Ensayo sobre Kafka

 

 

 

 

   Hay seres que encuentran la serenidad y la libertad en la amplitud del campo, después de haber huido de la ciudad como si fuesen perseguidos.

 

   Ciertamente, algunos tienen necesidad de árboles; quieren escaparse de alguna manera. Buscan, afuera, en la luz, en mitad del día, una arteria diáfana, una línea de comunión; hacen oración fervorosa; quieren sentir otra anchura, otro espacio que acaso también les pertenece.

 

   Es tan intensa esta necesidad en ciertos espíritus que a veces llega a convertirse en angustia. Angustia de espacio, angustia de libertad, diríamos, para no confundirla con la otra angustia que nace, por ejemplo, en la ciudad, a causa de la insatisfacción terrenal.

 

   Estas dos angustias, diferentes en cuanto a la calidad de la ambición que las produce, pero semejantes en cuanto al proceso que las genera, las encontramos en la literatura de Kafka perfectamente relacionadas. A veces una se usa en representación de la otra; a veces se da a la segunda un sentido tan alto como el de la primera; a veces las encontramos hermanadas en una perfecta unidad.

 

   Lo cierto es que los personajes de los relatos, cuentos y poemas de Kafka no son quienes experimentan angustia, pues ésta se reserva generalmente para el lector. Ellos, los personajes, siempre acosa- dos, siempre heridos, llevados, a veces, hasta el extremo del suicidio, encuentran un modo lento y tortuoso de vivir sufriendo o una decisión súbita de obedecer la sentencia y morir. El lector es el que se queda con la pregunta.

 

   Para los personajes de Kafka no hay libertad. Todo se acaba antes de que ellos llegan y comienza después que han acabado de pasar. Nunca encuentran el límite ni la explicación; son como náufragos ante cuya resignación la tierra siempre se aleja. Casi no experimentan ni siquiera el asombro. Son -diría yo- seres acostumbrados a padecer y obedientes para morir.

 

   Es frecuente en algunos de nosotros encontrarnos súbitamente con nuestra propia persona, como si nos topásemos con una cosa extraña e improbable: "es verdaderamente absurdo que yo (la persona) esté aquí, que yo tenga este rostro, que yo me mueva para todos lados, que yo vea y oiga y esté tocando el extremo de mi mesa"... "sin embargo, mi situación es absolutamente real; no tengo por qué dudarlo..." Entonces, cuando esa "situación absolutamente real" es doliente, cuando no se está satisfecho, así como uno se descubre, sobreviene la angustia.

 

   Todo lo anterior, excepto el sobrevenimiento de la angustia, pasa con los personajes de Kafka. En ellos, antes que la angustia, sobreviene la conformidad; un asombro súbito se les convierte casi imperceptiblemente en resignación, en aceptación o en apatía.

 

   Para todo espíritu sensible, los encuentros que trato de explicar son motivo de pregunta; provienen de ciertos estados contemplativos y avivan un de- seo religioso que a veces logra alcanzar frutos de creación. Cuando reflexionamos sobre la posición de nuestro codo en la mesa, sobre la sensación táctil de nuestros dedos en la mejilla, sobre nuestro rostro súbitamente descubierto en el espejo, y comprendemos lo extraño de todo, la posición, el gesto, el cansancio, el ser llegamos a dudar si nuestra persona y nuestro propio ser son en aquel momento reales, o si son, como para Segismundo, un sueño, o si, todavía menos, ni siquiera un sueño, sino un extraño cambio de lugar, una equivocación. Entonces nos asombramos, nos angustiamos, hacemos peticiones; pero la tenacidad de lo real nos obliga a suspender la pregunta y a quedarnos definitivamente en la tierra.

 

   ¿No es esto, acaso, pero sin la pregunta, sin la petición, casi sin el asombro, lo que acontece con los personajes de Kafka? ¿No es lo mismo, desde el punto de vista de la fatalidad, encontrarse humano, que despertar con un cara- pacho de insecto, tras un sueño intranquilo?

 

   Si durante la noche perdiésemos la memoria de nuestra forma corporal y al despertar contemplásemos nuestros extraños miembros, ¿no experimentaríamos la misma incomodidad que experimentaba Gregorio Samsa con su espalda quitinosa?

 

   Para Samsa, sin embargo, la situación fatal de su nuevo estado pudo ser sufrida sin protestar, mientras que para muchos de nosotros la fatalidad de todos nuestros estados resulta, a veces, intolerable y angustiosa.

 

   Los personajes de Kafka representan, en suma, al hombre consignado que sufre obedientemente su fatalidad, sin preguntarse, sin angustiarse, sin vengarse. Este hombre, que padece generalmente, se deja guiar, se acostumbra a la tortuosa y lenta consunción.

 

   Recordemos al artista del hambre: este era un hombre que ayunaba para vivir. En un principio, cuando divertía a la gente con sus prolongados ayunos, hacía cierto trabajo, padecía un poco. Después, cuando se acostumbró a ayunar indefinidamente, cuando no le fue necesario hacer esfuerzo para divertir a la gente, cuando se acostumbró al padecimiento y a la tortura, la gente dejó de admirarlo, perdió el interés, y el artista se fuese cando hasta consumirse en el olvido.

 

   En "Una Cruza", tenemos otro ejemplo de fatalidad, tema obsesionante en Kafka: "Por qué hay un solo animal así, por qué soy yo su poseedor y no otro... No me torno el trabajo de contestar", etc. Y en "La Edificación de la Muralla China" la fatalidad reina sobre toda la historia de una construcción sin designios concretos. Y en "La Sentencia" (relato no incluido en el volumen) es patente la sensación de fatalidad en el proceso de un inopinado suicidio. Y en un pequeño poema que recuerdo, y que voy a citar en seguida, se hace extrema esa terrible presunta del por qué creador, contestada implícitamente por la fatalidad:

 

   "Mi abuelo acostumbraba decir: "Asombra la brevedad de la vida. En mi recuerdo ella se encoge tanto en sí misma que apenas comprendo que un joven pueda decidirse a partir a caballo para la aldea próxima, sin temer que, aparte todo accidente, su vida sea insuficiente, por demasiado breve, para acabar ese simple paseo".

 

   La intensidad y tenacidad de la pregunta en la obra de Franz Kafka, y la solemnidad y el temblor de una respuesta fatal que nunca llega franca, pero que se sugiere y palpita, son características que distinguen al autor checo. Para nada se relaciona su sistema de situaciones absurdas con el sistema aparentemente semejante del poeta Gómez de la Serna, por más que algunos escritores de nuestro grupo hayan encontrado a primera vista dicha relación. Gómez de la Serna siempre sale ileso. El, o sus personajes, se libertan, encuentran la vena de salida, sienten la otra anchura, el otro espacio que acaso también les pertenece. Los personajes de Kafka y con esto me atrevo a decir que el propio autor- se quedan apresados hasta el fin, hasta la consumación; mueren silenciosa y cruelmente; se quedan en la Tierra mientras el engranaje del Universo sigue dando la vuelta.

 

 

 

 

 

Este ensayo fue tomado de Taller, Revista Mensual, número 2, México, abril de 1939.

 

 

Alberto Quintero Álvarez: Nació el 25 de enero de 1914 en Acámbaro, Guanajuato y murió el 20 de agosto de 1944, en la Ciudad de México. Fue argumentista, adaptador de cine y publicista. En 1936 publicó su primer libro de poesía Saludo de Alba. Posteriormente se incorporó al equipo de redacción de la revista Taller poético y más tarde fundó junto con Octavio Paz, Efraín Huerta y Rafael Solana la revista Taller.

 

 

 

 

 


 

Fuente de semblanza y fotografía: pendola.mx

 

 

 

Franz Kafka nació en 1883 en Praga, en el seno de una familia judía de habla alemana. En 1903 se licenció en Derecho, y a partir de 1908 trabajó en el Instituto de Seguros para Accidentes de Trabajo, un empleo que lo obligaría a realizar numerosos viajes a través del viejo imperio austrohúngaro, por entonces en pleno proceso de desmoronamiento. Formó parte de los círculos literarios e intelectuales de su ciudad, pero en vida apenas llegó a publicar algunos de sus escritos, la mayor parte en revistas. En 1922 obtuvo la jubilación anticipada por causa de la tuberculosis, enfermedad que empezó a padecer en 1917 y que le ocasionaría la muerte, ocurrida en 1924 en el sanatorio de Kierling, en las cercanías de Viena.

 

El grueso de la obra de Kafka, entre la que se cuentan tres novelas, varias decenas de narraciones, un extenso diario, numerosos borradores y aforismos y una copiosa correspondencia, se publicó póstumamente por iniciativa de su amigo y albacea Max Brod, quien desobedeció el deseo expresado por Kafka de que se destruyeran todos sus textos. Desde entonces, la importancia de Kafka y su condición de clásico indiscutible no han hecho más que incrementarse, hasta el extremo de ser unánimemente considerado -por decirlo con palabras de Elias Canetti- como el escritor que más puramente ha expresado el siglo XX, y al que hay que considerar por lo tanto como «su manifestación más esencial».

 

 

 


 

Fuente biográfica: Penguin Libros

 

Fuente fotográfica: Wikipedia

 

 

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