Poesía de Jozé Lezama Lima

 

 

 

 

 

I

 

El número I en las Tablas del Tarot:

 

el prestidigitador, el farsante.

 

Oye los aplausos enguantados y la respiración retrocediendo,

 

las paticas del micro arañando el jarro

 

por debajo de la mesa de granadillo,

 

pic pic pic, pero la distancia borra el sonido.

 

Si no lo escuchan con asombro, la maruga será una colada de plomo,

 

pero es el asombro sonriente, la carcajada entre el polvo

 

de la plaza, como moscas nacidas del carrillón.

 

¿Quién respira? pero el aguador mira al melonero

 

y se sonríen, tendrán que esperar el final que rubrica la mentira.

 

Es la mentirilla en la flauta agrietada,

 

la que rompe el escalamiento numerado

 

De la camella, el jinete y el turbante,

 

o la voz cejijunta que dictó que un pañuelo indiano

 

no pueda parir un gallito con un perejil en el pico,

 

cuando un pañuelo abierto reproduce toda la cara de la luna,

 

la inmóvil palidez y todos los murales del infierno.

 

 

 

II

 

Avanzan conmigo hacia el árbol del pan

 

y nos aprieta la noche claveteada.

 

Los clavos de oro con el ajo del desierto.

 

Los amigos buscando la ciudad amistosa,

 

detrás del espejo de los árboles que impiden crecimiento

 

secreto, el dátil como un murciélago en la luna.

 

Cada árbol se aprieta con la secesión de los árboles

 

y el tonelete verde rueda por la hojosa canal.

 

Recuéstate, última pregunta de la sangre inmunda

 

y cuéntanos las estrellas del vaivén prometido.

 

Es un aullido, un pedazo arrugado

 

de terciopelo que entona como los rollos de una pianola.

 

 

 

III

 

Sobre nuestra cabeza el anillo de los pájaros azules.

 

Y cada evidencia una forma de maldición,

 

graznando, extendiendo el ala sobre el acantilado,

 

las formas banales del suspiro y las mediciones del tiempo.

 

Los sacos de arena avanzando, el carrillón de aquí

 

hasta la medianoche, dos tajos silenciosos.

 

Bajando, y la escalera con la primera puerta,

 

y la oscuridad saltando como un rodeo con una campanilla.

 

Pero a veces la oscuridad se escinde,

 

las órdenes galopando tropiezan con la primera puerta

 

y adormecidos peinamos el candelabro como los pájaros azules.

 

 

 

IV

 

Dime, pregúntame, susurra, di la brisa.

 

Se acerca su inconfundible:

 

¿qué has hecho en la mañana?

 

Mi cara cerrada en el centro de lo lívido,

 

y entonces ¿cómo estás del pecho?

 

¿Has tenido algún disgusto en el trabajo?

 

Te preocupas mucho, recuérdate de tu padre

 

que se murió tan joven,

 

ésas son las cosas que tienen importancia,

 

lo demás es pasajero, lo demás es poco,

 

muy poco, ¡tan poco!

 

¿Cómo comprender, entonces, la infinita numeración de la muerte?

 

Cómo ella se pega al pez de cabeza resbalante,

 

a lo que se escapó antes de que el pañuelo se abriese.

 

El momento en que llega la muerte a la amistad,

 

aunque la amistad sigue su incesante caminata,

 

pero al llegar a la esquina una frase es de la muerte,

 

al discutir una palabra silbó la flecha de la muerte.

 

Cada uno de los amigos se queda en su casa con la muerte.

 

¿Y el amor? La manera de repasar una garganta

 

con los dientes o con la saliva fría que no dice

 

y se extiende como la astilla morada de las ruinas.

 

Cuando el día comienza con el amanecer de las abejas

 

o la noche se extiende para morder el mantel del mediodía,

 

es la mitad amistosa, la mitad y la sombra del amor,

 

los días suenan incompletos, las nubes sin sabor.

 

Pero un día la muerte recobra el absoluto de su oleaje,

 

y su ola lenta reina en la extensión de nuestra espalda,

 

entonces comprendemos que la amistad estaba muerta y el amor extinguía.

 

 

 

V

 

Pero hay una envoltura superior

 

a nuestra decisión y a la palabra,

 

amistad y amor se quedan inmóviles

 

como el jabalí acorralado

 

antes de la primera mordida.

 

Las palabras amistad y amor

 

se han quedado como dos armadillos,

 

se miran debajo de su corteza estelar

 

y esperan la envoltura que los recoja

 

y los lleve a una graciosa

 

pista de patines,

 

donde los de la chaqueta de seda blanca

 

bailan con los de pantalón de pana negra.

 

Pero todo desaparece en el crescendo

 

de una cabalgata que es la envoltura estelar,

 

tiene de la lluvia que desciende

 

y el vapor de la tierra que asciende

 

sin ojos conocidos.

 

La envoltura que nos ve

 

y nos aprisiona.

 

Tampoco nosotros la vemos

 

y nos lleva en coche cerrado.

 

Es el antifaz

 

que vuela como una mariposa,

 

y donde colocamos nuestros nuevos ojos

 

de animal carbunclo.

 

La envoltura nos lleva cerca de un árbol

 

y el árbol comienza en nosotros sus carcajadas,

 

poemas no publicados en libros

 

mientras pasa el jabalí puliendo los muslos sagrados

 

y el armadillo sonriendo los nuevos patines.

 

 

VI

 

Dichoso voy entre tinieblas

 

que así desatan el árbol,

 

que preguntan entre anillos

 

el lento sabor del agua.

 

Nadando voy por lo oscuro,

 

abren valvas los moluscos

 

en la noche acariciados,

 

sin manos que reconozcan

 

la ronda del carboncillo sin nombre.

 

Las dos puertas del espejo,

 

una, tiene la voz tapada,

 

que huye a la casa en la playa,

 

escudo y techo de arena,

 

que va destruyendo el rostro.

 

La otra puerta sonando, sonando,

 

sopla llamas al espejo,

 

voltereta de la noche, juglar

 

con un pisapapeles inmenso,

 

sale en la noche por la corteza

 

de los árboles quemados.

 

Dichoso toco lo oscuro,

 

cerrazón de la invención de la casa,

 

cada capítulo es hoja

 

de un árbol que cabecea

 

en la nocturna playa,

 

donde sólo se oyen cantos

 

que ahuyentan

 

a los músicos absortos.

 

Ataco huyendo,

 

retrocedo para clavar

 

a la noche sin métrica

 

cabellera sin estrellas

 

semejantes a la evaporación de los rostros.

 

Dichoso voy en la niebla,

 

avanza caballo blanco.

 

Voy huyendo y traigo la noche

 

con la cabeza inclinada.

 

  

 

 

 

Poema tomado de Poesía Completa, José Lezama Lima, publicado por Letras Cubanas, 1985, La Habana, Cuba

 

José Lezama Lima. Nace el 19 de diciembre de 1910 en el Campamento de Columbia, en las proximidades de La Habana, donde su padre era coronel. Ya en la capital, participa en los alzamientos estudiantiles contra la dictadura de Machado y se matricula en Derecho. Desde 1929 hasta su muerte, vivirá primero con su anciana madre y, más tarde, con su esposa en una casa de la parte vieja de la ciudad, tolerado a duras penas por el régimen, y sólo abandonará la isla durante dos breves estancias en México y Jamaica. Poeta, ensayista y novelista, patriarca invisible de las letras cubanas, desde 1944 hasta 1957. Fundó la revista Verbum y estuvo al frente de Orígenes, la más importante de las revistas cubanas de literatura. Obeso y asmático desde la infancia, muere el 9 de agosto de 1976.

 

 

 

Semblanza tomada de Ediciones Era. 

 

Fotografía tomada de la página QueensLatino.

 

 

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