La corona y el cetro de Lugones  

 

 

 

Lázaro P. Feel acaba de comentar la decisión de un jurado que quiso instituir a Marquina sucesor de Rubén Darío. Según Feel, no están al cabo del acierto quienes juzgan que se hereda el sitial de la lírica. El cronista de Revista de Revistas contradice, de paso, la opinión de que en nuestra historia literaria se extiende una laguna desde Sor Juana hasta Gutiérrez Nájera, a quien tanto debemos y a quien amamos más cada día. Yo comparto esa opinión, la he predicado en todos los casos y no quiero, en éste, callar que en el periodo citado no descubro más que lo sandio y lo ripioso.

Abundo en el sentir principal: hay coronas que no se heredan y cetros que no son dinásticos. Confieso que viviendo aún Darío, Leopoldo Lugones se me aparecía, a las vegadas, como el más excelso o el más hondo poeta de habla castellana. Nunca supe cuál de los dos era superior, y para colocarlos armoniosamente dentro de mí, fijaba en el cenit al padre de Eulalia y en un caótico nadir al inconmensurable autor de El libro fiel. Pero muerto el hierofante que nos cantó de los pinos, de los pájaros, de las islas, del lobo, de la cena con Margarita, del tiempo terco, de los claros clarines, de la musa de carne y hueso, de Pan bajo las viñas, del Luxemburgo otoñal, de la serpiente de ojos de diamante, del universo, en fin, ¿quién puede compararse, sin pecar de necio, con Lugones? ¿Qué atleta resistirá, al ser confrontado con el gigante Lugones? La soledad de Lugones es la soledad de los obeliscos, para usar la expresión de un singular francés. De Lugones, nuevo Sansón, puede decirse el elogio del versículo de los Jueces: «Creció el niño y lo bendijo el Señor».

Reconozco que el éxito de Darío aventaja en extensión al de Lugones porque éste carece de esa facultad especial del nicaragüense, que tal vez no admite análisis, pero que yo llamaría facultad internacional. Probablemente, cuando la humanidad sea más ducha, el prestigio de los ilustres gemelos cubrirá la misma área. Esto será por las fechas en que el señor abate Jerónimo Coignard alcance el poder representativo de Don Quijote.

Un poco tarde, porque los tipos teatrales logran mucho contra los tipos meramente cerebrales.

Y los tipos de Lugones son insólitos, reacios, esotéricos, híspidos. He fomentado el capricho de imaginar el deleite de Góngora si leyese a su continuador y trasegase su esencia, la misma de las Soledades, la misma del romance de Angélica y Medoro, la misma de los sonetos (entre otros aquel inolvidable «A una dama blanca vestida de verde»); esencia que destilaba pura entre las manos del racionero de la Catedral de Córdoba y que hoy triunfa, en un apogeo límpido, en la alquitara del gran argentino. Góngora al abrir una senda para los elegidos, en ocasiones se enredaba en su propia sotana: si mirara el desembarazo de sus pósteros, les mandaría, desde el Renacimiento, una sonrisa como una sanción; y si, reanudando su tarea, versificara en el siglo XX, yo temería que los más seguros maestros se desconcertaran y titubearan. Quienes no se desconcertarían un punto serían los bonachones que reparten cédulas académicas y que todavía disertan, con un candor que los enaltece, sobre la buena época de Góngora y sobre la mala. Nuestros catedráticos de literatura nunca insistirán bastante en patentizar la incompetencia y la cobardía de tal distingo.

 

La reducción de la vida sentimental a ecuaciones psicológicas (reducción intentada por Góngora) ha sido consumada por Lugones. El sistema poético hase convertido en sistema crítico. Quien sea incapaz de tomarse el pulso a sí mismo, no pasará de borrajear prosas de pamplina y versos de cáscara. Lo evidente y lo explícito se hacen oír con un ceceo cada vez más insufrible, y recordamos a Wilde siempre que un caballero nos reseña, en letras de molde, episodios suyos, «con el escrúpulo de los iliteratos».

Uno de los merecimientos, para mí más dignos de loor, de Lugones, estriba en su lujuria de creador. No pretendo intrigar a los moralistas: aludo a la lujuria del oficio, a la morbidez del estilo, requisito imprescindible para cuantos persigan obra duradera.

Lujuria que vale lo que un propósito a la vez minucioso e integral, como el que hay en el remangue de una falda que permite ver un pie encubierto por la lenidad de una media, y bajo la media una vena serpeando rítmica en una ladera del empeine. Sin este atributo lujurioso, Lugones no habría podido decir:

 

En estupor trocáronse los duelos...Ni aquel octosílabo: Tus lentos ojos de pálida...Ni esto: El mar, lleno de urgencia masculina,bramaba alrededor de tu cintura...

 

 

Ni aquellos dos vocablos, casados astutamente y aplicados a su propio corazón en el momento en que, ante una amada virginal, friolenta y moribunda, prorrumpe en misereres la dolorida entraña del gigante:

 

...tecla herida...

 

 

Este género de concupiscencia -lima que pulveriza las hostilidades de la palabra- franquea los interiores más abstrusos de la conciencia, sus trascuartos y sus pasadizos, desmenuza su vibración y sujeta las más inasibles vislumbres de su efímera fisonomía. Guiños, parpadeos, esguinces, mohínes... el gesto gradual y total de nuestra compañera recordada en las tinieblas es para nosotros palmario como una estatua a mediodía, y permanente, como su faz. Nuestra emoción es una linterna sorda que horada la cúbica negrura de los aposentos, a deshora. Instante novelesco, de novela centrípeta. Los ojos del gato estallan, a la altura de un sillón. Se decanta la glosa del grillo. Los duendes andan en cabildeos. Hemos perdido la inteligencia del lenguaje usual, y el Diccionario susurra. Accedemos al lecho de la conciencia, y sobre una fuente de aguas fundamentales, un surtidor deprime y encumbra su asta y se encariña con las fluctuaciones de su bandera gaseosa.

Justo es hablar, en plural, de poetas eminentes. Pero Lugones es el poeta sumo. A su lado, todos resultan acólitos. Y si alguien hubiese que con tal apreciación sintiera su prestigio menoscabada, demostraría que su latín no basta a ayudar la misa de Lugones. Él medita con un vigor único: por esa oración mental, que se exacerba en un modo de hacer prolijo y pomposo, vence a todos los portaliras para adentro y a todos los portaliras para afuera. A los primeros -por más que calen océanos profundos- los ahorca con una sonda parienta del abismo, para lo cual no existen escondites submarinos. A los segundos -así bruñan y cincelen como favoritos de la Estética- los acogota con dedos espasmódicos, dueños de las plumas del pavo real, del rentintín del oro, de la tersura del nardo y del cabrilleo del sol en el zinc. Quizá la maravilla de este hombre pudiera plantearse así: una médula socrática encerrada en un lujo sin tasa. Él repetiría con verdad la orgullosa declaración de Banville en las Odas funambulescas: «Abrí mis labios encantados y devolví a los hombres de los dioses la púrpura insultada».

Me dolería concluir esta sumaria exposición sin mencionar otra de las virtudes de Lugones: su dinamismo. En un atingente volumen, indica Azorín la idiosincrasia estática de los clásicos y la dinámica de los modernos. Esta virtud se intensifica de tal manera en Lugones, que llega a polarizarse. ¡Qué lejos estamos de los inofensivos ejercicios de los abuelos! Pero si el procedimiento de hoy muerde con acritud, también vivifica, también galvaniza. A su contacto, como al de una varilla imantada en un imán cósmico, las partículas muertas suben con presteza, como las burbujas en una copa, y el esqueleto de los astros difuntos recobra su envoltura lozana, sus vergeles, sus rebaños y sus ríos. Efectuar semejantes reanimaciones sin derrochar fósforo ni sangre (como lo apetecen las personas mansas) sería cómodo y, además, sería el fracaso un poco difícil de la cruenta ley del arte.

Tal vez en un futuro distante (dos o tres siglos) se juzgue superficial nuestra alma y primeriza nuestra expresión, por más que nos resistamos a suponerlo; pero, en cualquier evento, el mejor voto que podemos elevar en pro de esa edad es que nazca en ella un representante como Lugones, sintético y sincrónico.

Vida Moderna, México, 19 de octubre de 1916

Ramón López Velarde (1888-1921): Poeta mexicano. Nacido en Jerez (Zacatecas), en 1911 recibió el título de abogado y formó parte de los primeros gobiernos de la Revolución Mexicana. Con José Juan Tablada participó en la transición del modernismo a la poesía moderna. En 1916 publicó su primer libro de poesía con el título La sangre devota y en 1919 apareció el segundo, Zozobra. Su poesía, vista en un principio como recuperación de los temas de provincia, es la invención de imágenes y situaciones aparentemente vernáculas que en realidad presentan un desplazamiento moral insondable, resultado del uso exacto de las adjetivaciones. Lo que a primera vista parece inocente es en realidad profundamente inquietante y desestabilizador. Abrió el camino para los poetas del grupo Contemporáneos. Después de su muerte prematura se publicaron las prosas de El minutero (1923) y los poemas El son del corazón (1932). Posteriormente aparecieron los poemas El león y la virgen (1945), los ensayos El don de febrero y otras prosas (1952) y su Prosa política (1953). Sus Obras completas se publicaron en 1971. Murió en la ciudad de México.

 

Semblanza tomada de la página El poder de la palabra

Fotografía extraída de la página Enciclopedia de la Literatura en México

Leopoldo Lugones (1874-1938): Escritor argentino, natural de la provincia de Córdoba. Tuvo una variada actuación política, ya que tuvo contacto con el socialismo (fue uno de sus iniciadores en Argentina), el liberalismo, el conservadurismo y, finalmente, desde 1924, el fascismo. Viajó por Europa y vivió en París antes de la I Guerra Mundial. De vuelta a su país, dirigió el suplemento literario de La Nación y fue bibliotecario del Consejo de Educación. Lugones practicó diversos géneros. Como poeta, se inicia en 1897 con Las montañas del oro, con versos medidos y libres, y prosa poética, en plena eclosión del modernismo. La atmósfera decadente se prolonga en Los crepúsculos del jardín (1905) y Lunario sentimental (1909), siempre bajo la influencia de Rubén Darío. Su registro poético cambia luego con las Odas seculares (1910), exaltación de las riquezas argentinas inspirada en Virgilio. Su poesía se vuelve intimista y cotidiana en El libro fiel (1912), El libro de los paisajes (1917) y Las horas doradas (1922). Su última manera es la poesía narrativa: Poemas solariegos (1927) y el póstumo Romances del Río Seco. Como cuentista se le deben Las fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales (1926), que desarrollan la literatura fantástica que se liga con Horacio Quiroga y anuncia a Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. El relato histórico sobre la guerra de la independencia anima La guerra gaucha y las meditaciones esotéricas de teosofía, una olvidable novela, El ángel de la sombra (1926). En el campo de la historia cuentan El imperio jesuítico (1904), Historia de Sarmiento (1911) y El payador (1916). Lugones tradujo partes de La Ilíada de Homero y estudió aspectos de la Grecia clásica en Las limaduras de Hefaistos y las dos series de Estudios helénicos. La evolución de su pensamiento político puede seguirse en libros como Mi beligeranciaLa patria fuerte y La grande Argentina. Se suicidó en El Tigre, cerca de Buenos Aires en 1938.

 

Fotografía extraída de la página El Historiador 

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