El sueño de la tierra. Jean-Michel Maulpoix.

 

El sueño de la tierra

 

 

 

Las palabras, los gestos: nunca terminaré de comprenderlos del todo, salvo el pernil de cerdo, el trozo de queso brie, la botella de vino tinto y el postre de chocolate que le compraba cerca de la estación de Asnières, al baja del tren, cuando iba a dormir a casa. Semana tras semana, nuestro banquete de reyes, pero su porción era cada vez más exigua, ya que temía no poder conciliar el sueño si comía demasiado…

 

    Dejé que partiera, pero ¿se puede acaso retener a la fuerza a quien ya no soporta el no poder hacer nada, a quien está agotado por el propio cansancio, ansiando dejar de ser una carga para los demás?

 

    Mi padre, mi pobre padre, tendido ahí, en esa caja de madera, condenado a la podredumbre y al olvido.

 

    En el álbum de fotos que estoy repasando hay algo que nunca se ve, algo que todos miramos y gracias a los cual existimos: el ojo invisible del fotógrafo.

 

 

 

*

 

 

 

Poco a poco, fui observando su paso más errático, el cuerpo más lento y pesado, como si ya sufriese el peso de la tierra.

 

    Todavía me quedaba mucho por aprender de su paciencia inmemorial, pero se marchó tan bruscamente que sólo me dejó su inquietud.

 

    Dolor: el plato de plástico azul en el cual él comía solo, sobre la mesa de fórmica roja de la cocina.

 

    Como él solía decir: “a partir de cierta edad, los problemas de tuberías se vuelven preponderantes”.

 

    Dolor, al pensar en su tristeza: recóndita, infranqueable.

 

    Mi propio velo de pena se adelgaza ante el suyo, siempre a punto de rasgarse.

 

    Ya nunca podré saber cuál fue su última mirada, cuáles las últimas palabras, tampoco habrá un último beso en la mejilla antes de partir, porque una mañana la puerta se cerró, y encontré la casa vacía y sola.

 

*

 

 

 

Conservo en mi bolso ese pañuelito de algodón con cuadros grises y blancos y lágrimas ya secas.

 

    Desde entonces, cuando me levanto cada mañana, vuelvo a recordar, mientras hojeo la prensa, que él ya no está.

 

    Una semilla negra germina en mi mente, y a veces siento que sus huesos se mueven en la tierra de mi propio cuerpo. Y pienso en el punzante estribillo del Moisés de Alfred de Vigny:

 

 

 

¡Déjenme dormir el sueño de la tierra!

 

 

 

    La tierra de pasto y flores que ahora contemplo con estupor. Ya saben bien por qué, sería inútil explicarlo. Bastaría con que cada uno se inclinase y arañase el suelo.

 

    Algo más: me doy cuenta de que ya no será posible complacerlo con un nuevo libro, un nuevo artículo, uno de esos triunfos insignificantes que hacen que los padres se sientan orgullosos de sus hijos.

 

 

 

*

 

 

 

Las lágrimas más claras ya no fluyen, se quedan pegadas a la superficie del ojo, como grandes lupas muy raras: lupas de finitud y de pesar, lupas que permiten distinguir cómo el dolor carcome con el tiempo nuestros afectos.

 

    La daga penetra hasta el fondo, no existe amor humano ni mano amistosa que pueda resistir el ataque.

 

    Y yo me pregunto: ¿adónde va a residir el alma cuando abandona el cuerpo? ¿A qué ratonera? ¿Detrás del armario, en el piano, bajo la alfombra? A cuatro patas la busco, como un animal que aún cree poder atrapar a su presa. Y hasta en mi boca imagino ese hálito que no sé si es de vida o de viento.

 

 

 

*

 

Perpetuamente ridícula, aquella vieja fábula del poeta que descendió al reino de los muertos para buscar la sombra amada. No hay canto que salve; sólo palabras en nuestro mundo: la memoria de los que se van y el alivio de los que se quedan.

 

    Densa es la noche que se avecina; largo el camino que se pierde en los bosques negros; cada uno debe prepararse para ello.

 

    En el espejo, a veces, veo la cara de mi padre, su cansancio. En mis gestos, sus gestos; en mis espaldas su camisa de lana a cuadros, hecha para los hombres del bosque, para los perseguidores de lobos y para los viudos. Tejido por manos invisibles, un crespón de arrugas cayó sobre mi rostro. Ya no pertenezco a este mundo.

 

 

 

 

 

 

 

Extraído de MAULPOIX, JEAN MICHEL, La golondrina roja, Traducción de Omar Emilio Spósito, Editorial Huesos de jibia, Buenos Aires, 2021.

 

 

 

JEAN-MICHEL MAULPOIX (Montbéliard, Borgoña, Francia, 1952) es poeta, docente, crítico literario y director de la revista de literatura Le Nouveau Recueil.

 

Autor prolífico, con una amplia y reconocida trayectoria en Francia, en 1987 obtuvo el prestigioso “Premio Max-Jacob”.

 

En poesía ha publicado cerca de una veintena de títulos, además de otras obras misceláneas en donde la reflexión lírica se combina con el apunte biográfico, y en donde la prosa dialoga fluidamente con la economía del poema. La golondrina roja es el primer libro del autor que se publica en español.

 

 

 

Semblanza y fotografía proporcionadas por Jean-Michel Maulpoix.

 

 

 

 

Omar Emilio Spósito. Nacido en la ciudad de Buenos Aires, reside desde hace muchos años en Francia, donde se desempeña como docente universitario. Su obra poética comprende, entre otros, los siguientes títulos: Poemas 1980-1987; Paredes; Poemas al vacío (en colaboración con Jorge Duarte Sarquis); Nubes; y Pase lo que pase. Es también autor del libro de cuentos El libro de la vida. Ha traducido del francés al español a autores como Jean Muzi, y del español al francés a Hugo Herrera y Jacobo Fijman, entre otros.

 

 

 

Semblanza y fotografías proporcionadas por Omar Emilio Spósito.

 

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