombrados.

 

 

 

   La señora Hilda se entregó. No sabía bien cómo hacerlo. Topó al novio. Le mostró un seno, que sacó fugazmente y volvió a esconder en el vestido plateado y negro.

 

   El novio quedó rígido. Se dijo: -Esta diabla.

 

   Y para sí: -Esta Santa, aún sin marido.

 

   Pero empezó a temer.

 

   -Si ... cazáramos otra naranja.

 

   -No.

 

   -Bien.

 

   -¿Tiene miedo, señor? No aguardo más. Mi casamiento es hoy. Aquí.

 

   Las ramas por el viento se mecían de un modo raro como si no fuera por el viento.

 

   El novio vacilaba. Le parecía que no era el día todavía, no se animaba.

 

   Miró vagamente hacia el lado de la casa. La abrazó un poco, pero sin ser eficaz.

 

   Le dijo al azar: -¿Cómo está, ternera?

 

   -¿Cómo voy a estar?

 

   Pasaba el tiempo.

 

   Él, a ratos, decía: -Señora. Señora. Doña Hilda.

 

   Y era casi una súplica, como si le dijera: -Vístase ya. Otro día. Otra noche.

 

   Porque la señora Hilda estaba desnuda sobre su recta faldina de plata, los pies en el suelo carpían un poco como impacientándose, como si estuviese atada. Las flores blancas, livianas, que había por todos lados, le rayaban el rostro.

 

   La luna se metió por entre los ramos; viéronse el ombligo de ella, el de su nacimiento, las chicas tetas sin hijos, el virgo casi en la luz, bajo el pelo un poco brillante como si le hubiesen prendido llama. "¿Se estará quemando?", pensó el novio que un poco ya deliraba. Cuando la iba a abrazar, a engarzarla hasta el hígado (su hígado que sería floreado y quemante), alguien saltó a la pista. Estaba en cuatro, y se puso en dos pies.

 

    ¡Qué ser extraño! ¡Tan grande! ¡Tan chico! ¡Su cuerpo de piedra! ¡Sus ojos como una raya bajo las orejuelas! ¡Su manito!

 

   El novio apretó a la señora Hilda, que gimió contra él, que cantó, como si él le hubiese tocado la médula!

 

   -Retírese -decía el novio al otro-. Maldito. Retírese. Es mi señora. Ahora me posesionaré ¡ya! Salga. No quiero testigos. Lo mato. Retírese.

 

   El Tatú no se abría. No murmuraba. Apretaba la boca finita.. tremolaba adentro de la caja, chistaba, babeaba, peleando por Hilda. El novio sacó una navaja que parecía que no llevaba. Se la metió en el cuello, abajo de las cáscaras. La vista se oscureció al Tatú. Sangró su dura camisa. Pero aún volvió a ver. Era muy duro.

 

   La señora Hilda hizo una carcajada boba. Dijo: -El bicho ¿qué quería?

 

   El novio dijo: -Lo que vamos a hacer ahora. Quería lo mismo que usted y que yo, señora.

 

   Gozaron un poco. La señora Hilda se portaba bien, daba grititos sinceros, y él la picoteaba, lacerándola suavemente por doquier. Ella se quería quedar.

 

   Pero él estaba inquieto; miraba hacia las ramas; no podía serenarse y enloquecer y arder de verdad, no podía.

 

   En un momento dijo: -Despréndase, señora Hilda, despréndase ya. Yo me voy. Conmigo ya está. El otro tiene derecho, también.

 

 

 

 

 

Este relato fue tomado del libro Misales, Relatos Eróticos, publicado por Libros del Ciudadano LOM, Santiago, Chile, 1993.

 

Marosa Di Giorgio.Poeta uruguaya nacida en Salto. Descendiente de inmigrantes italianos y vascos, está considerada una de las voces más singulares de Latinoamérica. Debutó en 1954 con su libro Poemas. A éste siguieron Humo (1955), Druida (1959), Historial de las violetas (1965), Magnolia (1968), La guerra de los huertos (1971), Está en llamas el jardín natal (1975), todas ellas recopiladas bajo el título de Papeles Salvajes; Clavel y tenebrario (1979), La liebre de marzo (1981), Mesa de esmeralda (1985), La falena (1989), Membrillo de Lusana (1989) y Diamelas de Clementina Médici (2000). Ha publicado también los libros de relatos eróticos en prosa, Misales (1993) y Camino de las pedrerías (1997), así como Reina Amelia (1999), su primera y única novela. Lectora voraz, en sus poemas los objetos irradian una luz inquietante; los animales y las plantas son sujetos activos visitados por ángeles y duendes. Su obra extraña y personal, es un canto a la naturaleza y sus mutaciones y está repleta de figuras invisibles y mitológicas. Murió en Montevideo el 17 de agosto del 2004.

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