Palimpsestos, narrativa de Rubén Darío

Palimpsesto (1)

 

 

 

Cuando Longinos salió huyendo con la lanza en la mano, después de haber herido el costado de Nuestro Señor Jesús, era la triste hora del Calvario, la hora en que empezaba la sagrada agonía.

 

   Sobre d árido monte las tres cruces proyectaban su sombra. La muchedumbre que había concurrido a presenciar el sacrificio iba camino de la ciudad. Cristo, sublime y solitario, martirizado lirio de divino amor, estaba pálido y sangriento en su madero.

 

   Cerca de los pies atravesados, Magdalena, desmelenada y amante, se apretaba la cabeza con las manos. María daba su gemido maternal. Stabat mater dolorosa!

 

   Después, la tarde fugitiva anunciaba la llegada del negro carro de la noche. Jerusalén temblaba en la luz al suave soplo crepuscular.

 

   La carrera de Longinos era rápida, y en la punta de la lanza que llevaba en su diestra brillaba algo como la sangre luminosa de un astro.

 

   El ciego había recobrado el goce del sol.

 

   El agua santa de la santa herida había lavado en esta alma toda la tiniebla que impedía el triunfo de la luz.

 

   A la puerta de la casa del que había sido ciego, un grande arcángel estaba con las alas abiertas y los brazos en alto.

 

   ¡Oh Longinos, Longinos! Tu lanza desde aquel día será un inmenso bien humano. El alma que ella hiera sufrirá el celeste contagio de la fe.

 

   Por ella oirá el trueno Saulo y será casto Parsifal.

 

   En la misma hora en que en Haceldama se ahorcó Judas, floreció idealmente la lanza de Longinos.

 

   Ambas figuras han quedado eternas a los ojos de los hombres. ¿Quién preferirá la cuerda del traidor al arma de la gracia?

 

 

 

 

 

Mensaje de La Tribuna de Buenos Aires, 16 de septiembre de 1893, recogido por E. K. Mapes, Escritos inéditos, pp. 6-7. Sobre los Palimpsestos de Darío.

 

 

 

 

 

Palimpsesto (II)

 

 

 

Ciento veintinueve años habían pasado después de que Valeriano y Decio, crueles emperadores, mostraron la bárbara furia de sus persecuciones sacrificando a los hijos de Cristo; y sucedió que un día de claro azul, cerca de un arroyo en la Tebaida, se encontraron frente a frente un sátiro y un centauro.

 

   (La existencia de estos dos seres está comprobada con testimonios de santos y sabios.)

 

   Ambos iban sedientos bajo el claro del cielo, y apagaron su sed: el centauro, cogiendo el agua en el hueco de la mano; el sátiro, inclinándose sobre la linfa hasta sorberla.

 

   Después hablaron de esta manera:

 

   —No hay mucho —dijo el primero—, viniendo por el lado del Norte, he visto a un ser divino, quizá Júpiter mismo, bajo el disfraz de un bello anciano.

 

   Sus ojos eran penetrantes y poderosos, su gran barba blanca le caía a la cintura; caminaba despaciosamente, apoyado en un tosco bordón. Al verme, se dirigió hacia mí, hizo un signo extraño con la diestra y sentíle tan grande como si pudiese enviar a voluntad el rayo del Olimpo. No de otro modo quedé que si tuviese ante la mirada mía al padre de los dioses. Hablóme en una lengua extraña, que, no obstante, comprendí. Buscaba una senda por mí ignorada, pero que sin saber cómo pude indicarle, obedeciendo a raro o desconocido poder.

 

   Tal miedo sentí, que antes de que Júpiter siguiera su camino, corrí locamente por la vasta llanura, vientre a tierra y cabellera al aire.

 

 

 

   —¡ Ah! —exclamó el sátiro—. ¿Tú ignoras acaso que una aurora nueva abre ya las puertas del Oriente, y que los dioses todos han caído -delante de otro Dios más fuerte y más grande? El anciano que tú has visto no era Júpiter, no es ningún ser olímpico. Es un enviado del Dios nuevo.

 

   Esta mañana, al salir el sol, estábamos en el monte cercano de los que aún quedan del antes inmenso ejército caprípedo.

 

   Hemos clamado a los cuatro vientos llamando a Pan, y apenas el eco ha respondido a nuestra voz. Nuestras zampoñas no suenan ya como en los pasados días; y a través de las hojas y ramajes no hemos visto una sola ninfa de rosa y mármol vivos como las que eran antes nuestro encanto. La muerte nos persigue. Todos hemos tendidos nuestros brazos velludos y hemos inclinado nuestras pobres testas cornudas pidiendo amparo al que se anuncia como único Dios inmortal.

 

   Yo también he visto a ese anciano de la barba blanca, delante del cual has sentido el influjo de un desconocido poder. Ha pocas horas, en el vecino valle, encontréle apoyado de un bordón murmurando plegarias, vestido de una áspera tela, ceñidos los riñones con una cuerda. Te juro que era más hermoso que Homero, que hablaba con los dioses y tenía también larga barba de nieve.

 

   Yo tenía en mis manos a la sazón miel y dátiles. Ofrecíle, y gustó de ellos como un mortal. Hablóme, y le comprendí sin saber su lenguaje. Quiso saber quién era yo, y díjele que enviado de mis compañeros en busca del gran Dios, y rogábale intercediese por nosotros.

 

   Lloró de gozo el anciano, y sobre todas sus palabras y gemidos resonaba en mis oídos con armonía arcana esta palabra: ¡Cristo! Después levantó sus imprecaciones sobre Alejandría; y yo también como tú, temeroso, huí tan rápidamente como pueden ayudarme mis patas de cabra.

 

   Entonces el centauro sintió caer por su rostro lágrimas copiosas. Lloró por el viejo paganismo muerto; pero también, lleno de una fe recién nacida, lloró conmovido al aparecimiento de una nueva luz.

 

   Y mientras sus lágrimas caían sobre la tierra negra y fecunda, en la cueva de Pablo el ermitaño se saludaban en Cristo dos cabelleras blancas, dos barbas canas, dos almas señaladas por el Señor. Y como Antonio refiriese al solitario su encuentro con los dos monstruos, y de qué manera llegase a su retiro del yermo, díjole el primero de los eremitas:

 

   —En verdad, hermano, que ambos tendrán su premio; la mitad de ellos pertenece a las bestias, de las cuales cuida Dios solo; la otra mitad es del hombre, y la justicia eterna la premia o la castiga.

 

   He aquí que la siringa, la flauta pagana, crecerá y aparecerá más tarde en los tubos de los órganos de las basílicas, por premio al sátiro que buscó a Dios; pues el centauro ha llorado mitad por los dioses antiguos de Grecia y mitad por la nueva fe, sentenciado será a correr mientras viva sobre el haz de la tierra, hasta que dé un salto portentoso y, en virtud de sus lágrimas, ascienda al cielo azul para quedar para siempre luminoso en la maravilla de las constelaciones.

 

 

 

Este segundo Palimpsesto de Darío apareció en Blanco y Negro de Madrid, 29 de agosto de 1908, vol. XVIII, núm. 904, pp. 14-15.

 

 

 

 

 

 

Fuente Biográfica: Instituto Cervantes

 

Fuente Fotográfica: Wikipedia

 

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