Poesía de Eduardo Lizalde

 

 

 

EL TIGRE EN LA CASA (1970)

 

 

 

I. Retrato hablado de la fiera

 

 

2

 

 

EL TIGRE

 

Hay un tigre en la casa
que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
y sólo puede herir por dentro,
y es enorme:
más largo y más pesado
que otros gatos gordos
y carniceros pestíferos
de su especie,
y pierde la cabeza con facilidad,
huele la sangre aun a través del vidrio,
percibe el miedo desde la cocina
y a pesar de las puertas más robustas.

 

Suele crecer de noche:
coloca su cabeza de tiranosaurio
en una cama
y el hocico le cuelga
más allá de las colchas.
Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
de muro a muro,
y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
como a través de un túnel
de lodo y miel.

 

No miro nunca la colmena solar,
los renegridos panales del crimen
de sus ojos,
los crisoles de saliva emponzoñada
de sus fauces.

 

Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.

 

Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado

 

en todo esto.

 

 

 

 

3

 


                            “Lo he leído, pienso, lo imagino;
                                   existió el amor en otro tiempo”
                                   Será sin valor mi testimonio.
                                                Rubén Bonifaz Nuño

 

Recuerdo que el amor era una blanda furia
no expresable en palabras.
Y mismamente recuerdo
que el amor era una fiera lentísima:
mordía con sus colmillos de azúcar
y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
Eso sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
era el amor, según recuerdo.
Recuerdo bien que los perros
se asustaban de verme,
que se erizaban de amor todas las perras
de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
—como si lo estuviera viendo—.
Lo recuerdo casi de memoria:
los muebles de madera
florecían al roce de mi mano,
me seguían como falderos
grandes y magros ríos,
y los árboles —aun no siendo frutales—
daban por dentro resentidos frutos amargos.
Recuerdo muy bien todo eso, amada,
ahora que las abejas
se derrumban a mi alrededor
con el buche cargado de excremento.

 

 

 

4

 

 

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;
que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.

 

Como si el verde pasto celestial,
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho, se desplome.

 

Que una sola munición de estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.

 

Que el oro mismo estalle sin motivo.
Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.

 

Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,
tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.

 

Que tanto amor queme sus naves
antes de llegar a tierra.

 

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
niños, animales domésticos, señores,
lo que duele.

 

 

 

 

 

II. Grande es el odio

 

 

 

1

 

 

 

Grande y dorado, amigos, es el odio.
Todo lo grande y lo dorado
viene del odio.
El tiempo es odio.

 

Dicen que Dios se odiaba en acto,
que se odiaba con fuerza
de los infinitos leones azules
del cosmos;
que se odiaba
para existir.

 

Nacen del odio, mundos,
óleos perfectísimos, revoluciones,
tabacos excelentes.

 

Cuando alguien sueña que nos odia, apenas,
dentro del sueño de alguien que nos ama,
ya vivimos el odio perfecto.

 

Nadie vacila, como en el amor,
a la hora del odio.

 

El odio es la sola prueba indudable
de la existencia.

 

 

 

 

 

2

 

 

 

Y el miedo es una cosa grande como el odio.
El miedo hace existir a la tarántula,
la vuelve cosa digna de respeto,
la embellece en su desgracia,
rasura sus horrores.

 

Qué sería de la tarántula, pobre,
flor zoológica y triste,
si no pudiera ser ese tremendo
surtidor de miedo,
ese puño cortado
de un simio negro que enloquece de amor.

 

La tarántula, oh Bécquer,
que vive enamorada
de una tensa magnolia.
Dicen que mata a veces,
que descarga sus iras en conejos dormidos.
Es cierto,
pero muerde y descarga sus tinturas internas
contra otro,
porque no alcanza a morder sus propios miembros,
y le parece que el cuerpo del que pasa,
el que amaría si lo supiera,
es el suyo.

 

 

 

 

 

5
 

Para el odio escribo.
Para destruirte, marco estos papeles.
Exprimo el agrio humor del odio
en esta tinta,
hago temblar la pluma.
En estas hojas,
que escupo hasta secarme, arrojo
Todo el odio que tengo.
Y es inútil. Lo sé.
Sólo te digo una cosa:
si estas últimas líneas
fueran gotas,
serían de orines.

 

 

 

 

 

6

 


De pronto, se quiere escribir versos
que arranquen trozos de piel
al que los lea.
Se escribe así, rabiosamente,
destrozándose el alma contra el escritorio,
ardiendo de dolor,
raspándose la cara contra los esdrújulos,
asesinando teclas con el puño,
metiéndose pajuelas de cristal entre las uñas.
Uno se pone a odiar como una fiera,
entonces,
y alguien pasa y le dice:
“vete a cenar, tigrillo,
la leche está caliente”.

 




 



 

LA ZORRA ENFERMA (1974)

 

 

 

I. La zorra

 

 

 

A LA MANERA DE CIERTO POUND

 


Si yo pudiera decir todo esto en un poema,
si pudiera decirlo, si de verdad pudiera,
si decirlo pudiera,
si tuviera el poder de decirlo.
¡qué poema, Señor!
¿Quién te lo impide, muchachito?
Anda: desnúdate, para qué más remilgos,
qué clase de hipocritón gomoso quieres ser,
lanza la rima y la moral al inodoro,
anda, circula.
¡qué gran poema!
¡qué poemota sería!
Si pudiera, siquiera, si pudiera
poner la letra primera,
lazar como a una vaca ese primer concepto, si pudiera empezarlo,
si alcanzara, malditos,
cuando menos, a tomar la pluma
¡qué poema!

 

 

 

 

 

 

 

II. ¿Quién invento este juego?

 

 

LA BELLA IMPLORA AMOR

 

Tengo que agradecerte, Señor
-de tal manera todopoderoso,
que has logrado construir
el más horrendo de los mundos-,
tengo que agradecerte
que me hayas hecho a mí tan bella
en especial.
Que hayas construido para mí tales tersuras,
tal rostro rutilante
y tales ojos estelares.
Que hayas dado a mis piernas
semejantes grandiosas redondeces,
y este vuelo delgado a mis caderas,
y esta dulzura al talle,
y estos mármoles túrgidos al pecho.

 

Pero tengo que odiarte por esta perfección.
Tengo que odiarte
por esa pericia torpe de tu excelso cuidado:
me has construido a tu imagen inhumana,
perfecta y repelente para los imperfectos
y me has dado
la cruel inteligencia para percibirlo.
Pero Dios,
por encima de todo,
sangro de furia por los ojos
al odiarte
cuando veo de qué modo primitivo
te cebaste al construirme
en mis perfectas carnes inocentes,
pues no me diste sólo muñecas de cristal,
manos preciosas -rosa repetida-
o cuello de paloma sin paloma
y cabellera de aureolada girándula
y mente iluminada por la luz
de la locura favorable:
hiciste de mi cuerpo un instrumento de tortura,
lo convertiste en concentrado beso,
en carnicera sustancia de codicia,
en cepo delicioso,
en lanzadera que no teje el regreso,
en temerosa bestia perseguida,
en llave sólo para cerrar por dentro.
¿Cómo decirte claro lo que has hecho, Dios,
con este cuerpo?
¿Cómo hacer que al decirlas,
al hablar de este cuerpo y de sus joyas
se amen a sí mismas las palabras
y que se vuelvan locas y que estallen
y se rompan de amor
por este cuerpo
que ni siquiera anunciar al sonar?
¿Por qué no haberme creado, limpiamente,
de vidrio o terracota?

 

Cuánto mejor yo fuera si tú mismo
no hubieras sido lúbrico al formarme
-eterno y sucio esposo-
y al fundir mi bronce en tus divinas palmas
no me hubieras deseado
en tan salvaje estilo.
Mejor hubiera sido,
de una buena vez,
haberme dejado en piedra,
en cosa.

 

 

 

 

 

 

 

BELLÍSIMA

 

 

 

Y si uno de esos ángeles
me estrechara de pronto sobre su corazón,
yo sucumbiría ahogado por su existencia
más poderosa
.

 

Rilke, de nuevo

 

 

 

Óigame usted, bellísima,
no soporto su amor.
Míreme, observe de qué modo
su amor daña y destruye.
Si fuera usted un poco menos bella,
si tuviera un defecto en algún sitio,
un dedo mutilado y evidente,
alguna cosa ríspida en la voz,
una pequeña cicatriz junto a esos labios
de fruta en movimiento,
una peca en el alma,
una mala pincelada imperceptible
en la sonrisa…
yo podría tolerarla.

 

Pero su cruel belleza es implacable,
bellísima;
no hay una fronda de reposo
para su hiriente luz
de estrella en permanente fuga
y desespera comprender
que aún la mutilación la haría más bella,
como a ciertas estatuas.

 

 

 

 

 

 

 

III. Tres canciones de inocencia

 

 

 

VACA Y NIÑA

Los niños de las ciudades
conocen bien el mar,
                     mas no la tierra.
La niña que no había visto
                     nunca una vaca
se la encontró en el prado
                     y le gustó.
La vaca no sonreía
-está contra sus costumbres-.
La niña se le acercó, pasos menudos,
como a una fuente materna
de leche y miel y cebada.
La vaca a su vez,
rumiando dulce pastura,
miró a la pequeña triste,
como a un becerro perdido,
y la saludó contenta:
la cola en alta alegría,
látigo amable
que festejaban las moscas.

 

 

 

 

 

 

 

CAZA MAYOR (1979)

 

 

I

 

 

El tigre real, el amo, el solo, el sol

de los carnívoros, espera,
está herido y hambriento,
tiene sed de carne,
hambre de agua.
Acecha fijo, suspenso en su materia,
como detenido por el lápiz
que lo está dibujando,
trastornada su pinta majestuosa
por la extrema quietud.
Es una roca amarilla:
se fragua el aire mismo de su aliento
y el fulgor cortante de sus ojos
cuaja y cesa al punto de la hulla.
Veteado por las sombras,
doblemente rayado,
doblemente asesino,
sueña en su presa improbable,
la paladea de lejos, la inventa
como el artista que concibe un crimen
de pulpas deliciosas.
Escucha, huele, palpa y adivina
los menores espasmos, los supuestos crujidos,
los vientos más delgados.
Al fin, la víctima se acerca,
estruendosa y sinfónica.
El tigre se incorpora, otea, apercibe
sus veloces navajas y colmillos,
desamarra
la encordadura recia de sus músculos.
Pero la bestia, lo que se avecina
es demasiado grande
-el tigre de los tigres-.
Es la muerte
y el gran tigre es la presa.

 

 

 

II

 

El bello, finalmente, el poderoso,

por el mayor fue vencido.
No sólo el gran tigre muere,
esta argamasa de brillo y sangre,
este relámpago
de homicida perfección:
muere con él su raza,
la historia de los tigres.
(Dice Sankhala el sabio,
adorador de tigres,
rey del zoológico en Delhi,
que sólo cuatro mil tigres restan
en los bosques y las tundras
de la antigua Hircania,
de Persia o de la India,
de Java o de Sumatra.)
Los batidores sitian a la bestia mayor,
la cercan, guían, acosan
-gritos, golpes, música, tambores-,
y él, último ejemplar, todos el último,
y joya irrepetible, juego, gloria,
de la altivez, el crimen, la hermosura,
lanza el final rugido
y el aire se enrarece
como cuando se desploma una caverna.

 

 

 

IV

 

 

El tigre en celo
es como un pozo de semen,
como un brazo de río:
más de cincuenta veces en un día
copula y se descarga largamente en la hembra,
como un cielo encendido en éxtasis perpetuo,
una tormenta de erecciones.
Y la hembra que aúlla o vocaliza
con su voz de contralto,
cómica y dolorosa,
pornográfica y mártir,
espera al tigre que la ronda sin tregua
como una tea, como un astro poseído e hirsuto.
Las fieras se acarician, Rubén,
bajo las vastas selvas primitivas.
Es el gran circo del sexo
en inconsciente y arrobada
soledad acróbata.
Al alba, cuando las bestias lujuriosas duermen,
parece oler a sexo, también a carne macerada,
en dos kilómetros a la redonda
y un resplandor ligero emana de ese Olimpo
en que la prole
del que podría preñar en horas a doscientas tigresas
es grandioso rescoldo y ya se apaga
como un fuego de siglos,
cesa como un viento,
cede como un canto.

 

 

 

V

 

 

La tigra sólo alumbra, cada dos años,
una alegre camada de tres o cuatro crías.
A veces la destruye casi a todas:
comparte con el tigre las carnes entrañables
de esos vástagos rubios, solares y graciosos
que pronto serían rudos comensales,
voraces compañeros
en la inconstante mesa selvática.
La tigra sabe
- su lógica está hecha de sangre, no de
olfato-,
que todo se ha perdido para su dinastía.
Un cachorro, muy pocos sobreviven
al filicidio aséptico, ritual,
casi quirúrgico y casi gastronómico
para ser testigos, dejar rastro,
estar ahí cuando se cumpla la condena.

 

 

 

VI

 

 

Me quedo, tigre solo, satisfecho,
hambriento a veces,
aquí en esta cantina
donde el tiempo no pasa.
En esta misma mesa
de la cervecería La Curva
en que gastábamos
la quincena y el tiempo
mi amigo Marco Antonio y yo,
graves y grávidos poetas.
Pido cerveza. Escribo como entonces,
para qué,
unas líneas más o menos jocundas.
Pero pienso en la muerte,
un áspero humor sopla, corre como un frío,
huele a tanino, como un tiempo fermentado,
un vino enfermo.
Comprendo que alguien me persigue,
alguien apunta,
alguno acecha, me caza,
venadea, tigrea, destruye.
Pido otra cerveza.

 

 

 

 

 

XXIV

 

 

 

 

Los tigres mueren

 

pero las ratas proliferan, bullen y dan flor

 

(hay cinco por cada hombre, seiscientas mil por cada tigre).

 

Pero pronto el mar será de ratas, mar de pelo y no de agua;

 

asaltarán todas las torres, Edgar;

 

una gran turbonada, una ola negra,

 

el mar en una ola

 

de viscosas, grasas, enceguecidas,

 

salvajes, espantosas, persistentes, fuertes ratas

 

cubrirán todas las playas y serán pasto suyo las ciudades

 

-se fraguan, concreto armado, las alucinaciones de Camus-;

 

las urbes trémulas verán caer ganados, hombres,

 

trigos, pájaros, libélulas,

 

y a distancia, la Tierra será un blanco, bello ovoide,

 

una madeja de huesos

 

como ciertas rosas o esferas de marfil

 

talladas finamente por los chinos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TABERNARIOS Y ERÓTICOS (1989)

 

 

 

CAJA NEGRA

La noche sobre las almas.
Todos los sueños, toda la sangrienta memoria,
las pasiones más pútridas,
los amores más bellos,
las más altas traiciones,
los estupros más viles,
los delitos incruentos y preciosos
de los amantes perseguidos,
los crímenes también de los impuros, toscos
chacales de la urbe,
los secretos más crueles de la felicidad y del dolor,
los crímenes imaginarios, heroicos, bucaneros,
de los adolescentes incestuosos,
la clave de la guerra entre hermanos,
punto fino, el solapado origen de toda la tragedia,
el ojo mismo para contemplarlos,
están todos ahí, en la caja negra,
nuestro centro invisible y expansivo
que vibra entre la válvula cardiaca
y el florecido sexo al que servimos con suerte desigual.
Pero nunca ha de abrirse.
Todo a su alrededor ha de morir si ella se abre,
agujas, cardos ha de volverse el agua que se bebe
si ese turbio corazón se rompe.
Sobre las almas cerraría la noche
si esa caja se abriera en las entrañas
de una sola criatura del frágil universo,
como si se rompiera el corazón de Dios
-la miel enferma del panal está en la caja-.
Freud se traumara con la idea de ese custodio visceral,
ángel interno,
que nos protege como un tumor benigno
de la basta miseria.
Se han de romper las naves,
ha de astillarse el aire como el vidrio corriente,
pero la caja, no.
Dios puede enloquecer y ha de quebrarse al fin
como un volátil superior,
pero la caja, no.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CHARLIE BROWN EN LA LOMA
(TANGO DE OTRO VIUDO)

En la noche asesina, y solo en el montículo,
¡qué soledad a veces, Charlie, pavorosa!,
con casa llena,
y ya en la parte baja de la octava,
y tirando wild pitch –uno tras otro-,
salvaje, eterna soledad, de veras.
Cósmica soledad del lanzador al centro del diamante.
Una mirada al fondo, de ratón acorralado:
toleteros veloces, atentos y enemigos
y tristes jardineros fraternales
a los que ciega el sol bajo las bardas.
Solar, nocturna jornada interminable.
Al frente, el bateador,
la noche arriba.

Lluevan, cielos,
derrúmbense las nieblas sobre el parque.
Viudo en la loma,
como bajo la ducha de esa infancia
que dejábamos ya, soñando en altas diosas
o primas ruborosas e imposibles,
y haciéndose una horrible, deprimente puñeta
en la mañana,
¡qué soledad, de veras, Charlie!
-y falla el doble play, para acabarla-.

 

 

Eduardo Lizalde (México, 1929). Poeta, narrador y ensayista. Estudió Filosofía y música en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es uno de los grandes exponentes de la poesía mexicana del siglo XX. Actualmente dirige la Biblioteca Nacional de México. Entre sus libros destacan: Cada cosa es Babel (1966), El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979), Tabernarios y eróticos (1989), Rosas (1994) y Otros tigres  (1995). En 1984 le fue concedida la beca de la Fundación John Simon Guggenheim. Su obra ha sido distinguida con importantes galardones: el Premio Xavier Villaurrutia  (1969), el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (1974), el Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1988), el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde (2002), la Medalla de Oro de Bellas Artes (2009) y el Premio de Poesía Federico García Lorca (2013).

 

 

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