Relato de Jesús Vázquez Mendoza

 

 

“It is not down in any map; true places never are.”

Moby-Dick, Herman Melville

 

A Jesús Gardea quien, en un momento inverosímil de su existencia, formó parte de esta travesía.
In memoriam

 

Por una carretera que ondula sobre colinas nos adentramos sin titubeos en el atardecer, en el horizonte. Desde diferentes puntos estalla una densa espuma, de nubes gigantescas, que imperceptiblemente asciende, formando cúmulos que el sol tiñe de rojo. Más arriba, la luz llega desvaída hasta los cirros prolongando indefinidamente el arribo de la noche. Eso es todo. El esplendor celeste compensa en algo el tedio proveniente de una llanura que se repite incansablemente a sí misma.

          Por supuesto, nos dirigimos hacia el poniente. Somos siete y con mucha dificultad nos acomodamos en el auto. A veces apesta y hay un gordo que dormita acompañándose de sonoros ronquidos y espasmos que terminan en palabras ininteligibles. Sin importarle los de al lado, empieza a moverse. Cada vez que esto sucede se apodera de más espacio. ¡Pinche gordo! El que se sienta junto al que conduce es el único que parece conocerlo y sólo por eso no hemos decidido bajarlo a que continúe roncando en medio del llano.

          También en el asiento del frente, hay un tercero que ha estado consultando un mapa durante largo rato. Todos sabemos, hasta el gordo en sus ratos de semiconciencia, que la dirección correcta es el sur, pero el sistema de autopistas nos fuerza a seguir hacia el poniente. Aunque el tramo es más dilatado, parece más seguro. Al sur sólo van carreteras desiertas y un problema mecánico, que por los gorgoteos de la máquina me imagino no dista mucho en presentarse, sería desastroso en esas latitudes de puebluchos improbables. Así que hemos acordado seguir por donde vamos ya que no tardará en aparecer una autopista que permita el viraje.

 

 

*        *        *

         

                   

          Anoche nos hospedamos en el Frontier Motel y la noche anterior dormimos largamente en The Boondocks. Tal vez por eso, el gordo se mantiene despierto e inmóvil, pero su sorpresiva compostura no ha mejorado la situación ya que el lugar de los engorros lo ha tomado uno que llora. No hemos conseguido callarlo y el que conduce, como no lo conoce, no para de insultarlo. Ni cuando se reventó el radiador se ofreció a ayudar. A éste no lo bajamos de una buena vez porque todavía entre nosotros subsiste un poco de compasión, la cual no es suficiente para evitar que cada uno haya intentado acabar la chilladera con ocasionales sopapos que comienzan a repetirse con demasiada frecuencia. Hasta el gordo se atreve a maldecirlo y le promete tundas ejemplares cuando lleguemos a la próxima estación de gasolina.

          Nada. El llanto no cesa. Y ahora, la mayoría trata de no prestarle atención.

Lo inquietante es que llora sin en el menor asomo de vergüenza y cuando todos callamos, intentando con el silencio hacerlo recapacitar en lo ridículo de su lamento, los sollozos se nos van metiendo dentro, y las nubes y los horizontes parecen contagiarse de ese llanto que nos perturba, aún más, por su aparente falta de motivo.

          Me preocupa que ese idiota no se calle. O peor todavía, que, fastidiado, el gordo vuelva a dormirse. Y entonces si estaríamos de perlas: el hedor, el apretujamiento y el llanto. 

          Los más afectados parecen ser el que conduce y el del mapa. Lo comprendo, aunque sus métodos no mejoran en nada la situación. Los golpes y los insultos han creado un ambiente tenso entre nosotros.  

Hace apenas unos minutos, un ronco al que no le conocíamos bien la voz porque casi no había hablado, les advirtió, en tono amenazante, que ya lo dejaran. Acto seguido, piloto y guía le informaron con excesiva amabilidad (al pinche baboso) que él también se iría a bajar a consolarlo. Pero el ronco, les refrescó de inmediato la memoria recordándoles (a los animales amnésicos), quién era el que costeaba los gastos. Y eso iba para todos: el que volviera a tocar al pobre pendejo sería el primero en bajarse; y muy en particular el marrano apestoso al lado suyo quien no se libró de un sordo codazo en las pellas. La ira del ronco comenzaba a expandirse, pero el que se sienta entre los olvidadizos sacó oportunamente un frasco de whiskey. Hasta el llorón bebió un poco.

 

 

*        *        *

 

         

Por fin, anotado en algún lugar, el guía ha encontrado un punto de referencia. Pero en el viejo libro de mapas que consulta, aún no logra ubicar exactamente Panorama Village; sitio, donde supuestamente, se halla el viraje hacia el sur: una carretera segura, sin vigilancia ni retenes, que nos conducirá al término de la travesía.

El precario hallazgo, ha producido un vivaz ir y venir de ideas y conjeturas que por fortuna nos hace desentendernos de la necedad del plañidero. Un renovado ánimo se propaga dentro de la destartalada ranfla en que viajamos, a salvo (por el momento) y enfrascados en un parloteo que, sin llegar a la alegría, se torna optimista. Discutimos sin mucho orden, levantando la voz por sobre los rezongos del gordo y lo moqueos del llorón. No obstante, el punto de nuestro arribo se encuentra bien distante de las latitudes por las que transitamos, evadiendo encuentros desastrosos con la ley.

Se pone a consideración la posibilidad de olvidarnos de la tal Panorama Village y enfilarnos de una vez hacia el sur, decisión a la que enfáticamente se oponen piloto y guía. El primero, arguyendo que no debemos desviarnos del plan original y el segundo, prometiéndonos que el sitio preciso no se halla lejos. Según este último, no hay duda de su existencia ya que una ocasión él pasó, aunque de noche, por esa comarca. Lo cierto es que en el muy deteriorado volumen de mapas que posee, creo que difícilmente podrá localizar, entre las muchas hojas desgastadas y hechas jirones, Panorama Village.

Durante unos momentos hacemos una pausa involuntaria, tiempo suficiente para que las incomodidades de los últimos días se nos vuelvan a echar encima: la falta de espacio y los sollozos. Por el espejo retrovisor, el que conduce le suelta una mirada interrogante al ronco. Nadie se ha dado cuenta, pero el ronco asiente con un parpadeo casi imperceptible.

Se abre otro frasco de whiskey. El alboroto se reanuda y después de haber llegado a un acuerdo, las circunstancias parecen más definidas.

Sin embargo, pese a que transitando por el sistema de autopistas podemos pasar un tanto inadvertidos, seguimos desprotegidos, vulnerables a todas luces y con ganas de llegar adonde sea, pero ya. Muy a tiempo, avistamos una estación gasolina.

 

                                                 

*        *        *

 

          Como si estuviera a punto de estallar, en cuanto para, todos salimos precipitadamente de la ranfla a ganar espacio, a estirar las piernas entumecidas. Sólo el gordo tarda un poco más en salir. El ‘lastimero’ duda; ya nadie le presta atención y el único que se muestra amable con él es el que trae las botellas de whiskey, pacientemente le sugiere que salga a que le dé un poco el aire.

Cada quien se ocupa de lo suyo. Unos se llevan las manos a los bolsillos como para comprobar que los escasos fondos no se han esfumado, otro llena el tanque de gasolina, aquellos le echan un vistazo a los insustanciales alrededores, los menos, compran alguna cosa para engañar el hambre y todos visitamos los sanitarios. Es como si así lo hubiésemos convenido: nos distraemos en actividades insignificantes tratando de retardar lo más posible la vuelta al auto. Nadie se da prisa. De hecho, no tenemos prisa. Debemos llegar a un sitio determinado y eso es todo. El ‘cuándo’ resulta secundario, lo que importa es ‘dónde’ y ‘cómo’. Cada quien saca sus conclusiones, tiene planes definidos, pero eso no se comparte con los otros.

Durante todo el viaje nos hemos mantenido herméticos, en silencio. Solamente el whiskey ha logrado que las tensiones se aflojen un poco para hablar de la ruta, no más. Nadie confía mucho en el otro. Empero, no deja de ser un tanto extraño que, sin darnos prisa, todos quisiéramos que la travesía acabara lo más pronto posible. Aunque las pausas como ésta, las juzgamos muy necesarias, son un descanso después de noches en las que ya no contamos con el lujo de un hotel.

 

 

*        *        *

 

 

El recorrido se ha venido alargando y nadie lo ha comentado, pero muy probablemente ya hayamos estado aquí antes. El entorno resulta muy familiar. Hasta los empleados de la estación parecen reconocernos. Y, a mi juicio, ya nos miran con algo de recelo. Sin proponérnoslo, hemos comenzado a viajar en círculos: el trayecto tiende a repetirse y tanto piloto como guía sienten el apremio de los otros. Quizá sea por ese continuo aplazamiento en el que nos mantenemos que el ronco haya decidido restringir los fondos.

 

 

*        *        *

 

 

          El acomodo ha variado. Hay más espacio y vamos en absoluto silencio; un tanto adormecidos por el constante balanceo que produce la débil suspensión del auto. Definitivamente, ya no tenemos casi nada de qué hablar o qué comentar; a no ser que a alguien le interese exteriorizar ese sentimiento de culpa que, creo, compartimos, pero del cual no nos ocupamos porque la comodidad resulta más importante. Ninguno volvió la vista a la estación de gasolina, ni dijo nada cuando abandonamos los estorbos que hacían nuestro éxodo aún más deplorable. Creo que sólo yo reparé, unos segundos, mientras nos escabullíamos velozmente, en la mirada interrogante y angustiada del gordo que desde lejos parecía preguntar: “¿y a mí, por qué me dejan?”. Pero del que lloraba, ni sus luces, ya no lo volví a ver después de que bajó del coche.

Tras la expulsión, el conductor quiso iniciar una charla trivial de tono festivo, pero el ronco le ordenó tajante que se callara. Lo mejor que podía hacer era concentrarse en manejar sin cometer errores y punto. También lo instó a que parara lo antes posible en la orilla sin apagar el motor. Tan pronto como hubo detenido el coche sobre el arcén de la autopista, el ronco le arrebató el libro de mapas al guía pasándose al asiento del frente. Sin chistar, el destituido tomó el lugar donde venía el ronco. Y es que cuando el ronco habla, no cabe la menor duda quién toma las decisiones. Aparte de que intimida con su grueso timbre de voz, aun cuando su físico, bajo y delgado, no tenga nada de imponente. El gordo lo hubiera hecho trizas con sólo echársele encima después de los codazos.

 

 

*        *        *

 

 

De los que quedamos en el auto, todos se conocen bien entre sí, salvo yo, que no conocía a nadie antes del viaje, aunque todos, aparentemente, me conocen desde hace tiempo. El caso es que ignoro la naturaleza de sus relaciones y conforme han ido pasando los días, una creciente impresión de extrañeza se va apoderando de mí. Esta sensación me mantiene aislado tras un mutismo que sólo se rompe para emitir algún monosílabo hueco. Pero mi actitud no parece llamarle la atención a nadie ya que todos evitan el diálogo, sobre todo cuando nos encontramos en lugares públicos. En realidad, nos hallamos cada vez más hartos de tanta vuelta sin sentido, de ser presas de un objetivo absurdo. Parecería que nos hemos quedado vacíos, inexplicablemente solos, tratando de evadir una acechanza sin rostro.

Hace apenas unas horas, el que se había desempeñado como guía desapareció en una de las tantas paradas, llevándose consigo el inservible libro de mapas. Al advertir su ausencia, el ronco ensayó una más de sus muecas sardónicas. Ya había comprado un compendio que incluye todas las carreteras y rutas posibles de la geografía que transitamos. De hecho, el país entero puede consultarse en sus páginas lustrosas.

Mientras los otros dormitan o ven pasar sin entusiasmo alguno las mutaciones del paisaje, el ronco escruta, una a una, las hojas del atlas. En ocasiones mueve la cabeza en sentido negativo o gesticula tratando de comunicarnos su incredulidad ante la estupidez del que fuera nuestro guía. Para orientarnos en la madeja que hemos trazado por el sistema de autopistas, se ha pasado un buen rato tratando de reconstruir la totalidad del viaje.

Gran parte de los cambios en la travesía nos ha pasado inadvertida porque el clima varía poco. Hace calor en todas partes. Hemos ido viajando durante la canícula, y quizá por esta razón nos desentendimos de las transformaciones del terreno. Hemos atravesado desiertos, bosques, llanos, montañas; y todo para evitar las carreteras secundarias donde sólo tendría lugar lo impredecible. Sin embargo y a pesar de nuestros temores, el peligro de un desafortunado encuentro con la ley ha estado bien distante, ya que el conductor es un maestro consumado de la evasión. Cuando percibe la presencia de alguna patrulla, muda de carril, acelera, desacelera, para, intercambia autopistas, se mete en áreas de descanso poco visibles, opta por una entrada más en cualquier estación de gasolina. Pero esto complica doblemente la ubicación del lugar que buscamos y no parece disparatado suponer que, estando ya cerca de Panorama Village, la necesidad de tomar un atajo nos haya desviado. Además, otra duda se ha venido avivando tras la súbita desaparición del que fuera nuestro guía; una duda que por fin encuentra eco en la voz del ronco. Resulta muy probable que el tipejo nos haya estado engañando por algún motivo oculto y que, la tal Panorama Village ya no exista (no aparece en el índice del atlas); o que el muy imbécil haya decidido esfumarse justo al encontrarnos cerca del lugar y no haya querido comunicárnoslo como revancha por su destitución. Otra posibilidad, la más viable según el piloto, es que se haya hartado de todo este asunto. Y una más: que simplemente haya decidido continuar solo la aventura, si es que a esto se le puede llamar así. Las conclusiones del piloto no parecen tener mucho sentido, ya que los tenues vínculos que nos unen se basan en la interdependencia. Solo, ninguno tendría la oportunidad real de lograr el objetivo.

De cualquier forma, el ronco ya no se traga nada y duda de que por fuerza precisemos llegar a Panorama Village. Opina que, seguro, existe otro lugar, o lugares, donde virar hacia el sur con los mismos resultados. Porque, y ahora todos reparamos en ello, ¿quién había sido el que propuso Panorama Village? ¿Cómo es que el nombre ése llegó hasta nosotros como garantía de un camino fiable en nuestra ruta? El del whiskey dice que no recuerda a nadie en particular, pero que es algo en lo que todos estuvimos de acuerdo desde el principio. El conductor agrega que, en cierta forma, todos lo sabíamos de antemano. Y el ronco duda otra vez. ¿Quién en realidad lo sabía? ¿el gordo? ¿el que lloraba? ¿el del mapa? Probablemente este último y nadie lo puso en tela de juicio porque suponíamos que era de todos conocido.

Así pues, ahora contamos con una sola certeza: por estos lugares, para nosotros, no hay nada claro y firme. Y aun si se considera la remota posibilidad de que exista, Panorama Village no está siquiera registrada en el mapa como atracción turística, ni tampoco como pueblo fantasma. Por otro lado, el que maneja le recuerda al ronco que no era precisamente un poblado bajo ese nombre lo que buscaba el del mapa, sino la localidad donde se halla enclavada. ¿Qué carajo es entonces Panorama Village? Se desespera el ronco. Es tan sólo una marca, una señal, una vía de acceso supuestamente segura. Tal vez una avenida o una colonia dentro de un poblado, ensaya como respuesta el conductor. Dicho lo cual, de nuevo a sacar conclusiones.

El guía se llevó consigo el nombre del pueblo, ciudad o donde sea que se encuentre Panorama Village, y por ello resulta casi seguro que nos haya estado engañando. ¿Con qué fin? Si es que se trataba de un engaño, ya no podremos averiguarlo. Ahora, si en verdad existe, quizá sólo con la ayuda de un localizador satelital, del cual evidentemente carecemos, podríamos encontrar el sitio exacto. Por otra parte, cabría conjeturar que el gordo y el llorón supieran también el nombre, aunque esos dos eran más bien fardos que llevábamos cargando. Y entre todo lo raro que hay en nuestra tentativa, se halla el cómo se coló entre nosotros el llorón; a ése sí, nadie lo conocía. Y de esta suerte, podríamos seguir recapitulando los detalles extraños que hemos notado durante el viaje y continuar exponiendo deducciones que no nos conducirán a nada. Nos encontramos más confundidos que antes y la única evidencia es que no debimos habernos entregado al mutismo que, ya fuera por orgullo injustificado o por agresión silenciosa, nos ha costado girar en círculos sin sentido días y días, por millas y millas. No creo que ninguno de nosotros hubiese imaginado que el camino de regreso iría a resultar tan dilatado y complejo.

Mientras cae la tarde, llegamos a una solución definitiva. Intentaremos rastrear por última vez Panorama Village durante unas horas más. En caso de no obtener un resultado positivo, después de la siguiente parada, a la primera oportunidad, viraremos hacia el sur.

                                                 

 

*        *        *

 

 

Ha llovido un poco y el calor opresivo va cediendo conforme la noche avanza.

Del restaurante ubicado junto a la estación de gasolina, surge una luz blanca e intensa que se difunde lentamente sobre el pavimento húmedo. Una flecha amarilla de neón en espiral nos señala la zona exacta donde se ofrecen las delicias de la carretera: humburgers, ice cream cakes, barbecues, chicken baskets.

En el local se percibe un ir y venir calmo, invariable. Apenas se intuyen breves intercambios de palabras que se pierden en el incesante ruido de neumáticos que viene de la carretera. Nadie habla más de lo absolutamente necesario. Pese a nuestra agitación, no nos atrevemos a alterar el orden que prevalece en el establecimiento. Un aseo esmerado se nota desde la entrada. Hasta podría decirse que el restaurante, sin llegar al lujo, ostenta una calidad muy superior a lo acostumbrado en este tipo de sitios.

Traemos hambre de días, acumulada. Rápidamente encontramos mesa junto a uno de los ventanales. Desde aquí puede observarse gran parte del vasto centro para viajeros. Hemos escogido un lugar un tanto separado del resto para que nuestra plática, en idioma extranjero, no llame la atención. Aunque me parece que aquí dicha reserva resulta innecesaria; pero, nunca se sabe.

Mientras cenamos, con cierto dejo melancólico, alguien comenta que todo sería tan simple si el viraje fuese en sentido opuesto. Hacia el norte, no tendríamos que andar escabulléndonos. Lo cual resulta falso; en cualquier dirección no hallamos expuestos. El ronco está a punto de soltar uno más de sus sarcasmos, pero alcanzo a atajarlo con una mueca de fastidio. Su talante ha acabado por causarme irritación y él se da cuenta. Claro, lo que acaba de afirmarse es más que erróneo, pero no podemos continuar con esta ridícula tensión entre nosotros. Con ella no hemos conseguido nada. Y la decisión, así sea por unas horas, la hemos venido postergando. No obstante, después de saciar el hambre, todo pasa a un segundo término, sí bien por muy corto tiempo. Además, alguien subraya que ya se acordó que, después de esta parada, nos enfilaremos hacia el sur. ¿O seguiremos explorando?

Cavilando acerca de nuestras opciones, nos sorprende otra ola de regocijo (una más). Se trata literalmente de una “ola”, repentina e inexplicable, cuyo impacto semeja una bocanada de aire fresco.

No sé si este acceso impensado de alegría, o algún otro móvil escondido en la noche, sea lo que me hace sonreír con todos los dientes, esbozando un gesto ajeno a la situación. Y así permanezco sin que mis acompañantes de mesa y viaje lo atestigüen o, por lo menos, se den cuenta. Yo sigo irradiando esa sonrisa casi ridícula, dirigiéndola a la gente que va de paso: troqueros, viajantes y turistas que abarrotan la superestación de gasolina.

Como me hallo sentado junto al ventanal, cualquiera que pase, con sólo alzar un poco la vista podrá verme allí, sosteniendo mi sonrisa inalterable, con todos los dientes. Me imagino que, a los que me miran, les pareceré una especie de cuadro colgado con la imagen de un tipo que sonríe entre parpadeantes neones anunciando algo. De pronto siento un ligero golpe en las costillas. Es señal de que nos vamos. Desde afuera la gente me mira con indiferencia o apenas se fija en mí; y sin embargo, algunos me devuelven la sonrisa.

La mesa ha quedado despoblada, todos se dirigen a la ranfla. Pero yo no me puedo mover; o mejor dicho, no intento moverme. Los observo salir por el corredor alumbrado donde se encuentran las bombas de la gasolina. El ronco se vuelve, interrogándome, con los brazos abiertos. Desde el centro de la zona alumbrada, me insta impaciente a que me les una.

Yo continúo fijo en mi sonrisa e intento levantarme, pero no logro modificar mi postura, y no porque me haya ganado la parálisis, sino porque no me decido entre darle un último sorbo al café, o terminar de una buena vez con el visaje sonriente que ya me cansa un poco los músculos faciales; aunque no me importa seguir sonriendo y así podría pasar el resto de la noche.

Mientras tanto, evoco otra imagen. Me veo una vez más dentro del carro yendo y viniendo por las interestatales, presa de un temor indefinido. Experimento esa angustia que me invade en el asiento trasero del carro, donde me he acomodado durante todo el viaje. Mi respiración se agita pero no me muevo, ni mi sonrisa cambia. No me seduce la idea de reanudar la búsqueda de una ubicación desconocida, ir tras un objetivo poco probable. Porque dudo que hallemos el lugar ése que andamos rastreando, al menos no por estos rumbos, así todos abriguemos la esperanza de que exista. Eso nos hemos empeñado en creer.

El ronco voltea una vez más para averiguar mis intenciones, ¿voy o no? Me siento muy pesado, pesadísimo. Si no me levanto ahora, acabarán por dejarme aquí, en un paraje desconocido y yo, pese a mi recelo, necesito continuar con ellos. Hago un esfuerzo más por levantarme del mullido asiento. El ronco, un poco más lejos, me hace una última seña con la mano para que me una al grupo y suba al auto. Sin perder la sonrisa que sigue colgada del ventanal, intento darle el último sorbo al café, pero en lugar de ello, mi vista se desliza por los reflejos que se tienden sobre el pavimento mojado hasta llegar al carro. Juzgo que pueden esperar unos instantes más. Si no, ya pasarán otros que, como éstos, estén dispuestos a llevarme. También entre ellos habrá un ronco, un gordo, un llorón y demás compañía. Y seguramente andarán en busca de un sitio llamado Panorama Village.

 

Jesús Vázquez Mendoza. Tiene un doctorado en filosofía y letras por la Universidad de Kansas.
Ha impartido clases en diversas universidades de los Estados Unidos, entre ellas:
1.    La Universidad de Texas en El Paso
2.    La Universidad de Kansas
3.    Y Rice University
Su labor de investigación académica le ha llevado a instituciones como la Cineteca Nacional, el Instituto Mexicano de Cinematografía, la Filmoteca de la UNAM, la Universidad de Texas en Austin y la Universidad de Oxford
Asimismo, ha presentado ponencias sobre literatura y cultura popular, en congresos como la MLA (Chicago, San Luis, Minneapolis); la Universidad de Tulane en Nueva Orleans, la Universidad de Nebraska, etc.
En 2000 lleva a cabo un cambio de carrera, dejando la docencia por los medios de comunicación, en los cuales ha trabajado en:
1.    Hispanic Broadcasting Corporation Interactive, Univision Radio, Telemundo, ESPN
2.    Su gestión como gerente de sitios de Internet, tuvo como resultado la introducción de páginas web y redes sociales en ciudades como El Paso, Phoenix, Las Vegas, McAllen, Dallas, Houston, Chicago
3.    También se ha desempeñado en la locución y dirección de programas de radio en el área de Houston, Chicago y Albuquerque
4.    Ha sido productor de contenido en español para el portal MSNBC
5.    Dirigió la publicación mensual de Univisión Radio en Albuquerque: Radiovista
Su obra de creación literaria ha aparecido en revistas y antologías
Tiene dos libros publicados: Ráfagas y La huella del gnomon (que hoy presentamos)
Actualmente se encuentra trabajando en un libro de relatos, otro poemario y una exhibición de fotografía y texto

 


Semblanza y fotografía proporcionadas por Jesús Vázquez.

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Comentarios: 1
  • #1

    Martha Cervantes (miércoles, 25 enero 2023 08:52)

    Genial, simplemente me llevó sin proponérmelo hacia una analogía con nuestro paso por la vida y las personas que se cruzan en ella. No la de tifus por supuesto! Pero hay tanta gente que nace y muere así, en un “carro” con gente que no conoce o decide por ella y embarcada en un viaje que por más vueltas que dé, solo terminará con la muerte.
    Gracias por tan bella narrativa.