Ensayo: Charles Baudelaire por Armando González Torres

Emblema, intérprete, provocador, casi inventor y víctima, también, de esa entelequia denominada modernidad, Charles Baudelaire (1821-1867) es el poeta más lúcido y desgarrado de su época. Con un libro mutilado por la censura, Las flores del mal, inauguró la modernidad poética, con su avezado gusto abrió nuevos horizontes a las artes plásticas y sus intuiciones y agudo sentimiento del tiempo aún son usufructuadas, y a veces tergiversadas, por numerosos filósofos sociólogos y críticos de la cultura.  Como poeta, Baudelaire, generó una revolución en el tono y su inspiración es profana, mundana, en ocasiones prosaica y, al final de cuentas, concreta y apegada a la experiencia. En la poesía de Baudelaire se mezclan el hedonismo, la crítica social, el rencor, la profecía estética, el ansia mística, la tentación blasfema y, sobre todo, la compasión extensiva por el prójimo sufriente. Por eso, si el lector se concentra en un poema como “El albatros”, esas estrofas, que se duelen ante la imagen de una gigantesca ave atormentada y humillada por marineros, no van a descubrir al artífice de la lengua francesa o al subversivo precursor del gusto moderno, sino al poeta de la compasión más amplia y elemental hacia los seres vivos.

El albatros

Como un juego, a menudo en los barcos he visto

cómo cazan albatros, grandes aves marinas

que son como indolentes compañeros de viaje

tras el barco que surca los abismos amargos.

Una vez que han caído en cubierta, esos reyes

del espacio azulado son torpones y tímidos,

y sus alas tan blancas y tan grandes son como
blandos remos que arrastran lastimosos por tierra.

¡Pobre alado viajero, desmañanado e inerte!
¡Él que fue tan hermoso ahora es feo y risible!
Uno acerca a su pico la encendida cachimba
otro imita cojeando al lisiado con alas.

El poeta es un príncipe, gran señor de las nubes,
cuya casa es el viento, que no teme al arquero:

Desterrado en el suelo, entre el vil griterio,
sus dos alas gigantes no le dejan andar.[1]

 

Así, si Baudelaire canta al “heroísmo de la vida moderna”, también canta al más remoto e inexpresable pasado de la especie, y si elogia el encanto agridulce de la civilización también atiende al llamado de lo salvaje. Hay muchos aspectos de Baudelaire que llaman la atención: el rostro íntimo, su cruda y sufridísima biografía de hombre quebrado, fracasado en  todos sus oficios, adicto  y a menudo indigente en lo material y en lo afectivo; el credo estético, una incorporación de las angustias de la vida moderna, su pulso incierto y efímero, en un molde clásico de increíble maestría y, al mismo tiempo, el perfeccionamiento de géneros embrionarios como el poema en prosa o la escritura fragmentaria, y el temperamento moral, un nihilismo desencantado de todo y, sin embargo, con una poderosa solidaridad con todo el padecimiento circundante. Se trata de un autor de intereses y formación amplias que rebasan las esferas de la poesía y el arte; pero que utiliza al máximo los potenciales cognoscitivos de estas disciplinas. La poesía se redime aquí como una forma de reflexión con dos atributos: la imagen, capaz de  superar la lógica y el concepto unívoco, y la introspección, que genera un conocimiento visceral, imposible de alcanzar por otro medio que el de la dolencia íntima y el desciframiento de dicha dolencia.

 

En Baudelaire hay un catálogo de dolencias morales y físicas que lo acechan desde su niñez: desde esa sensación de traición que experimenta el niño cuando su madre, viuda del sesentón Francois Baudelaire; decide volver a casarse con el militar Jacques Aupick. Posteriormente, cuando es enviado a un internado lejano por su padrastro, apartado de su madre y enviado en un viaje correctivo a la India, del que el joven desiste a medio camino. Luego, cuando ante el manejo demencial de su herencia paterna es sometido a una humillante tutela financiera y busca la pertenencia y el sentido de la vida en la bohemia más disolvente y autodestructiva. Después, cuando contrae la sífilis y sus intolerables dolores carnales y mentales. Más adelante, cuando se siente traicionado y asfixiado por la mediocridad y mezquindad del ambiente literario; cuando su primer libro es sujeto a un proceso criminal y, cuando, ávido de reconocimiento y dinero mendiga favores y honores que le son regateados. Finalmente, cuando, prematuramente envejecido, vegeta entre la oscuridad y el oprobio en la despreciada Bélgica y, cuando, ya desahuciado y paralítico, debe morir, resignado, en los brazos de la detestada e idolatrada madre.

 

En su poética, Baudelaire presiente este papel a la vez central y marginal del artista en la vida moderna y sabe que, pese a su poder profético y curativo, la poesía está condenada a yacer en las catacumbas y el oficio de poeta convierte a sus practicantes en apestados sociales. De ahí, su identificación con estos sujetos expulsados a los bordes del conocimiento y los suburbios de la sociedad. Baudelaire canta a los dipsómanos, a los drogadictos, a las prostitutas y a todos esos sujetos que afrentan a la sociedad, la cual busca esconderlos bajo la alfombra.  Baudelaire da vuelca de tuerca al concepto clásico de belleza y pretende encontrarla en el exceso, la desproporción, la fealdad y la monstruosidad de lo híbrido. No es raro que el poeta acuda al amplio elenco de monstruos, particularmente femeninos, de la mitología grecolatina para ejemplificar esta nueva índole de belleza, como ocurre con la giganta. Los gigantes nacen del parricidio divino y, de acuerdo con Ovidio, se forman de las bringas de sangre del dios padre emasculado, por lo que conforman una de las dinastías más malévolas y protervas. No obstante, Baudelaire imagina el solaz que pueden ofrecer estos seres desmesurados y perversos y hace de la giganta uno de los retrato femeninos más perturbadores y tentadores de su poesía.

 

La giganta

Cuando el orbe animado de un aliento fecundo

engendraba sin pausa criaturas monstruosas,

pude ser compañero de una joven gigante,

como un gato sensual a los pies de una reina.

Ver crecer su cuerpo a la vez madurar con el alma

y crecer libremente entre juegos terrible,

acechando si oculta un amor oscurísimo

bajo la húmeda niebla que enmascara sus ojos.

Prodigar mis caricias a sus sombras ciclópeas,

escalar la ladera de sus grandes rodillas,

y en verano, cuando huye de los tórridos soles,

y cansada se tiende sobre un lecho de campos,

a la sombra dormir de sus pechos, confiado,

como al pie de los montes una aldea tranquila.[2] 

 

Los monstruos femeninos: sirenas, medusas, esfinges o bien las hechiceras o las aguerridas amazonas están continuamente presentes en la poesía de Baudelaire y parecerían, más allá de su propósito estético, una sencilla ilustración de la conflictiva relación con la madre y de su desconfianza y dificultad para entablar relaciones convencionales con las mujeres. Porque, como dice Carlos Pujol: “Lo realmente vivido es la madre, la eterna ingrata porque no le concede la exclusividad de su amor, ingratitud que le haría ver en todas las mujeres ídolos inasequibles, ángeles o monstruos fascinantes, cuando no todo a la vez, amores sublimes y amores canallas”.[3] Estas figuras femeninas, al tiempo que provocan los mayores éxtasis, conducen a la destrucción y generan los mayores sufrimientos, convirtiendo al individuo literalmente en un cerdo e inflingiéndole las mayores humillaciones y dolores.

La dimensión sufriente de la obra de Baudelaire se refleja especialmente en su exploración e identificación con el animal. La poesía de Baudelaire es ejemplar en su tratamiento del animal y sus énfasis en su belleza, su misterio y su erotismo subyacente, pero también en su sufrimiento y soledad cósmica. El gato, por ejemplo, es halagado por su majestuosidad y sensualidad, aunque algunos de sus rasgos de carácter como la frialdad y la volubilidad, lo hacen parecerse a las mujeres que atormentan a sus amantes con sus desdenes. Baudelaire elogia los animales por su sensualidad abismal, que conecta con las zonas más misteriosas del placer y la procreación natural y que permiten rebasar los convencionalismos sociales y las prohibiciones religiosas. Porque en su refundación de la belleza, la gratificación estética y erótica proviene también de lo horrible, de lo sórdido y de lo prohibido.  Por lo demás, como señala Roberto Calasso, Baudelaire adereza su noción de la analogía universal de Charles Fourier y Emmanuel Swedenborg, pero la dota de una concreción y un brillo poético que no tienen los anteriores. [4] Esa noción de la analogía permite amalgamar la variedad de animales que parecen en su poesía y la diversidad de funciones que cumplen en ella.

 

Con todo, hay una manera menos simbólica y más llana de ver al animal: que es compadecerse de ese que en la vida diaria sufre, de manera similar al poeta, innumerables desdenes y maltratos Así, el matiz más importante de cierta poesía de Baudelaire es su identificación con el sufrimiento animal por su carácter inexplicable, gratuito e inmerecido, como lo demuestra su conocidísimo poema al albatros, en el que la atroz costumbre de los marineros de matar el tedio maltratando estas grandes aves, le hace aventurar una analogía con la situación del poeta en una sociedad desensibilizada y hostil a todo lo que no sea materialismo. Para Baudelaire, el perro, el gato y, en general, el conjunto de los animales son seres misteriosos y sufrientes, seres de otra dimensión que padecen, a menudo, por el contacto humano o, bien, por su propia finitud. En particular, el poeta y el perro callejero, entes urbanos etéreos y marginales comparten las sensaciones de hambre, frío y miedo a los predadores de la ciudad, como los malhechores o la policía.

 

El repertorio verbal del dolor es limitado y las palabras que se utilizan para expresarlo sufren por su falta de precisión y su opacidad, de ahí la dificultad de los médicos del cuerpo y del alma para hacer diagnósticos a partir de la descripción de los dolientes. Baudelaire padeció las más diversas formas del dolor: con su enfermedad adquirida, la sífilis, sufrió malestares estomacales, problemas reumáticos, dolores musculares y trastornos nerviosos. Aunque sus malestares físicos le atormentaron por años, su etapa terminal, en un hospital parisino, lo postró en los mayores dolores y le hizo involucionar a un estado casi vegetativo. “Fueron episodios muy baudelerianos, patéticos y significativos, con un toque de irónica vulgaridad. El poeta herido de muerte por la hemiplejia, sin poder leer ni hablar, vegetando un año entero en el sanatorio del doctor Duval, en Passy, con un ojo ciego y la lengua trabada, sólo podía tartajear unas palabras malditas: Cré Nom. Una barba gris le desfigura el rostro y su cráneo está bronceado por el sol”.[5]  Todavía en ese estado lamentable, Baudelaire se asoma de vez en cuando al jardín y entiende lo que le dicen sus pocos visitantes o su madre, que le acompaña permanentemente. Sin embargo: “Luego la sordera le aislará del mundo exterior, ya no oye lo que le dicen, sólo cruza melancólicas miradas con los que van a verle. Su madre, todo el día a su lado, se esfuerza por hacerle repetir las palabras que ella silabea, como volviendo a un aprendizaje de niño que tiene que descubrir el habla. ´Hay un silencio de muerte entre los dos´, escribe la generala Aupick”.[6]

 

Baudelaire también padeció la soledad, el desarraigo y, fuera de su efímera época de bonanza cuando dilapidó la herencia de su padre, una degradante pobreza.  Asimismo, sufrió la indiferencia, incomprensión o franca hostilidad de gran parte del estamento artístico de su época y llevó una existencia al margen de los reconocimientos y honores literarios. Los mismos lenitivos que  utilizaba para aligerar su sufrimiento, el alcohol, el ajenjo, el láudano, el opio y el hachís, tenían efectos contraproducentes en su ánimo y su salud. “En lo moral, como en lo físico, siempre he tenido la sensación de un abismo, no solo el abismo del sueño, sino el abismo de la acción, de la ensoñación, del recuerdo, del deseo, del arrepentimiento, del remordimiento, de la belleza, del número… He cultivado mi histeria con placer y con terror.”

 

No es extraño que su poesía exprese este sufrimiento corporal y moral y realice una introspección peculiar en el dolor. Baudelaire realiza dos aportaciones a la estética del dolor: por un lado expande su vocabulario con nuevas palabras y describe modalidades inéditas, no pronunciadas hasta entonces, de la angustia de vivir, el tedio, la privación, el dolor físico, el remordimiento, el aislamiento y la degradación moral; por otro lado, compadece a aquellas especies, los animales, que tienen aún menos herramientas que el hombre para expresar su dolor, les da voz pero también aprende de la expresión abisal de sus quejas y, al final, el poeta y los animales se conduelen juntos.

 



[1] En Baudelaire, Charles Las flores del mal (Introducción, traducción y notas de Carlos Pujol), México, Austral, 2018. p. 13

[2] Ibid., p. 32

[3] Pujol, “Introducción” en Baudelaire, op. cit., p, xviii

[4] Calasso, Roberto, La Folie Baudelaire, Barcelona, Anagrama, 2011.

[5] Pujol, Carlos, loc. cit. p. xiii

[6] Ibid., p. xiii

Armando González Torres. Nació en la Ciudad de México en 1964. Poeta y ensayista. Estudió Relaciones Internacionales en El Colegio de México. Ha colaborado en Viceversa, Letras Libres, Nexos, el suplemento Laberinto de Milenio, Confabulario de El Universal, entre otras revistas y suplementos culturales. Becario del FONCA en ensayo 1995 y 1998. Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 1995. Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes, 2001, por Las guerras culturales de Octavio Paz. Premio Jus, 2005, por Instantáneas para un perfil de Gabriel Zaid. Tercer lugar en el Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz, 2011, en la categoría de ensayo. Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas, 2008, por La pequeña tradición. Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry, 2015, por País de ladrones.

 

Semblanza tomada de la página Enciclopedia de la literatura en México.

Fotografía tomada de la página El Comentario, Universidad de Colima.

Charles Baudelaire (París, 9 de abril de 1821 - 31 de agosto de 1867) fue poeta, traductor y crítico. Considerado el precursor del movimiento simbolista y de la poesía moderna, su vida estuvo marcada por una infancia difícil y por los excesos, lo que lo convirtió en un «poeta maldito». En 1857, tras la publicación de Las flores del mal, fue acusado por atentar contra la moral pública, por lo que seis de sus poemas no vieron la luz hasta 1949. Baudelaire es un genio de la literatura francesa, único en el dominio del ritmo y la forma, enfrentado y atraído durante toda su vida por lo divino y lo diabólico, por lo que sus poemas describen al ser humano más glorioso y más mísero a la vez. Algunas de sus obras son: Los salones (1845-1846); Los paraísos artificiales (1860); su única novela, La Fanfarlo (1847); sus diarios íntimos, Cohetes, y sus numerosas traducciones de la obra de Edgar Allan Poe.

 

Semblanza tomada de la página Planeta Libros.

 

Fotografía tomada de la pagina Rock Tehe Best Music.

 

 

 

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