La hierba negra

 

 

9.

–¡Es que no eres capaz ni de pelar patatas! –refunfuña papá. Y tiene esa mirada como un cuchillo. Pero Lucrecia no, no debería plantarle cara. No después de que el lobo se haya pasado por casa y haya hecho de las suyas. Que si lo deja en paz, papá sale, agarra la horca y se trae él solito otro almiar a cuestas. Y sube el heno al sobrado y lo vuelca encima del otro; y cuando termine yo pondré una manta donde esté más blando, o sea en la segunda capa de paja, para mirar las chillas. Entre las tablas pasa el aire, naranja, salpicado de polvo, y lo puedo esparcir como quiero con la mano. Y arriba, en el centro del techo, hay avisperos colgando. Pero a mí no me dan miedo, no son abejorros gigantes de los que te matan. En la otra parte, donde solo hay suelo, es mejor que no ande enredando. La bolsa de sosa ha atravesado la madera y ahora, en un punto, hace que se caiga la cal del techo. Y junto a ella, en bolsas de plástico, está el veneno, muchas botellas, verde de París, veneno para las cucarachas, DDT como un polvo blanco. Buenísima para las pulgas, pero nosotros por el momento no tenemos. Que en el colegio me tuve que levantar la camisa y sentí cómo por la tripa se me ponía la carne de gallina. No tengo más que unos moratones, de trepar al manzano silvestre. Para poner allí la cadena del columpio, aunque no pueda clavar yo sola los clavos.

–¡Lucrecia! –grito. Y ella sale de la habitación que comparte con Arsenia, se sube al manzano y da fuerte con el martillo, hasta que los clavos entran hasta más de la mitad en la rama más grande. Después busco una tabla, una buena, tenemos tanta madera detrás de casa. Y la pongo y no hace falta que me impulse con los pies, solo me dejo caer. Y caigo al vacío, mucho, casi toco la colina con los pies. Y un día podría dejarme caer del todo, por miedo al lobo, y si saltara lo suficientemente arriba quizás volaría y todo. Porque el manzano silvestre está al borde de la loma y solo de un salto seguro que llegas al cielo. Te da un vuelco el estómago, te dan ganas de gritar, te mareas. Solo que en el columpio me parezco más a mi muñeca Tutuana, así que ya no tengo miedo. Y Lucrecia le da un mordisco a la manzana que está más amarga que la vida misma, ¿por qué no se puede comer la porquería esa? ¿Acaso todo en la vida está hecho de ese material? Y este año no hay manzanas, si acaso ciruelas, si es que están ya maduras. Y en mi tercer primero, con la señorita Mărioara Șimon, no tenemos piojos. Todavía.

–¡Estáis muy aseados, bravo! –nos dice–. Agustina Bulța, cámbiate de sitio a la ventana.


Me puso donde me merezco, sola, en el último pupitre. La auxiliar añadió que no tenemos la piel roja por las pulgas. Pero que la señorita nos vigile, aunque, si hemos tenido suerte y nos hemos librado de los gitanillos del barrio Ștează, nos las apañaremos con los parásitos.

–Bah –Lucrecia no se puede contener y responde a papá–. Mira qué patatas tan bien peladas. Aunque bueno, esto parece el manicomio. Voy a rallar la piel… Para que no sea tan gruesa. Así hacemos nosotros de cerdos y ya no les echamos nada al duerno. ¿Contento?

Dios mío, ¡¿el lobo está detrás de casa y ella no se calla?! ¿Y si arranca la ventana y salta dentro?

–¿Cómo te atreves? –dice papá, cortante.

Lucrecia no se calla, se ha hartado, está como loca, ya no sabe qué hacer, todo es horrible. Desde que lo despidieron de la compañía ferroviaria, ya nadie le cae en gracia. Aunque le dieron el dinero de unos cuantos meses… Pero él es el único que sabe para qué se lo guarda. Que ella está hasta la coronilla. Y que ya verá como cuando termine octavo se va a marchar al quinto pino. Y papá grita, podría darle una paliza, pero no quiere. ¿Y cómo nos atrevemos a juzgarlo? ¡Valiente panda de desagradecidos que he criado!

–¡Desagradecidoooos!

Solo que yo ya no lo oigo, me he puesto dos gorros en la cabeza y me tapo los oídos todo lo fuerte que puedo. Aun así, algo empieza a echar humo en mi corazón. Y va hacia arriba, hacia el cuello, y si no me echo a un lado me ahogará. Pues el aire es caprichoso, ¿qué amigo es este, si empieza de repente a darme pinchazos con agujas? Me echo para atrás, dejo a Lucrecia y me tumbo bajo la mesa donde no hay absolutamente nadie. El cielo arde despacio y el sudor me sofoca.

–¿No ves que le van a dar de nuevo las convulsiones? ¡Del miedo que te tiene!

Pero yo no oigo nada, estoy ya lejos, estoy muy bien. Porque soy como mi muñeca Druga:  mala y que no echa nunca una mano. Y que no limpia nada ni asfixia al lobo cuando empuja a mamá. Y casi ni es capaz de cuidar de los corderillos. Y está por tercera vez en primero, una vergüenza de marca mayor. Y, si tampoco lo consigue ahora, hay que llevarla por fuerza a la escuela especial de Buzău. Aunque esté en el fin del mundo y no tengas buenas conexiones de tren. Y allí, en esa escuela, ya no tendré a Sever Bulța, mi hermano de segundo que, como he repetido, se ha hecho más grande que yo. A él le han dado un libro de lectura maravilloso. ¡Qué dibujos tan bonitos tiene! Y me ha dicho que me va a leer cosas sobre los pájaros que se van lejos, porque así son las golondrinas y las grullas, tienen una especie de brújula en el pecho.

–Como los gansos de Nils, Agustina…

Y ahora que la señorita Toth le ha mandado hacer una redacción, sobre las vacaciones, él ha escrito solo mentiras. Que si ha estado en la ciudad de Arad, donde vive Saveta, nuestra hermana mayor, y han ido a la piscina una semana. Y después ha visitado Bucarest, donde nuestra otra hermana Arsenia ha hecho el examen de acceso a la facultad. Que no ha aprobado el examen y ahora, como está parada, tiene que trabajar en algún sitio. Cuando eres mayor, ya se sabe, tienes que ganarte tú solo la comida. Y también ha escrito Sever que se alegró mucho de ir a Bistrita, así sin más, para ver el hospital en el que yo me puse mala desde que nací. Y donde, me cuenta siempre mamá, me entró fiebre nada más llegar al mundo. Y le dijeron que en dos o tres horas me iba a morir. Que no podía respirar y era un ovillo morado de carne. Pero me pusieron en las máquinas y empezaron con las inyecciones… Y Sever también ha escrito que se subió al pico Ineu, o sea a un monte, con un grupo de turistas, y que vio el lago Lala. Y además ha mentido en que uno de los turistas doctor lo llevó en tren a ver el zoo de Cluj. Y que allí vio un tigre como una casa de grande. No se lo va a creer nadie, ¡qué de invenciones!

Es que yo sé que él cuida a la vaca negra y a la amarilla, aunque es más pequeño que yo. Y mi función es vigilar a los corderos. Así que nos levantábamos cada mañana y llevamos a los animales encima de la cantera. Y veníamos solo a comer, cuando el sol estaba en lo más alto y el tren silbaba de camino a Ilve. Y volvíamos otra vez, hacia las cuatro, cuando baja el calor, hasta casi el anochecer. Pero por lo menos teníamos un sitio con buena hierba, más apartado, donde los corderos no se cuelan por las vallas. Y no se hinchan la tripa de alfalfa hasta reventar. Y tampoco viene gente a quejarse que qué demonio de niños. Y que más le valdría a papá darnos una buena somanta de palos. Y no nos insulta nadie. Aparte de Dăbuc, el viejo, que nos da miedo porque nos tira leños. Y si nos da en la cabeza, seguro que nos mata. A Sever le dio una vez, pero por suerte solo en el pie, así que solamente estuvo cojo unos cuantos días. Yo creo que Dăbuc se imagina que nos reímos de su chepa. Y que somos malos y le lanzamos pedruscos al alero. Es que igual se quedó un poco tocado el pobre desde que le cayó el rayo. Le entró un rayo en casa una vez, a plena luz del día, como un perrillo bueno y se refugió junto a su brazo. Y el pobre hombre se quedó encorvado y desde entonces tiene él algo en contra de nosotros, de los niños. Dice mamá.

Y pasamos unas bonitas vacaciones. Y ahora, que es otoño, se encuentran de camino al monte avellanas, solo que hay que ir y partirlas entre dos piedras. Si tienen un gusano gordo, hay que tirarlas. Pero si no tienen gusano están buenísimas. ¡Qué lejos me iría…! Que pena que no haga buen tiempo, el cielo está grueso, preparado para caer.

Y detrás del cielo, ¿por qué no puedo poner un muro entre él y yo? Pues bien, detrás del cielo Lucrecia llora inconsolablemente, no puede parar. Entre hipidos me levanta del suelo y me pasa una jarrita llena de agua fría. Tanto que se te congelan los dientes y por culpa del aire se llenan de rajitas. Suerte que papá ha vuelto a salir, a toda mecha, a buscar su heno, cabreadísimo.


¡Cuánto me gustan mis hermanos! El primer puesto no es de nadie más que de Sever. Y después de él viene María. Y la Tutuana de Vera es muy abrazable. También juego con Daniel a clavar clavos en la tierra. A Pavel se le da bien trepar a los árboles. Ahora llega de la guardería y está entrando en casa cargando con leña en los brazos. Y me gusta que nosotros, todos los hermanos, nos agarremos como en círculo. Y si yo no fuera tan Druga, nuestros brazos se entrelazarían formando una corona. Pero así…

–¿Dónde está mamá –lloriquea Pavel.

–En el médico –suspira Lucrecia.

–¿Cómo que en el médico? ¿Es que se ha puesto mala?

Lucrecia me ha dejado el paño helado sobre la cabeza, porque puedo sujetármelo yo solita, y está cortando las patatas en cuadraditos. Cuánto me gusta eso. Sé que se van a convertir en guiso y sus bordes cocidos se me van a derretir en la boca.

–Deja –dice ella–, que no es grave. –Aunque se traga las palabras, las lágrimas todavía le dejan un rastro en la mejilla. Y yo imagino que una apisonadora la está ahogando. Desde ahora su voz está muerta, masticada y enmudecida. Se calla, no puede más. No cuenta que el lobo le ha roto la mano a mamá. Que el malvado lobo ha empujado a mamá por las escaleras y ella ha perdido el equilibrio. Y que sólo ha gritado una vez ¡auuu! Tan alto que se oyó bien lejos. Y nosotros, asustadísimos, nos quedamos petrificados.

–¿Qué te ha pasado, mamá? –saltó la primera Lucrecia. Y mamá, todavía por tierra, con la espalda pegada a la pared y todas las cercas delante empezó a quejarse.

–¡Ay, ay, descerebrado, que me has roto la mano!

Y el lobo, cojeando, más grande que el patio entero, pegó el morro abierto a la ventana.

–¡Ya os daré yo vuestro merecido, ya os acabaré encontrando!

E hizo una mueca, dispuesto a arrancar el tejado. Solo que yo, muerta de miedo, me metí corriendo en lo más profundo del armario. Y me dije que tenía que olvidarme del compadre y de cómo, solo con pensarlo, nos despedazaría. Volví a oler el betún con todas mis fuerzas. Y el lobo abrió boca bien grande y comenzó a lanzarlos a todos de una valla a la otra. Y papá, aunque era muy fuerte, no podía echarle un pulso, no podía pararlo. Así que mamá se cayó como un trapo y se quedó allí, con el brazo roto, junto a la pared.

–¡Más me valdría no os haberos tenido! ¡Ay, ay! Estaría mejor muerta y enterrada. Llévame contigo, Señor, que todo es muy difícil…

Y la mano de mamá empezó a crecer, tanto que no le cabía en la piel. Y el dolor era increíblemente grande. Metí el dedo en la crema negra y me pinté una raya en los labios. Y empecé a murmurar, rezando para que se terminara de una vez y que el lobo se hiciera pequeño. Que volviera inmediatamente a ser él mismo y que no matara, Señor, que por favor no matara a mamá. Y que se hiciera de nuevo tan pequeño como mi palma, para que pudiera volver a mi abecedario de tercer primero. Después me chupé los dedos, qué amargos estaban, que interminables, cuántos eran. Después de eso se hizo el silencio y oí un portazo. Supongo que el compadre se escondió por algún lado, porque se esfumó. Papá entro dentro, la puerta casi salió volando de las bisagras. Papá, suspirando, quitó la manta de la cama de mamá y, a tuertas, como un loco, le gritó Lucrecia,  empezó a cargar el heno en el espinazo. Y mi hermana no paró, todavía sigue salpicando dolor a su alrededor. Y su sufrimiento me toca, de repente se hace una losa, no lo puedo aguantar más, tengo que salir del armario, ahora, inmediatamente. Y salgo disparada, dámelo a mí, ya le llevo yo el jersey a mamá…

–Es amarillo –grito–. ¡Lobo malvado! ¿Quieres aplastar el jersey amarillo? ¿Qué tienes contra nosotros y mamá?

Estoy temblando, la prenda está blanda, llego en tres pasos al patio. Es que mamá se marcha ahora y puede que no la volvamos a ver nunca. Porque el lobo está en todas partes, tiene las muelas tan grandes como el dispensario entero y, como ha dicho, nos rompe a todos los huesos uno detrás de otro.

–¡Mamááááááá! –grito dando vueltas a toda velocidad–. ¿Qué te ha hecho el lobo, mamá? –Y chillo como una loca.

–Cálmate, Agustina, no pasa nada, cállate de una vez –dice Lucrecia. Y me aprieta contra su pecho.

Se para también mamá, con el brazo como un melón, sujeto con el pañuelo, no pasa nada, mi pequeña rubita, tranquilízate, vuelvo hoy mismo, solo tengo que ver que estoy bien. Ay, ay, mis niños…. ¡Llévame pronto, señor, que no puedo más! Y cierra la puerta detrás de ella.

–¡Para quieta! –me sacude Lucrecia–. Solo tienen que ver qué le pasa en la mano. Si está rota, se la escayolarán. Así se cura, ¿entiendes?

Pero no aguanto más, mamá se ha ido, se la ha tragado el camino, ¿quién nos va a defender ahora aquí? ¿Cómo voy a parar, Lucrecia, tú no ves que las alforjas del lobo ya son como el pueblo entero de grandes? Y corro al centro del patio gritando:

–Lobo malvado, ¡deja en paz a mamá! ¿Me oyes? ¡No la vuelvas a tocar jamás, que hago un hoyo y lo relleno de brasas! ¡Que es mi madre, sinvergüenza! Y prefiero morir, lobo, a dejar que te acerques a ella una sola vez más! ¡Porque es mi madre, ¿me oyes, lobo? Es mi madre…

 

17.


Toda Tutuana que se precie respeta las reglas. Ahora que las tenemos escritas no es como si no nos las hubieran dicho nunca antes. Y aunque las hayamos puesto un poco más abajo del icono de la Virgen María, no debemos confundirlas con la pared. Veamos, la regla uno, la que dice que no gritemos en clase. ¿He gritado yo alguna vez o no? ¿He hecho yo lo mismo que mis compañeras calvas o me he acordado del aire y me he agarrado a él como si fuera una cuerda? Pero no, no soy buena, la primera vez que grité fue cuando se me clavó la pluma de una calva en el dedo. Y después, una vez, cuando se me quedaron los ojos fijos en el Niño y me acordé de la yaya. ¡Cómo me estrechaba, como si yo fuera una corderilla, entre sus brazos! Y me puse como una loca también cuando no me salía la suma. ¡Que no soy la última idiota! Y ha habido tantas otras que no puedo cambiar… He roto la regla uno.

Mejor paso a la dos. En clase está prohibido pegarse, pase lo que pase. Pero cuando alguna calva me ha dado con un libro en la cabeza, se la he devuelto. Y cuando, en gimnasia, una me empujó contra las espalderas, yo le di un balonazo en la cabeza. Y si alguien me ha pegado en el recreo, solo he parado cuando no podía más de miedo. Y he temblado, y me he puesto de rodillas, y he sentido que el sudor de mi espalda es como el hielo. Pero yo, al menos de esto puedo estar segura, no he saltado nunca a pegar a nadie. Porque soy la más normal, eso lo sé, me lo ha chivado la señorita. Cuando las otras no oían, porque estaban jugando a ver quién escupe más fuerte. A mí me parecía asqueroso y me puse junto a la puerta, para que no me dieran. Y la señorita vino, bravo, Agustina, y después les echó la bronca a todas.

¿Pero es que he roto cuadernos o libros? No, el papel es bueno, no se porta mal, te deja que lo saques a jugar cuando quieras. Lo conviertes en aviones, dibujas, escribes en él. Y no te lo comes a escondidas, poco a poco, hasta hacer que toda la ciencia se meta en ti. No mordisqueas a los campesinos que haciendo en el libro y tampoco las poesías de Mos Martin. Porque si algo llega al retrete, ya no puedes recuperarlo. A mí me gustan los libros, estoy en segundo, he esperado tres primeros para tenerlos. Y ahora, que me los merezco más que ninguna de las calvas, ¿cómo no me van a importar? No voy a romper nunca los libros, soy ordenada y sé cómo ponerlos en la mochila. Esta regla no me la puedo saltar.

Pero la regla cuatro, la de hablar educadamente, estoy segura de no haberla respetado. Porque si hasta he llegado a responder con pelea, ¿cómo voy a ponerme una tirita en la boca? Yo también he gritado, que en cualquier escuela especial tiene que haber broncas. Y por eso tampoco sé siquiera si lo siento. Lo de los castigos, o sea la regla número cinco, ni siquiera se me ha ocurrido que pudiera poner yo alguno. Y tampoco es que la señorita sea seca, no como el director que, lo sé, enseñaría amenazante sus colmillos de lobo. Pero él casi ni viene a vernos pero cuando sí que viene entonces nos ponemos de pie de un salto y decimos todo lo fuerte que podemos buenos días.


–He roto tres reglas. Dos no. Soy una pequeña tutuana, demasiado débil. Pero tutuana, al fin y al cabo.

Y Druga está a la espera muerta de ganas de que me porte mal y me tenga que sentir avergonzada. Ella tiene paciencia, sabe cuándo agarrarme y arrastrarme bajo la cama, a su guarida. Pero no se lo voy a permitir, por lo menos aquí, en Buzău, no soy la última idiota. Muy bien, y ahora veamos las reglas secundarias. A ver cuánto odio a los demás. Mucho, Señor, porque una vez ya no podía más y recé porque se muriera la mazacote. Para que no esté al acecho en la entrada, que no abra sus enormes mandíbulas y nos pille dentro a todos, o sea a la clase entera, sin que las señoritas pedagogas nos defiendan. Y que se parta en dos, o en diez, la mazacote, y que se vaya de aquí lo más lejos posible. Porque yo también tengo hambre por la noche y, qué pasa, ¿que porque sea pequeña tiene que quitarme alguien el plato? Y si quiero decir una sola palabra sobre ella, me echo a temblar y siento que me castañetean los dientes de miedo. Y la mazacote esta, con el miedo de todos los tamaños, puesto en casitas pequeñitas, perfectas para vivir dentro, es insoportable. Un día se va a hacer demasiado grande y ya no voy a poder saltar bajo las colchas de Blancanieves. Y perdóname angelito de la guarda por odiar a la mazacote. Y porque desee traer a Sever, aunque tampoco es que sea muy grande, para que la espachurre contra las paredes, hasta que ya no se pueda mover. Pero mejor que venga Lucrecia, entonces ya no me pegaría nadie. Y ella sería una niña buena con la cabeza preparada para aprender. Y ella, aunque estuviera con las mayores, no fumaría como un carretero, por las esquinas, como hacen algunas. Ni pediría una nota de permiso para ir al cine queriendo, de hecho, ir a pedir en la estación. Para ahorrar moneda a moneda y comprar montañas de cigarros que después poner bajo el colchón. Y no se le pasaría por la cabeza escaparse, porque es mejor hasta inhalar Aurolac por la nariz hasta que el cerebro se te convierta en plástico. No, Lucrecia se las apañaría, y nos iría tan bien. Después también traeríamos a Sever, solo que aquí también lo echaría de menos porque lo pondrían a dormir con los chicos. Y no lo podría ver ni en los recreos, porque los locos esos a veces son tan malos como las bestias. Se queman todo el rato con los cigarros, se pegan hasta que les sale sangre por la nariz, por culpa de unos a veces hasta han tenido que llamar a la policía. Es obligatorio evitarlos. No, mejor no traer a Sever. Y tampoco creo que Lucrecia pudiera venir, porque ella está bien de la cabeza. ¿Cómo se me ha podido olvidar que está entre los mejores de la clase? Ya encontrará ella un instituto, en el fin del mundo, donde ya no tenga que oír al lobo. Y el instituto es otra cosa, no es como una escuela especial.

También he roto la regla siete. Si no estamos locas, ¿por qué todo el mundo nos llama eso? ¿Y cómo somos nosotros, los niños de la Escuela Especial? Unos piojosos. Otros sin fuerza en las piernas. Una chica, de otra clase, sin una mano. Unos cuantos bizcos, como Crucișa. Y después los demás, los tartamudos, los que gritan, los que tienen crisis. Y un montón de retrasadas, porque ya


tienen papeles que lo dicen. Y reciben dinero del estado… Y aquí, para que no acaben en la calle, les meten en la cabeza las lecciones. Pero yo no voy a vivir nunca en un canal. Tengo a mamá y ella sabe que no soy más que una pequeña entre otros once. Ella querría criarme Tutuana. Por eso voy a intentar que se ponga contenta y no voy a llamar nunca más locas a las calvas.

Robar, o sea la regla ocho, no me gusta. No soy como las otras calvas que van juntando gomas de borrar, todas, las meten en sus estuches y dicen que se las han regalado. Pero esta es mía, no lo ves, estás ciega, le he hecho una marca, grito mientras ellas empiezan a lloriquear. Y cogemos nuestras gomas, porque el estado no está como para tirar dinero. ¿Comida? Yo no se la quito a nadie, pero a mí me la roba la mazacote. Y no me libro, he vuelto a acordarme de ella. Tengo que sacármela de la cabeza porque queda poco y, cuando suene el timbre, empezará el alboroto. Y lo mismo no soy capaz de aguantarme y vuelvo a romper las reglas. Y entonces adiós muy buenas a los elogios.

Daño no sé si me hago. No quiero darme puñetazos en la cabeza, pero a veces es necesario. No me muerdo el labio hasta hacerme sangre, solo si llego al límite de mis fuerzas. No me quedo helada de espanto, solo cuando no hay otra opción. Y a los niños más mayores los evito, ni los veo, que ellos tienen la cabeza más arriba de las espalderas. Y si se tropiezan conmigo, los dejo, porque las niñas esas, la mayoría, no nos destrozan. Solo alguna que otra está un poco majareta y si le coge manía a alguien es capaz de matar. Mi loca se llama Dilia. Y solo con acordarme de ella, que no puedo evitarlo, me pongo a temblar otra vez y empiezo a llorar. Pero justo cuando ya no puedo  parar el nudo de la garganta, la puerta de la clase se abre.

–Buenos días, señor director –nos ponemos todas de pie de un salto.

El corazón me da un vuelco, porque detrás de él están las madres. Las pocas, ni la mitad, que nos van a llevar a algunas de nosotras a casa. También está mamá, la veo y no sé qué hacer. Tiene la cara más delgada que antes, pero el cuerpo más gordo. Y lleva un vestido de terciopelo negro. Y su jersey amarillo, con agujeritos, el de los días de fiesta. De repente pienso que igual no me reconoce y elige a otra persona, porque todas las calvas han empezado a suplicar:

–¡Mamá, por favor, llévame a casa! ¿Quieres ser mi mamá? Mamá, por favooor, mamá… Y yo también he gritado:

–¡Mamá!

Y no las he dejado, las he echado a un lado, dando tortas a derecha e izquierda, las he empujado diciendo:

–¡Me voy de vacaciones! ¿Me oís? ¡Yo! ¡Porque esta es mi mamá, no la vuestra! ¡La mía!

Y me he tirado a los brazos de mamá y la he abrazado con todas mis fuerzas. Y ella me ha abrazado hasta que me he quedado sin aire y me he dado cuenta de que me había visto desde el principio como a una tutuana, la más maravillosa de todas. Por eso me cogió a mí y no pensó ni por


un momento que podría sustituirme por alguna de las bizcas o por alguna calva. No se le pasó por la cabeza que ya no soy buena, porque he roto tantas reglas. Y yo me iba ahora, agarrada a ella, porque muy muy lejos, en el norte del país, la Semana Santa se preparaba para venir a casa. Yo me marchaba con mamá a casa.

 

 

Ioana Nicolaie ha sido nominada para numerosos premios nacionales e internacionales, entre los que destaca el Eastern European Literature Award. Los poemarios El norte y Autoinmune han sido traducidos respectivamente al alemán (2008) y al búlgaro (2016), mientras que la novela Un pájaro sobre el alambre ha sido publicada en serbio. Sus textos aparecen en más de veinte volúmenes colectivos y antologías rumanas e internacionales (Poésie 2003: Roumanie, territoire d’Orphée, New European Poets, An Anthology of Contemporary Romanian Poetry, Ferestre 98, 40238 Tescani, Cartea simțurilor, Bucureștiul meu, Scriitori la poliție, etc.).M

 

Ha participado en lecturas y conferencias en numerosos festivales nacionales e internacionales de literatura. En Francia, Reino Unido, Alemania, Austria, Canadá, Suecia, Polonia, EE.UU. y Bulgaria se han publicado diferentes selecciones de su poesía. Es miembro de la Unión de Escritores de Rumanía y de PEN Rumanía.*

Foto y biografía: Elena Borrás

 

 

 

Elena Borrás, una salmantina que en 2010 comenzó un intenso periplo por Rumanía y una apasionada aventura con su literatura y con su cine. Antes de llegar a ese punto, estudió Traducción e Interpretación en la Universidad de Salamanca y un Máster en Mediación Intercultural, Interpretación y Traducción en los Servicios Públicos en la Universidad de Alcalá.

Casi por casualidad, en mayo de 2010 recibió una beca del Instituto Cultural Rumano para traductores de literatura en formación. Durante dos meses viví en el palacio de Mogosoaia, muy cerca de Bucarest, y tuvo la oportunidad de conocer de primerísima mano la literatura contemporánea rumana. Desde entonces, ha traducido y publicado varios volúmenes y ha subtitulado múltiples películas de ficción y documentales.

 

No solamente trabaja con el rumano (sus otras lenguas son el inglés, francés e italiano), aunque reconoce que es un idioma que le encanta y en el que más cómoda se siente (sin contar con el castellano, su lengua materna).*

 

Fuente de fotos y biografías: Elena Borrás

 

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