Poesía de César Dávila Andrade

Canción espiritual del árbol derribado

 

 

 

No fue el ciclón con sus campanas desgarradas.

 

Fueron los hombres que viven a tu sombra.

 

Trajeron hachas finas por el aire.

 

Trajeron siete hachas por el aire.

 

Siete delgadas concubinas de odio.

 

Fue una tarde de ancho ocaso rojo.

 

Tenían los leñadores sal verde y afilada en las axilas.

 

Los golpes de las hachas corrían por el bosque

 

con pies planos y huecos.

 

Se volvían las ramas azules de sonido.

 

Hasta que cayó el árbol sobre el dulce costado

 

cual alto dios antiguo,

 

con un ruido plural de abejas verdes

 

y venas arrancadas.

 

 

 

Con aroma de pan y de azucenas se abrieron sus cimientos.

 

Pero quedó su alma: una fruta alargada y transparente,

 

sin agua, sin albúmina, sin tiempo.

 

Su alma de libres llamas corporales, con cintura de heno

 

y pálida camisa de avena.

 

 

 

Con un temblor de candelabros líquidos

 

entró en la inmensa desnudez del cielo.

 

Se hizo un gran silencio de manzanas vacías,

 

y de la orilla de todos los bosques

 

partieron a la música navíos,

 

y una hojarasca de aves invisibles.

 

El viento prolongó, al pasar, mi pulso,

 

y la materia ardiente de mis sienes.

 

El viento llenó el agua de cipreses y silencio.

 

El alto viento levantó del árbol la sustancia anillada de la música,

 

el peso de acuarela de los pájaros, las balas de coral de la madera.

 

 

 

Qué material tan puro el de sus yemas.

 

Qué cera tan sagrada la que entreabrió sus flores

 

en tenue sexo de inquietos alfileres.

 

 

 

¿No volveremos a ver manos azules

 

subiendo por el aire del otoño?

 

¿No veremos ya más su domingo encendido de cerillas

 

por los niños traslúcidos del día?

 

¿No veremos ya más esa muchacha ciega

 

que en puntillas buscaba una sortija de resina?

 

 

 

Deja que ponga bajo tu nuca blanca

 

esta almohada inquieta de peces de mi anhelo.

 

 

 

No has muerto. No eres hijo de odio ni de muerte.

 

Vives ahora en el piso más delgado de los cielos.

 

 

 

 

 

Muchacha en bicicleta

 

 

 

La garza en su equilibrio impar.

 

El bebedor de la posada “El Camello de Oro”.

 

El aguador ciego que conoce la frescura de la pausa.

 

El jorobado sobre su bastón maniatado A LA Tierra.

 

La señora de los ángeles de hilo y vidrio en la ventana.

 

El escarabajo sobre su panza lapislázuli

 

y yo, entre los cipreses de tinta.

 

 

 

Mientras tú, pasas sobre la doble

 

flor de varillas, volando equidistantes

 

rosas de diamante

 

hacia panoramas de metalurgia:

 

te hemos visto desde nuestras iguales cruces.

 

 

 

Esbeltez del azote.

 

Holgura del ángel en el vacío.

 

Fugitiva sobre los labios de tu entraña,

 

besas, a sabiendas, tu propio abismo

 

y tu ligera silla vuela sobre los lomos del querubín.

 

 

 

Huyendo, sorbes a tus amantes en un aire

 

de mil veloces lechos.

 

Tu doncellez arriesga su inseguro atavío

 

Pétalo único de un instante de lirio y de terror.

 

 

 

La estatua innumerable que te sigue y te viste

 

busca una joya sin fondo en la velocidad

 

de fulgor y platino.

 

 

 

Pero tú, vuelves siempre.

 

Porque,

 

aquí yace constante el vagabundo

 

sobre el místico lecho de papel

 

y el escarabajo sobre su panza lapislázuli.    

 

 

 

 

 

El ebrio

 

 

 

Ir a pasos rotos sobre ese paso roto que camina solo bajo el Ebrio.

 

Salir en la noche, pálida ya de aurora,

 

y elegirse entre los ahogados más humildes del señor.

 

 

 

Ir de animal en animal, por ese número, Número en Cruz

 

que la camisa de un velero náufrago

 

que ya nunca te tomará en cuenta.

 

 

 

Ir de luna en luna

 

con la princesa de carne vestida de yeso.

 

Amor de astilla que nos avisa el sitio exacto de la Cruz

 

en el hombro sin ropa.

 

 

 

Caer en el caos de la mujer dibujada ya por cien manos.

 

Y caer en la gárgara del Beodo Universal!

 

 

 

Porque el ventrílocuo escribió en velo

 

el soliloquio de la mosca,

 

ir de oído hacia el Silencio.

 

 

 

Blasfemia de los ebrios,

 

desde el líquido idioma de los niños,

 

rezas devotamente a la espalda de palo de Jesús.

 

 

 

Temblar como una copa en las manos de un loco

 

y temer que la llaga termine

 

en la hora de la muerte.

 

 

 

Extender el Cielo hasta el otro lado de Dios.

 

Y extender la carne

 

hasta el último clavo del Gólgota.

 

Hasta que el Ángel deshaga en papel y agua,

 

y, luego, escuchar. “Esta es mi Sangre”.

 

Y embriagarse sin calor y sin pecado.

 

 

 

 

 

Hospital

 

 

 

Siempre, hacia las dos de la mañana,

 

llega la muerte al Hospital.

 

En la puerta, levanta su osamenta derecha, saludando,

 

y me sonríe su más sincero yeso.

 

Algo tiene del Sur del Mundo en la mirada,

 

y algo que es

 

como una casa en la que todos se hallan

 

mudos, rezando por los sótanos.

 

Tiene algo de maíz blaquísimo de miedo;

 

y algo de pestañeo de tijeras.

 

Su nariz luce siempre la gracia

 

de la pequeña violeta mojada.

 

 

 

Siéntase a la cabecera de mi muerte,

 

y me besa con su alma desdentada.

 

Luego, como es costumbre suya, monologa.

 

 

 

“Ah, esta noche no tengo a quién amar,

 

no tengo a quién matar”.

 

“Si algún agonizante me pidiera ayuda,

 

le mataría con toda mi ternura”.

 

“Pobres muertos, van llorando tras sus enterradores.

 

Vuelven de noche, a sus cadáveres

 

y los hallan cerrados”.

 

“Entran en las alcobas de los novios,

 

y presencian, temblando, los combates nupciales”.

 

“Tienen castrado ya su corazón de calcio”.

 

 

 

Y todas las mañanas, a las tres del alba,

 

Deja la Muerte el Hospital.

 

 

 

Duermo.

 

Me sueño el pulmón izquierdo,

 

como un cometa de unas vacaciones

 

que murieron de brisa natural.

 

 

 

Luego, me sueño ambos pulmones,

 

como a dos ángeles arrodillados

 

frente a frente,

 

a los lados de Sagitario:

 

Le adoran a Él, y se ríen de Mí.

 

 

 

Ahora, las Hermanas pasan ya con sus cisnes divididos

 

sobre sus cabezas;

 

con los pechos sellados y secretos,

 

tras sus corazas de almidón y lienzo.

 

 

 

El día es largo como el éter.

 

La tarde se prolonga como fémur.

 

Por esto, los muertos dejan la comida

 

para el día siguiente,

 

y sus platos se enroscan como perros

 

que han perdido el hambre para siempre.

 

 

 

Qué bella salud,

 

un día antes de la muerte!

 

 

 

Y otra vez, a las dos de la mañana,

 

entra la Buena.

 

Me besa con su boca de dos teclas,

 

y me dice que esta noche no tiene a quién amar,

 

que no tiene a quién matar.

 

Luego, se pone de hueso nuevamente,

 

y se aleja llorando por los muertos.

 

 

 

Estos poemas pertenecen al libro César Dávila Andrade (poesía, narrativa, ensayo),publicado por Biblioteca Ayacucho, 1993, Venezuela.

 

 

César Dávila Andrade. El 5 de octubre de 1918 nació en  Cuenca este  poeta, narrador y ensayista ecuatoriano, considerado uno de los escritores más representativos del país, y señalado como el mayor representante del relato breve ecuatoriano. La Biblioteca Simón Rodríguez del Parlamento Andino conmemora el nacimiento de César Dávila Andrade apodado “El Fakir”.

 

En el 2018 , en memoria de su natalicio número 100,  la casa de la Cultura Ecuatoriana y la Academia Ecuatoriana de la Lengua realizaron una serie de actividades para conmemorar el centenario de su  nacimiento que incluyeron, entre otros, una exposición multimedia de la vida y obra del autor; y una cantata de su obra más reconocida: Boletín y elegía de las mitas, que es un poema de 286 versos y cerca de 30 estrofas que se convierte en una denuncia del sufrimiento y la lucha de los indígenas  ecuatorianos forzados a trabajar sin remuneración bajo el sistema de las mitas durante la época colonial, en ella el autor mezcla palabras en quechua y en español.

 

Dávila acabó con su vida, hace 55 años. el 2 de mayo de 1967 en Caracas dejando una nota que rezaba “Nunca estaremos verdaderamente solos si vivimos dentro de un mismo corazón”.

 

 

 

 

Fuente biográfica: Parlamente Andino

 

Fuente fotográfica: Wikipedia

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