La hiperbólica caída del insólito niño Webber o la añoranza de la carne

 

 

 

 

La hiperbólica caída del insólito niño Webber o a la añoranza de la carne

 

 

 

José Manuel Cuéllar Moreno

 


 

 

El más reciente e hiperbólico libro de Gerardo Miranda, publicado por El Golem Editores, hace justicia a su título y deja en el lector el regusto amargo de los sabores insólitos.

 

 

La palabra poética de Gerardo pone el dedo en la llaga, sólo que se trata de una llaga incruenta en un cuerpo de plástico. Ni la filosofía ni la literatura pueden tomar como punto de partida para sus devaneos al hombre de carne y hueso de Miguel de Unamuno por la sencilla y contundente razón de que estamos inmersos, o peor aún, estamos arrojados y caídos a un mundo en que la sustancialidad vertebradora de los huesos ha desaparecido y la carne, con todos sus nervios y con toda su tibieza y con toda su fragilidad, ha sido reemplazada por la frialdad y el aspecto proteiforme del plástico. Éste es el tema del libro, si es que podemos hablar de “tema” y no más bien de un rezo o una súplica que el autor mastica con los labios apretados; este tema o rezo o súplica, decía, es el de plasticidad, una palabrota ambigua que designa tanto nuestras humanidades de sololoy, atrapadas en el vértigo de la mass media, como la avidez y la inquietud y el prurito de angustia con que experimentos los cambios en la actualidad: cambio de pareja, de trabajo, de casa, de ropa y de ideas, impidiendo la familiaridad continuada y entregándonos en cambio una perpetua sensación de precariedad e inmanencia. Lo de veras insólito es la perpetuidad fatigosa del cambio, con una fatiga parecida a la de la rueda de Ixión: todo es insólito porque todo y todos respondemos al ineludible deber del cambio, porque todo y todos poseemos el don gratuito –nadie lo escogió– de la plasticidad; nada en sentido estricto envejece porque nada en sentido estricto perdura. La vida, o mejor dicho, los cuerpos vivos –constata el autor– no son agentes libres y acaso –éste es el escándalo hiperbólico– tampoco están vivos.

 

 

Si a mediados de los setenta, Michel Foucault quebrantó la ilusión falsa de la libertad y el sujeto, para hablarnos más bien de cuerpos dóciles y almas subyugadas, hoy tendríamos que hablar, en la misma tesitura, de cuerpos y almas de plástico, en una alusión doble a la plasticidad –la capacidad de ser modelado– y al material sintético que fue el signo de la industria química y extractivista petrolera del siglo XX. Los cuerpos de plástico ante los que se horroriza la mirada del poeta, son cuerpos emasculados y vaciados de sangre, cuerpos vivos porque aún miran o parecen mirar, y porque parecen albergar un principio de animación (muy posiblemente extrínseco); cuerpos medio vivos, “sin propiedades de resistencia a esfuerzos mecánicos”, que en su vaga impotencia agachan la cabeza (agachamos la cabeza) para contemplar con azoro y con un amago de sonrisa estúpida nuestra entrepierna de hule.

 

La no-vida de estos cuerpos de plástico genera un tipo muy particular de angustia, no la de Heidegger, que nos abre de súbito a la certeza de nuestra finitud estructural, sino a la de Lévinas, que es, por el contrario, la certeza de la no-finitud, porque lo que no está vivo no muere, y lo que no muere está condenado a una permanencia sin contornos y como diluida en una materia primordial e informe, sin identidades propias ni posibilidades de individuación: “la absurda supervivencia de un cuerpo no-finito”.

 

 

Para el poeta, el mítico fuego de Prometeo ha perdido su carácter subversivo, tanto creador como destructor, para convertirse en el elemento domesticado y cómplice de la producción de los cuerpos. El alfarero del mundo –el demiurgo platónico al que se dirige nuestro autor– ha reemplazado el barro (y el maíz) por el plástico por considerarlo quizá más dócil –término foucaultiano– a sus lametazos de fuego.

 

 

Los cuerpos desalmados e impersonales de plástico intercambian sus miembros –sus brazos, sus cabezas, sus piernas, sus falos de hule– como intercambian vivencias o convicciones, no hay cabida para la unicidad, “no es una sola voz la que nos habita”, sino un enjambre de voces que además nos interpelan con un tono imperativo e inapelable.

 

El poeta se rehúsa a pronunciar un “amén”. “Aunque sea de plástico se pudre, aunque sea de plástico se jode, no para siempre en la tierra, sólo un poco aquí.” Amparado en la patria potestad de Nezahualcóyotl, Gerardo Miranda concluye con este consuelo o promesa de consuelo: también el plástico se pudre, su intemporalidad –ésta es la lección de Nezahualcóyotl– es efímera. El espectáculo de la pudrición, que en otras circunstancias nos parecería temible, hoy constituye un espectáculo de redención.

 

En el gólem de plástico de este hiperbólico e hiperfáustico siglo, Miranda aún se empeña en introducir sus palabras vivificantes.

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