Mamá, se me escurren los dedos.

 

El siguiente capítulo forma parte de la novela Las manos quietas. Mi hijo autista. Editorial Polirom, 2015.

 

 

 

Capítulo 2

 

Mamá, se me escurren los dedos.

 

 

 

   “Tengo autismo y creo que TÚ eres raro”. Esto estaba escrito en una chapa que llevaba Sasha ostentosamente esta mañana, cuando lo sorprendí con una compañera de clase, guapa, pelirroja y pecosa: “Para ti, Minodora, solo para ti he traído esto”, le repetía sonriendo, mientras, dando saltitos a su alrededor, se bajaba poco a poco la cremallera de la chaqueta del chándal, “porque no me gustas”. Un mini discurso del odio premeditado contra los pecosos y otra prueba de que tengo que estar más con él. Desde que he empezado a faltar, cada mañana me prepara un café y me obliga a tomármelo, aunque es horrible. Y le echa un litro de leche para que no me suba “la presión” y echa una tonelada de azúcar y se queda a mi lado hasta que me tomo el último trago y presume: “Yo para mi madre hago el mejor café”. Lee horas seguidas una revista de autismo, abrazándome cada 3 minutos, como un oso. Tengo suerte de no tener pecas. Plancton en la cara, como me explicó cuando le pregunté por qué no le gusta Minodora.

 

   Después de ir por primera vez a la consulta a Cluj, en 2006, habría sido feliz si alguno de los médicos me hubiera dicho que llegaríamos a reírnos desesperadamente. La primera receta no prometía nada:

 

   Timonil

 

   Indicaciones Epilepsia: crisis complejas parciales (crisis psicomotores); crisis simples parciales (crisis focales); crisis generalizadas tónico-clónicas, en especial de origen focal (nocturnas, difusas); formas mixtas de epilepsia, etc.

 

   Efectos secundarios

 

   Sistema nervioso central/psíquico

 

   Las reacciones comunes incluyen sensación de mareo, vértigo, cansancio, somnolencia e inestabilidad al caminar y al moverse (ataxia), cefaleas ocasionales, y, a las personas de más edad, confusión y falta de tranquilidad (agitación). En casos aislados se han observado estados depresivos, comportamiento agresivo, afectación a los procesos de razonamiento, pérdida de la coordinación, percepciones sensoriales falsas (alucinaciones) y acúfenos. Las psicosis latentes se pueden activar durante el tratamiento con carbamazepina. Poco frecuentemente aparecen movimientos involuntarios como asterixis, contracturas musculares y movimientos rápidos de los ojos (nistagmo). Además, los pacientes de edad y con lesiones cerebrales pueden desarrollar trastornos de movimiento, como movimientos involuntarios de la boca y de la cara (discinesia orofacial), muecas o trastornos de la escritura y coroatetosis. En casos aislados aparecen dificultades al hablar, disfunciones sensoriales, debilidad muscular, neuritis periférica y bloqueo de los miembros inferiores y cambios en el gusto.

 

 

 

   –¿Por qué le ha recetado un antiepiléptico? No tiene epilepsia. –Puede que no, pero el 30% de los niños con autismo desarrollan epilepsia y, por otro lado, es posible que le entren crisis mientras está dormido y que usted no se dé cuenta porque también está durmiendo. ¿No me ha dicho que rechina todo el rato los dientes?

 

   No se lo di. Guardé la botellita sin abrir hasta el día de hoy. Pero tampoco dormí, durante los primeros dos años, más de tres horas seguidas cada noche, porque se me había metido en la cabeza que, si aparecían las crisis epilépticas, lo más probable es que lo hicieran antes de los seis años. El resto del tiempo me lo pasé de guardia, para que ni de casualidad me llegara a perder una posible mioclonía. Para no dormirme, repetía como un disco rayado: “Dulces sueños, mi pequeño. ¡Dulces sueños, mi pequeño!”. Y mi pequeño se dormía, rechinando los dientes.

 

   Empecé a contar cuántas veces rechina los dientes unos meses después, cuando leí, llorando, Retrato de M. No leáis Retrato de M si tenéis un hijo que sospecháis que pueda ser epiléptico.

 

   Este es el retrato biográfico de mi hijo que nació el 24 de agosto de 1977 en Bloomington, Indiana, Estados Unidos y falleció, antes de cumplir los veintiséis años, el uno de marzo de 2003, en su ciudad natal, y que escribí en los cuarenta días siguientes a su fallecimiento, los cuarenta días considerados simbólicos. Durante aquellos días no pude hacer nada más que pensar en él; me puse a escribir y a revisar fragmentos de mis antiguos diarios intermitentes, volví a escribirlos otra vez, en pos de la verdad frágil de unos recuerdos que me iban transitando a lo largo de todo este tiempo y que, sabía, iban a extraviarse en el inevitable anochecer de la memoria. No he ido contando los días pero ocurrió que, en el cuadragésimo, me sentí en paz con mi dolor, serenado en mi tristeza. En estas páginas está mi recogimiento ante su vida y también ante aquella parte de mi vida durante la cual puse todo mi empeño en comprender el enigma de la suya. No he conseguido comprender el enigma, pero sí he conseguido comprender que él ha sido tal como fue y como continuará siendo para mí, un regalo.

 

 

 

 

 

*

 

   Sasha lleva tres días sin levantarse de la cama. Tiene 6 años y está tumbado con un álbum gigante de arquitectura gótica que abraza con ternura.

 

   —Así que a mí no quisiste dejarme abrazarte anoche, ¡pero a esto…!

 

   —¡Pero es que esto me gusta! Y me agarro a él porque se me escurren los dedos.

 

   Cada vez que le entra fiebre se me pasan por delante de los ojos las múltiples ocasiones en las que hemos tenido que ir al médico. Desde la primera: cuando entré –él, completamente ausente, nosotras, horriblemente asustadas–En el patio de la clínica de neuropsiquiatría infantil de Cluj. Yo, con el corazón en un puño, Sasha relajado, con su percha de compañía. Durante más de un año se negó a salir de casa si no llevaba su percha azul en la mano. El profesor Ursu tuvo que bajar al patio del hospital porque, aunque salir sí que salía de casa con la percha, en espacios nuevos no le podías hacer entrar ni con una grúa. Todos juntos dimos unas cuantas vueltas alrededor del edificio, siguiendo a un Sasha con la percha, sin ninguna intención de interactuar, y le conté lo de la lista: hemos hecho una lista, nosotras. De hecho, dos listas. Yo hice una en la que escribí todo lo que me parecía a mí que no iba bien en mi hijo y mi madre y su marido hicieron otra lista. Después las comparamos. Había más de 20 puntos en los que nuestras observaciones coincidían y otros que, sin superponerse, nos alarmaron. Espero que no sea…

 

   —¿Le han dejado ver la tele?

 

   — No.

 

   —¿Le responde si le llama?

 

   — Ah, a veces me mira.

 

   — A ver, llámele, que lo vea yo.

 

   —¡Sasha, Sasha, Sasha! La mitad de los pacientes enanos del patio del hospital se volvió, pero él, no.

 

   —¿Señala con el dedo?

 

   —No, pero de vez en cuando extiende la mano. Me doy cuenta de lo que quiere porque grita. Va hacia su zona de interés y grita.

 

   —¿Y cómo sabe lo que quiere?

 

   —Pues bueno, me coge la mano así, como si fuera una cuchara, y me guía para que coja, por ejemplo, agua de la encimera.

 

   —¿Dice alguna palabra?

 

   —No, ninguna.

 

   —Vale, ¿podemos meterlo dentro para que también lo vea un psicólogo?

 

   —Podemos intentarlo.

 

   Si hubiéramos seguido insistiendo mucho rato más, probablemente habría arrancado el marco de la puerta, de lo fuerte que se había apuntalado con las manos muy abiertas en la rendija. Una hora más tarde, teníamos un escrito del médico e indicaciones para la terapia: autismo infantil. Lo siento mucho, autismo. Y probablemente retraso mental, aunque tiene la mirada inteligente.

 

   Desde entonces, estas mismas palabras han salido de mi boca hacia un aturdido progenitor como mínimo 150 veces y yo tampoco he sabido darles un halo más tranquilizador. Autismo. Es como una lotería. No puedo decirle cómo será dentro de unos años. Pero lo que sí puedo decirle con certeza es que la intervención a esta edad es esencial. Precoz e intensiva. O sea, al menos 40 horas por semana. ¡Suerte!

 

   Ese fue solamente el comienzo de los viajes al hospital. Menos de un mes más tarde, estaba yo secándome el pelo cuando desde la habitación de los niños se oyó un grito de película de miedo. Aria irrumpió en la habitación arrastrando de la mano a un Sasha con un pañuelo en la cabeza, que tiraba con las dos manos del alambre de un matasuegras de un conjunto de artículos para fiestas. Tenía la boca de sangre y me hizo falta un rato para darme cuenta de qué es lo que había pasado. Después de la ducha, había encontrado un matasuegras y, tal como hacía en terapia, había intentado soplar. Solo que se lo metió del revés en la boca, el papel se deshizo y quién iba a saber que en su interior existía un alambre fino que permitía que el juguete se enrollara y desenrollara rápidamente, según el chorro de aire. El alambre le entró debajo de un diente, perforando la encía, y, al intentar desesperadamente sacarlo, prácticamente se había cosido la mandíbula. Idiota, idiota, ¿quién te manda a ti secarte el pelo?

 

   –¿Hola? Buenos días. ¡Mi hijo se ha cosido la boca!

 

   –Señora, ¿cómo que se ha cosido la boca? ¿Cuántos años tiene?

 

   –Tres y medio.

 

   –Ajá, niño sin vigilar. ¿Puede traerlo al hospital?

 

   –No sé si puedo, tira todo el rato del alambre y no sé si no será peor para la herida.

 

   Lo llevé. Le puse una camisa del revés, con las mangas atadas a la espalda y le inmovilicé las manos, para poder conducir, y así, en pijama, llenos de sangre, pero en un completo silencio, llegamos a Urgencias. No lloraba. Le sacaron el alambre y en menos de 5 minutos volvíamos a estar en el coche. Yo, acabada, él, desvelado, devorando con calma una bolsa de gusanitos. Completamente insensible al dolor. No me pude sacar de la cabeza durante mucho tiempo el hecho de que había improvisado una camisa de fuerza para un niño de 3 años. El mío. Si inicialmente creía que no había llorado porque las zonas perforadas no tenían, quizás, nervios, después me di cuenta de que no habría llorado ni siquiera si se hubiera roto la mano. No lloró cuando se cayó de un columpio en el parque y se mordió un cuarto de lengua. Tampoco lloró cuando se rompió la clavícula. O no de dolor, en cualquier caso. Simplemente, no se imaginaba que llorar tuviera ningún sentido. Aunque yo hubiera preferido mil veces el llanto a los intensos gritos que me atravesaron años enteros como láseres, 400 veces cada día y 30 cada noche, con la más mínima frustración. Todavía los oigo hoy, aunque más bien sueño con ellos. Hoy llora y llora con unas lágrimas inmensas, como las pesadas gotas de agua que siguen cayendo desde el tejado después de una tormenta. Intento alegrarlo: ¿ya vuelves a darme una ducha salada? Pero él se enfada todavía más:

 

   –¡Mamá, ya te he dicho que no soy un grifo!

 

 

Traducción de Elena Borrás

 

 

Ana Drago nació el 13 de noviembre de 1976 en Bistrița. Ha publicado cuatro volúmenes de versos y un volumen de memorias basado en la experiencia vivida desde que descubrió que su hijo era autista.

 

Fundadora y coordinadora el Centro de Recursos y Referencia para el Autismo “Principito”.

 

Obra completa:

 

  • Hierba para fieras, (Editorial Charmides, 2004)
  • La muñeca de cera (Editorial Charmides, 2008)
  • La guardiana (Editorial Charmides, 2012)
  • Las manos quietas. Mi hijo autista. (Editorial Polirom, 2015)
  • Borderline (Editorial Charmides, 2017)

 

 

 

Semblanza tomada de la página Elena Borrás (Traducción literaria y audiovisual) gestión Cultural

 

Fotografía tomada de la página Elena Borrás (Traducción literaria y audiovisual) gestión Cultural

 

 

 

Elena Borrás, una salmantina que en 2010 comenzó un intenso periplo por Rumanía y una apasionada aventura con su literatura y con su cine. Antes de llegar a ese punto, estudió Traducción e Interpretación en la Universidad de Salamanca y un Máster en Mediación Intercultural, Interpretación y Traducción en los Servicios Públicos en la Universidad de Alcalá.

 

Casi por casualidad, en mayo de 2010 recibió una beca del Instituto Cultural Rumano para traductores de literatura en formación. Durante dos meses viví en el palacio de Mogosoaia, muy cerca de Bucarest, y tuvo la oportunidad de conocer de primerísima mano la literatura contemporánea rumana. Desde entonces, ha traducido y publicado varios volúmenes y ha subtitulado múltiples películas de ficción y documentales.

 

 

 

No solamente trabaja con el rumano (sus otras lenguas son el inglés, francés e italiano), aunque reconoce que es un idioma que le encanta y en el que más cómoda se siente (sin contar con el castellano, su lengua materna).

 

 

 

Fotografía y semblanza enviadas por Elena Borrás

 

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