Para Clarice cada día era un fardo lleno de esperanza. Le bastaba con tomar un café, comer, imaginar alguna buena trama o tema para que le brotara un rayo de ilusión. Sin embargo, al rato, los ojos verdes, afligidos e intensos, parecían transmitir un mensaje: todo lo que veo en esta sala me es familiar y monótono. ¿Será que la vida no se renueva, al menos, para sorprenderme?
Cierta tarde, fuimos al auditorio de la Universidad Católica Pontificia de Río de Janeiro. Después de un intenso debate entre dos prominentes teóricos, Clarice Lispector se levantó colérica de su silla, instándome a seguirla. Fuera, entre la arboleda del parque, caminamos hacia el bar. Me transmitió, entonces, el siguiente recado con sabor a café e indignación:
- Diles que si hubiese entendido una sola palabra de todo lo que dijeron, yo no habría escrito una sola línea de todos mis libros.
Clarice era así. Iba directo al corazón de las palabras y sentimientos. Conocía la línea recta de la sinceridad. Por eso, cuando el arpón del destino, en aquel viernes de 1977, alcanzó su corazón a las 10.20 de la mañana, paralizando su mano dentro de la mía, comprendí que Clarice había agotado por fin el denso misterio que había atravesado su vida y su obra. Y que aunque la muerte, con su inapelable autoridad, nos hubiese liberado de la tarea de descifrar su enigma, marca singular de su luminoso genio, todo en ella prometía resistir al asedio de la más persistente exégesis.
No obstante, la historia de una amistad se teje con tramas simples. Algunas escenas sencillas, emociones fugaces y platos de sopa humeante. Todo predispuesto a dormir en la memoria y descansar en el olvido. Hasta que una única palabra da vida de nuevo a quién partió de repente.
Recuerdo, sí, con rara insistencia, las veces en que vi a Clarice apoyada en el mármol del macetero, en la puerta de su edificio en Leme, precisamente en la calle Gustavo Sampaio 88, mientras los transeúntes pasaban indiferentes a su suerte.
Desde el coche, por breves instantes, yo observaba, conmovida, sus secretos movimientos. Sus ojos, abstraídos, parecían vencer una geografía exótica, de tierra áspera, revestida de pinchos. Imaginaba, entonces, qué especie de mundo verbal le podrían suscitar tales viajes.
¿Acaso la humillación del dolor y la conciencia de su soledad constituían un vértigo insoportable e imposible de compartir? Desde ahí parecía fundir innumerables realidades en una única ¿querría dar así un nombre doméstico, familiar y de uso común a todos los hombres?
Para disolver el sentimiento de ternura y compasión que me asaltaba, cuántas veces corrí hacia ella diciéndole simplemente: ¡Ya llegué, Clarice!
Ella sufría un ligero sobresalto, tal vez en los labios retocados de rojo carmesí, o en las manos, de gestos tantas veces impacientes. Pero pronto demostraba estar lista para partir.
Por momentos confiaba en la salvación humana. Quizá la vida le llegase por la rendija de la ventana del coche, entreabierta, para no despeinar sus cabellos rubios. Me hacía creer, en fin, que ella con el coche en movimiento, se acomodaba al paisaje, a las calles, a las criaturas, a las palabras que yo le iba derramando como leche espumosa y fresca, nacida de esas vacas que amábamos. Hasta el momento en que, agotada la novedad que la existencia le había ofrecido en aquella fugacidad del crepúsculo, se hundía de nuevo en la más espesa y silenciosa angustia.
Y aunque el teatro humano le trajese un drama compuesto de escenas agotadas y de final previsto, aun así Clarice dejaba expuesto, para que yo no lo olvidase jamás, pues sería uno de sus preciosos legados, un rostro ruso y melancólico, desafiante y misericordioso. En este rostro de Clarice convergían aquellas etnias peregrinas que vencieron siglos, cruzaron Oriente y Europa hasta anclar en el litoral brasileño, donde ella vino a tejer al mismo tiempo el nido de su patria y el imperio de su lengua.
Estaba en ella, sí, estampada la difícil trayectoria de nuestra humanidad, mientras otra vez su mirada se posaba resignada en la arena de la playa de Copacabana que el coche, lentamente, iba dejando atrás.
Nélida Piñon
Traducción de Agustina Roca
Nélida Cuinas Piñon (Río de Janeiro, 1937-). Escritora y periodista brasileña.
De madre brasileña con ascendencia gallega y padre gallego, hacia 1910, su abuelo materno Daniel (Nélida es un anagrama de este nombre), emigra desde Pontevedra a Brasil, hechos que quedan
reflejados en La república de los sueños (1984) y por lo cual ha tratado de acercar las comunidades literarias de habla hispana y portuguesa.
En 1957 se licencia en Periodismo en la Pontificia Universidade Católica do Rio de Janeiro y poco después comienza su labor como corresponsal en la revista Mundo Nuevo y colabora en la
revista Cadernos Brasileiros. Comienza en el mundo literario con la novela Guía-mapa de Gabriel Arcanjo, publicada en 1961. De esta época son sus libros de cuentos Tempo das
frutas (1966) o Sala de armas (1973); y sus novelas Fundador (1969) o A casa da paixão (1972).
Asume la dirección de distintas instituciones como el Laboratorio de Creación Literaria de la Universidad Federal de Río de Janeiro (1970), de la División Cultural del Departamento de Cultura de
Estado de Río de Janeiro o de la Asociación de Amigos de la Casa de la Cultura “Laura Alvim” (1987). También fue vicepresidenta del Sindicato de Escritores de Río de Janeiro.
Es miembro de diferentes instituciones como Phi Beta Delta Honor Society, (1993, Universidad de Miami), del Consejo Nacional de los Derechos de la Mujer (1995), Comisión de Honor de los Festejos
del V Centenario del Descubrimiento de Brasil (1999), de la Comisión del IV centenario de la publicación de El Quijote (2004), de la Academia de Filosofía de Brasil (2006) y de varios Pen Club,
como el de Estados Unidos o Brasil.
En 1990 toma posesión en la Academia Brasileira de Letras como Secretaria Primera, Secretaria General en 1995 presidenta en 1996, siendo la primera mujer en lograrlo. En su larga carrera ha
recibido varios galardones entre los que destacan el Premio Internacional Menéndez Pelayo (2003) y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2005).
En 1999 publica Até amanhã, outra vez y la colección de ensayos O presumível coração da América. En el año 2004 publica Vozes do deserto y asume la vicepresidencia del
Pen Club Iberoamericano.
En 2006 se graban diversos documentales sobre su figura y se estrena en teatro su obra A Força do destino, escrita en 1977. En el año 2007, recibe un Homenaje en la XXII edición de la
Semana del Autor por La Casa de América y la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI).
Es conocida por su labor como activista contra el régimen militar de Brasil y defensora de los derechos humanos y de la mujer. Durante toda su carrera, su actividad diaria se ve compaginada con
su labor como escritora visitante y conferenciante en diversas universidades de todo el mundo.
Entre sus obras de carácter biográfico y ensayístico destacan Aprendiz de Homero (2008) y La épica del corazón (2017).
El 9 de noviembre de 2011 la Biblioteca del Instituto Cervantes en Salvador de Bahía es acogida con el nombre de Nélida Piñon.
Semblanza tomada de la página cervantes.es
Fotografía tomada de la página lentraensombras.com
Agustina Roca (Buenos Aires). Poeta, escritora, traductora. Libros de poesía publicados: Rituales (Ed. R. Alonso, 1981); El ojo del llano (Libros de Tierra Firme, 1987); Rimbaud, cómic ilustrado (Era naciente, 1999); Sonámbulas (Viena Ediciones, 2007), XXXI Premio de Poesía Vila de Martorell; Balada para mi madre, finalista del Premio de Poesía 2007 (Ayuntamiento de Mora, 2009); El Escenario (Celya Editorial, 2013), XI Premio Internacional de Poesía León Felipe. Figura, entre otras, en las siguientes antologías: Poetas argentinas (1940-1960). Selección y prólogo Irene Gruss, (Ediciones del Dock, 2006); La doble voz: poetas argentinas contemporáneas. Alicia Genovese. (Ed. Biblos, 2008); Palabras de Mujer (Ayuntamiento de Mora, Toledo, 2009); Poemas y poetas argentinos. Selección y prólogo Noni Benegas, Dp. Cultura de la Embajada Argentina (Huerga & Fierro Editores, 2014). Ha prologado: Debí decir te amo, de Juan Gelman; Corazón coraza, de Mario Benedetti; Leyendas, de G.A. Bécquer.
Semblanza y fotografía proporcionadas por la traductora.
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