Los secretos engarces. Poemas de José Javier Villarreal.

 

Ocho poemas de Los secretos engarces*

 

 

 

 

 

Mi relación con la literatura no ha sido fácil.

 

Releer el poema o, de plano,

 

volver a comenzar el libro. Quizá el día no sea el adecuado,

 

la ropa o el clima sean un verdadero obstáculo,

 

una cámara de gases, un baño -amplio y desnudo- con regaderas a derecha e izquierda.

 

Una imagen, y sé que no tengo ningún derecho,

 

pero la ficción es así.

 

No se trata de una escalera, de los peldaños que siempre representan un peligro,

 

de lo verosímil y lo verdadero.

 

Cruzar una calle, mantenerse erguido pese a las malas posiciones.

 

Los hábitos de lectura suelen ir acompañados de esas malas posiciones,

 

de olvidos en los pagos, tareas que se postergan

 

y de una pésima planeación que poco a poco nos va complicando la vida.

 

Así aparece la disyuntiva, la bifurcación en lo más oscuro del bosque.

 

El bosque generalmente se cruza en el momento menos pensado,

 

en sitios anodinos y sumamente triviales,

 

al doblar la esquina, salir del baño o al abrir o cerrar la llave del agua

 

(Dante y el inicio de su Comedia).

 

Con respecto a las fieras estamos más expuestos:

 

no aparecen, no nos salen al paso: brotan, las llevamos dentro,

 

se esconden detrás de alguna articulación, dormitan en el hipotálamo,

 

llegan a merodear y lamer nuestras terminales nerviosas,

 

juegan y ruedan entre nuestras arterias,

 

nos quitan el sueño y nos obligan a buscar rostros o perfiles en la pared o el techo.

 

Están siempre, mas no siempre se hacen notar.

 

De pronto, en las resonancias, placas o estudios muy sofisticados,

 

enseñan sus garras y colmillos.

 

Y así vamos con nuestros hábitos, malas posiciones y desorganización

 

navegando por ríos apacibles, aceptando invitaciones a comer,

 

recorriendo, al atardecer, veredas sombreadas

 

donde todos nos saludamos cortésmente.

 

La literatura es tan imprevisible como la vida.

 

 

 

 

 

Adentro ligeramente fresco.

 

Gente que trajina, que va y viene, se despide.

 

Quisiera subrayar el silencio de las habitaciones, pero no es cierto.

 

La casa parece silenciosa, pero no lo es.

 

Sus ruidos son discretos, y la música, que reproduce el aparto que está detrás de mí,

 

es la misma de siempre, la que he puesto una y otra vez, tanto en verano

 

como en invierno.

 

 

 

Pienso que esta línea me detiene.

 

Soy consciente que es una puerta, una estancia con piso diferente

 

pero que pertenece a la misma casa, y soy yo quien la recorre. No quiero pertenecerle,

 

quiero que la casa me pertenezca, ir de una habitación a otra, exponerme, ser sorprendido

 

y no estar ante un espejo, una ventana que me sobrecoge, un paisaje que también soy yo.

 

No es que la habite, es que me habito en ella. Soy esa porción, ese tiempo que transcurre,

 

que no cesa, que no ha de descansar.

 

Es un tiempo sólido y cristalino, una piedra que le otorga valor a una joya.

 

Puede ser una gargantilla al fondo de un cajón, un reloj que duerme en su estuche,

 

o un prendedor,

 

el dije que celebra un aniversario y ahora yace apacible, casi en silencio.

 

 

 

La elegía es una cortina que otorga profundidad y gravedad,

 

un accidente, un género muy socorrido.

 

Tal vez El jardín de los cerezos o El tío Vania para un joven director. Una prueba

 

que no sirve de mucho, un corral repleto de ganado, una pila

 

que empieza a derramarse.

 

El lodo alrededor del pesebre, el estiércol del establo y la mosca que la cola de la vaca

 

no logra espantar.

 

 

 

Ella no era así, tampoco amanecía.

 

 

 

Las perlas de un collar

 

que usó mi abuela, mi madre. Tú no, pero que ahora ruedan por el suelo.

 

Me detengo y me apoyo con la planta de mis pies. Siento las astillas

 

donde una figura agoniza, no logra cerrar los ojos, la boca está semiabierta

 

y su mirada busca un mundo que no logra reconocer. Sigo de largo

 

pero no la he besado, no he podido posar mis labios. En cambio, a ti te he besado

 

y vivo con un largo vacío, un brazo que se mueve a la izquierda; otro, que se atreve

 

a la derecha

 

y un tronco que reclama el centro de la cama. Una cabeza entre dos almohadas, centímetros

 

que se van conquistando.

 

 

 

Me embarga la luz, el paso de la hormiga, la ley que se desclava, la sesión, la junta,

 

el acta, la copia del CURP, el RFC, las llantas del auto, la garantía, otra copia,

 

la cima donde el rebaño pasta, y un pastor,

 

un perro o una persona en su auto (el paisaje, la carretera,

 

el peaje, la chica que te cobra, te regresa el vuelto, el recibo.

 

Guardas la cartera, te abrochas el cinto, cierras la ventanilla, sigues de largo, pero sólo tú

 

en esa carretera que se prolonga, que hincha su cuerpo y te mira

 

tan fijo, tan quietamente).

 

 

 

Es el sobre, los aretes, las grandes arracadas y el rosario que tu hermana

 

trajo de Roma.

 

La carta que no debí leer. La de Gabriel con el fragmento de su ensayo.

 

No ha sido un buen día a pesar de los abrazos y esos besos tan intensos.

 

El cuerpo no ha seguido con sus caminatas

 

(la tendinitis ha sido severa),

 

de los cómodos zapatos comprados en Laredo o en Madrid, a escasos metros

 

de la Gran Vía,

 

a los rígidos botines hechos a mano en Jerez, Zacatecas. En todos los casos, iba contigo.

 

 

 

No se trata de subir escaleras (hoy menos que nunca), de ver esa culebra en el jardín

 

que un día nos descubrió Minina entre ladridos en una comida familiar.

 

No se trata de un juego de mesa cuyos participantes lo van abandonando poco a poco.

 

La habitación sigue ahí

 

y el juego descansa en el interior de su caja. Es la misma penumbra

 

que en un cuadro de Zurbarán. El rictus ceniciento, opaco, que los oscuros

 

de un retrato del siglo XVII, subrayan.

 

 

 

No fuimos a los Países Bajos, no estuvimos en Flandes,

 

pero sí volvimos al Prado una y otra vez. Buscamos tazas y corbatas, libros

 

sobre la plástica de los Siglos de Oro, delantales del Greco, imanes

 

-que a nuestro regreso-, alcanzamos a regalar.

 

Cruzamos la calle y nos fuimos a comer, y el mundo estaba ahí, todo estaba ahí

 

sin la menor sospecha. No me atrevo a mirar por la ventana porque lo más seguro,

 

lo más cierto, es que todo siga ahí tal y como nosotros lo dejamos.  

 

 

 

 

 

Los corazones no sólo aparecen en los estandartes,

 

también la reina de Lewis Carrol se vio asediada por ellos.

 

Desde el lado mexicano veíamos cómo ardía el American Market.

 

Era un pueblo pequeño, los agentes de la border se casaban con las chicas, y éstas

 

         arreglaban sus papeles y se iban a vivir al otro lado.

 

La esposa del señor Lavín era la señora Lavín; así, sin nombre, pero su hija,

 

         la hija de los dos, se llamaba Carnation.

 

Pese a los bomberos, al heroico comportamiento de nuestros voluntarios

 

el American Market se redujo a cenizas.

 

Mi padre no murió a causa del corazón, como su madre, pero sí jugó éste

 

         -el corazón- un papel protagónico al final del acto tercero.

 

El corazón, el afecto, los lazos que aún sujetan a la familia.

 

El otro incendio, aquel que se sitúa en la accidentada cordillera de la ficción, sucedió

 

         muy de madrugada cuando tras el cristal hace un frío muy intenso, y del otro

 

         un calor tibio que te acaricia el cuello, la nuca y la frente.

 

El cuartel militar, El Castillo, se quemaba allá en la loma rodeado por un bosque

 

         de abedules.

 

El pueblo se despertó, abrigó y salió a contemplar la tragedia.

 

No recuerdo si participaron los bomberos de Jamul, Potrero y Campo, California.

 

En realidad, parece que soy el único que recuerda el accidente a pesar

 

         de que el pueblo entero se congregó consternado y en silencio.

 

Mi padre no murió a causa del corazón, tampoco mi abuelo, pero mi abuela, la madre

 

         de mi padre y esposa de mi abuelo, sí, y mi padre, cada que venía a Monterrey,

 

         le llevaba flores que compraba frente a los panteones, detrás del Auditorio,

 

         entre Ruiz Cortines y Gonzalitos.

 

El corazón, con sus pendones y fichas, siempre ha inquietado a los integrantes

 

de mi familia.

 

Muchos años después me vine a enterar, gracias a un relato que leí en el diván

 

         de mi despacho,

 

que un príncipe, una noche, disfrazado de turista, burló la vigilancia de las aduanas

 

         y se internó en su país.

 

Al igual que Odiseo, en la Odisea, se valió de la complicidad de un viejo sirviente.

 

Al igual que el héroe griego la nostalgia y el rencor trazaron sus planes.

 

El edificio, su antiguo castillo, que había sido convertido en un museo

 

por el nuevo gobierno, ardió, y él desapareció entre la niebla

 

         en un estrecho sendero.

 

El viejo sirviente dio confusas explicaciones que los agentes y policías juzgaron delirios.

 

El corazón nada tuvo que ver; el rencor que se anidaba en él, sí. El miedo, lo confieso,

 

         tal vez sea el causante de esta historia que hoy recuerdo pasados los años,

 

mas cuando lleguen los agentes guardaré silencio ante sus preguntas.

 

 

 

Hubo un tiempo en que leí con asiduidad en las centrales de autobuses,

 

en las terminales de trenes, en las antesalas de oficina, en los asientos

 

del transporte y en los corredores de la escuela libros de bolsillo,

 

ediciones rústicas y económicas que encontraba en las grandes cadenas de súper mercados.

 

Un mundo de diarios y manuscritos llenó las gavetas del escritorio que no tenía.

 

Viajes inesperados, barcos a vapor, carruajes y lúgubres estaciones de posta,

 

misteriosos acompañantes, valijas y baúles que no reconocía como propios.

 

Habitaciones desnudas, pasillos y bodegas, estanques corruptos, páramos inimaginables.

 

Todo esto en una ciudad industrial que no se detenía. Noches de invierno que debía sufrir

 

en plena canícula.

 

Celdas y camas muy estrechas. Pueblos supersticiosos que hablaban otra lengua

 

y comían otros alimentos tan diferentes a los míos.

 

Era un mundo oscuro y laberíntico que veía desde la ventanilla de mi transporte

 

en avenidas anchas y soleadas. Era otro siglo que se me confundía

 

con las últimas décadas del siglo XX.

 

Antonio Cisneros publicó unos poemas en homenaje a Bram Stoker

 

que leí en un cuarto de hospital un día que me quedé muy solo bajo un techo

 

que nunca pronunció palabra alguna.

 

Siempre que se habla de Reyes se menciona que su padre admiró y protegió

 

al poeta potosino Manuel José Othón.

 

El joven poeta de Monterrey escribió un ensayo sobre el paisaje en la lírica mexicana

 

y sentó en la cabecera a Manuel José Othón.

 

Hubo un tiempo, en mi primera adolescencia, que me dio por correr desde la carretera

 

hasta la entrada del rancho y tenía que atravesar un arroyo muy arbolado,

 

donde podía escuchar, con toda claridad, que me llamaban. Para mi fortuna

 

aún no había leído la “Noche rústica de Walpurgis”. No tenía la erudición

 

del joven Reyes.

 

A principios del siglo XX, siglo donde nací, crecí y leí esta oscura

 

y desasosegante literatura, se desató la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra,

 

donde muchos poetas, que también habían leído la misma literatura que yo,

 

a una edad cercana a la mía, se alistaron y combatieron en el frente de batalla.

 

A esto se le llamó el expresionismo alemán. La lista de poetas es impresionante.

 

También llama la atención los suicidios, los incestos, la soledad, el tedio,

 

la afición a las drogas, el consumo del alcohol, los padres autoritarios

 

y las muertes prematuras.

 

Hubo jóvenes de gran talento que escribieron un puñado de poemas y alcanzaron a publicar

 

un libro o dos.

 

Contaron con fieles editores, novias apasionadas, unas; otras, silenciosas y distantes.

 

Los noviazgos no prosperaron, pero cultivaron el delicado tejido de la amistad.

 

Los insomnios y pesadillas se confundieron en una exacta expresión.

 

El tono, la duermevela, las frases largas y puntuales, los muy pocos encabalgamientos,

 

la sintaxis atormentada y nerviosa fluyeron con extremada libertad en sus poemas.

 

Los únicos diques, los contenedores, de tan punzantes cantos, se levantaban

 

en los días de primavera, las tardes de verano y las caricias y besos

 

que se desdibujaban por las noches y pesaban y atormentaban a ciertas horas

 

de la madrugada.

 

Sus muertes se fueron sucediendo de manera trágica o accidental.

 

Está la historia de los amigos que fueron a patinar. La capa de hielo

 

se rompe, el joven poeta intenta salvar a su amigo y en media hora

 

se congelan los dos. El editor publica su libro, hace una segunda edición

 

y el régimen nacionalsocialista lo prohíbe.

 

Eran muy jóvenes cuando los sorprendió el siglo XX.

 

No tenemos muchas cosas en común; la juventud, por ejemplo, ya no la compartimos,

 

pero sí ciertas lecturas que ellos hicieron y nosotros también;

 

incluso, ahora, los hemos leído en ediciones de pasta dura.

 

Hablo de una historia reciente, de un fin de siglo y el inicio de otro. De cosas, finalmente,

 

que nos son tan familiar.

 

 

 

 

 

Estoy leyendo un libro con notas a pie de página.

 

También contiene algunas fotografías del autor,

 

de su círculo más íntimo.

 

Del lado izquierdo, frente a la página del poema,

 

una fotografía de una mujer muy bella.

 

El poema se llama “Assia”

 

y me recuerda el arranque de otro poema

 

también dedicado a la muerte de una mujer.

 

Ese otro poema es de Ferreira Gullar

 

y se ubica muy lejos en una playa de Botafogo.

 

Assia era la amiga de Sylvia,

 

pero se enredó con el marido de ésta.

 

Durante el invierno

 

tuvo lugar la tragedia.

 

Sylvia murió, y Assia se casó con su marido y tuvo una hija de él.

 

Ted preparó la edición de la Poesía completa de Sylvia,

 

y Assia tradujo al inglés

 

varios poemas de Yehuda Amijái

 

que luego fueron reeditados en gran tiraje

 

en edición póstuma.

 

La traductora, junto con su hija, había muerto.

 

A mí me sorprendió la nota

 

y llamé a mi hija

 

que se encontraba en el interior de la casa

 

para contarle la historia.

 

Cuando salió al patio, donde yo me encontraba,

 

le dije: ve esta fotografía, ¿no te parece que es una mujer muy bella?

 

Pues mira, ella es Assia, la esposa del poeta…

 

Me interrumpió, me dijo:

 

creí que era mamá.

 

Yo vi la foto, y le dije: sí, pero ella es Assia, la traductora de Yehuda Amijái.

 

Y le conté toda la historia hasta llegar a Cartas de cumpleaños.

 

Después ella se fue a recostar

 

y yo me quedé solo en el patio

 

viendo cómo la noche lo iba cubriendo todo.

 

Entré a la casa, encendí el foco,

 

y redacté esta nota

 

que no tiene poema qué explicar.

 

 

 

 

 

 

 

Soy tan lenta como una gota de aceite sobre la superficie del teflón,

 

la quemadura o la pequeña herida en el dedo que, poco a poco, va desapareciendo.

 

La moneda en la alfombra, entre los cojines, la mancha del vaso sobre la mesa,

 

la mesa que no se cansa de contemplar el cuadro; la pared, de sostenerlo.

 

Soy tan lenta, pero no me detengo, tampoco me distraigo con los autos

 

que pasan bajo mi ventana;

 

el reflejo del sol, las grúas, las máquinas, los obreros que transitan entre ellas.

 

Hay un silencio que se interrumpe y me sobresalta, un gato que no está, un perro

 

que no me sigue cuando salgo del baño y me siento frente al televisor.

 

Afuera el aire circula, muchas luces se encienden, pero no las veo

 

y me cubro. Cierro los ojos, y no los quiero volver a abrir.

 

Tal vez esas luces ya se han ido y en su lugar sólo queden rincones en penumbra,

 

estremecimientos que no logro entender.

 

Soy tan lenta como mis lentos y perezosos intestinos, mi digestión tan asoleada

 

por tantos años, paseos inútiles, circunvalaciones que no llevan a ninguna parte

 

que no sea mi baño, la taza, la tina, el lavamanos, el tapete que me protege del frío,

 

de la triste tentación de verme frente al espejo.

 

 

 

Pero eso fue ayer, hoy es distinto. Es la una, y las grúas y las máquinas

 

se han quedado solas,

 

los operarios se han ido a comer bajo la sombra de los árboles o al amparo de un muro.

 

El mundo no se detiene, se lentifica, baja el ritmo, va por un refresco,

 

se te pierde, pero reaparece con su facha y su paso. Lo descubres en la tabla de picar,

 

en la sartén, en los frascos que ya no puedes abrir, en el peso cada vez mayor

 

de la licuadora,

 

en la distancia de los números, en la lentitud que se levanta y lo moja todo.

 

Soy tan lenta a la hora en que me siento a la mesa, ante mi plato vacío.

 

Detrás de mí está el cuadro;

 

detrás, la pared con un clavo. Más allá no sé. Quizá un valle con lomas redondas,

 

una puesta de sol, una carretera que no termina y una paz llena de rosales

 

que un día fue de los dos.

 

 

 

 

 

 

 

No tengo el control, tampoco el orden de los acontecimientos

 

ni siquiera sé de lo que estoy hablando.

 

Oigo el viento entre las ramas y el cencerro de una vaca.

 

Mi intención no es presentar un cuadro rural, un paisaje desde la lente de lo bucólico.

 

Realmente no sé qué quiero presentar. He abierto cajones, hurgado en ellos.

 

Salgo de una habitación y entro en otra. Estoy frente a la ventana, y ésta

 

se encuentra abierta.

 

Más allá de eso no sé. Las luces, tanto de afuera como de adentro, están apagadas.

 

A juzgar por la hora muchos establecimientos han de estar por cerrar, otros

 

no se darán abasto con la gente que llega.

 

Estoy tan lejos de esos locales que cierran sus puertas, como de esos otros

 

con lista de espera.

 

No estoy ahí, tampoco en la vereda junto a la vaca que hace sonar su cencerro.

 

Es como una película que no se ha visto, un libro que se leyó hace tiempo,

 

una fotografía sin explicación, sin antes y después. Una historia contada de prisa,

 

un cuadro visto de manera desatenta.

 

No todo se puede ver, tampoco tocar, menos saber. Es tan difícil lograr el punto, la sazón,

 

el término adecuado.

 

Seguimos caminando, seguimos por una calle cuesta arriba.

 

Estuvimos en un bar, comimos algo y bebimos; fuimos al baño; primero uno,

 

después el otro.

 

Ahora vamos por una calle muy pronunciada. Arriba está la Gran Vía, el bullicio,

 

los coches,

 

la gente que va y viene, que llena las aceras.

 

Podría tratarse de un paisaje visto desde la óptica de lo bucólico, un río

 

que no se ve,

 

una calle mal iluminada, estrecha, paralela a la avenida.

 

Salgo de la habitación y tomo el ascensor.

 

Hace un momento iba contigo, salíamos de un bar y se oía el cencerro de una vaca,

 

el viento entre las ramas contra los balcones de una calle.

 

Era como seguir una historia ajena, los acontecimientos que les suceden a otros,

 

la plática de la mesa de junto. Realmente no sé lo que busco,

 

el ritmo de las horas tan diferente en cada cuarto, el clima que se va descomponiendo,

 

las primeras gotas de una lluvia que amenaza con tormenta, y yo subiendo por la calle

 

en un paisaje que nada tiene que ver con esta noche, instalado en otra historia,

 

recordando una novela, un cuadro que tal vez nunca vi.

 

No sé lo que espero encontrar hurgando en los cajones,

 

recorriendo calles de una historia que no es ésta, volviendo del servicio a la mesa,

 

recogiendo el abrigo y sintiendo las primeras gotas, oyendo el cencerro de una vaca,

 

el viento entre las ramas y adivinando un río que debe estar por ahí,

 

en este paisaje aún por definir.

 

 

 

 

 

Uno siempre anda por ahí. La conciencia de estar cerca es relativa.

 

El estado de conciencia, el estar viendo al gato cómo afila sus uñas.

 

El mundo es ancho y largo, misterioso como un tablero de ajedrez

 

con sus torres y caballos, sus andamios y puentes; esas reinas que se adivinan

 

y esos peones que van y vienen en el metro, en los camiones, en las peseras.

 

Circulan sin mucha conciencia de su presencia en el mundo.

 

El mundo, el gran mundo que ha sido cantado en las comedias que hoy llamamos clásicas,

 

tampoco les presta mucha atención. Algunos guardias, algún sepulturero,

 

los acompañantes del primer ciudadano,

 

nada que comprometa el designio de los dioses o los intereses de la república.

 

La espuma tiende a derramarse, y ésta, la cerveza, se calienta si no se bebe a buen ritmo.

 

Esto sucede en los países meridionales. El interés público,

 

siendo público, no a todos compete.

 

La tasa monetaria, el desarrollo sustentable, la guerra comercial, las importaciones

 

y exportaciones, el cierre de fronteras,

 

el cuidado de los monumentos, la inauguración de las plantas termoeléctricas,

 

la caída del petróleo, la salud nacional fueron temas que se discutieron en palacio.

 

Conversaciones que recorrieron pasillos y terrazas. A la hora del almuerzo

 

se discutió acremente, apasionadamente. Pero Ofelia no supo nada; a Gertrudis,

 

poco le importaba.

 

La res pública se desarrolla. A veces crece; a veces, disminuye. Su canción

 

no siempre se escucha.

 

Abres el periódico antes de tomar el desayuno y ya está ahí como un caballito

 

que no cesa de girar.

 

La vida de Ofelia va por otro lado; la de Gertrudis, igual.

 

Es un solo jardín, pero los senderos nunca se confunden. Sus pasos dibujan

 

diferentes escenas;

 

es otra la antología, el criterio, la óptica de selección.

 

Más que poemas son recuerdos donde Venus, con el manto de su desnudez,

 

lo cubre todo; donde los jabalíes, con sus agudos colmillos,

 

regalan besos en el costado de un Adonis entrado en años;

 

donde la bella Lucrecia es tentada y acosada por los anhelantes brazos

 

de la concupiscencia.

 

Pero esto sólo sucede en el mundo de Ofelia y de Gertrudis. Las razones políticas,

 

las ambiciones que mueven al Estado no circulan por tan estrechos parajes.

 

Hay una cierta condescendencia, una amorosa tolerancia que divide aún más

 

los espacios de la casa.

 

Las jarchyas son nuestros primeros testimonios, los indicios de que desde temprano

 

ya andábamos por ahí.

 

La cama por hacer, la toalla en el suelo, los platos sobre la mesa, los trastes

 

al fondo del fregadero.

 

Es la voz femenina la que se escucha. Los hombres, que andaban por ahí,

 

estaban preocupados por razones que a la larga no dejaron huella,

 

no quedó testimonio de tales preocupaciones.

 

Los escenarios a puerta cerrada: el retrete, el cuarto de costura, el rincón de un pasillo,

 

la pared de la cocina. Un fuego lento que arde bajo una olla, y no se apaga.

 

Los hombres iban y venían como un rayo de sol en el cielo de Guadalajara. Así dice

 

una jarchya mozárabe.

 

Pero ellas permanecían, hablaban angustiadas ante una madre silente,

 

ante las hermanas que se sonrojaban y apretaban sus labios y sus manos.

 

Hoy día las casas no contemplan en su disposición un cuarto de costura, las cocinas

 

conviven con las salas y no guardan secretos,

 

las jarchyas sólo se leen en las clases de literatura española,

 

las madres nunca permanecen calladas ante las confesiones de sus hijas

 

y las hermanas van poblando un jardín impenetrable y secreto.

 

Ellas —las mujeres—, a su manera, permanecen. Los hombres no. Van y vienen,

 

visitan islas, se convierten en cerdos, se hacen amarrar, lo sufren todo, todo lo hacen

 

y luego se arrepienten.

 

Ricardo III, para enlazar de nuevo con las comedias que hoy consideramos clásicas,

 

nos confiesa al inicio de la obra que no fue hecho para el amor y va de tropiezo

 

         en tropiezo.

 

Pide cosas inimaginables, se planta en medio del escenario, y da pena. Ofelia y Gertrudis

 

pertenecen a otra comedia, su mundo es otro.

 

A pesar de que sí fueron hechas para el amor, o quizá a causa de ello,

 

sufren sus consecuencias.

 

Una enloquece y se quita la vida, la otra ve su mundo desmoronarse mientras agoniza

 

frente a su hijo.

 

Esto es literatura, ficción, obras que podemos leer durante nuestro encierro sanitario

 

decretado por el Estado.

 

Esos reyes y reinas que resuelven la cosa pública, el destino de todos nosotros,

 

con o sin nosotros.

 

Mientras tanto la república va al garete sobre unas aguas agitadas y turbias,

 

corrientes submarinas que no conocemos, pero sí padecemos. Ese otro reino,

 

oscuro y secreto, que le da sentido y valor a nuestra vida,

 

a ese ir y venir sin mucha conciencia tratando asuntos que nos sobrepasan.

 

Con esa esperanza de que al final de la noche deberá llegar la mañana a disipar las sombras

 

de nuestra angustia.

 

 

 

*Los secretos engarces (México, Textofilia/UANL, 2021)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

José Javier Villarreal (Tijuana, Baja California, México, 1959). Poeta, ensayista y traductor.

 

Ha publicado: Estatua sumergida (1981), Mar del Norte (1988), La procesión (1991), Portuaria (1997), Bíblica (1998), Fábula (2003), La santa (2007), Campo Alaska (2012), Una señal del cielo (2017), El murmullo de un río -Antología personal- (2018), Un cielo muy azul con pocas  nubes (2019) y Los secretos engarces (2021).    Como ensayista: Los fantasmas de la pasión (1997), El oro de los siglos (2011), Por una nueva anunciación (2011), Las penas del guardador de rebaños. Tras la huella del Polifemo (2013) y la antología crítica sobre Rubén Darío, por su 150 aniversario, Darío/La crónica de un adelantado (2017). Ha traducido a Ezra Pound, Manuel Bandeira, Oswald de Andrade, Czesław Miłosz, Murilo Mendes, Lêdo Ivo, Ferreira Gullar, Paulo Leminski, Nuno Júdice, Armando Freitas Filho, Adélia Prado; tradujo y antologó La poesía del silgo XX en Brasil (2012); así como la selección Nueve poetas portugueses para un nuevo siglo (2016), preparada por el poeta Nuno Júdice. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, el Premio Nacional de Poesía Alfonso Reyes, el Premio a las Artes UANL 1991, el World Cultural Council y el Barbón de Oro, en dos ocasiones. Desde 2006 ha sido Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente se desempeña como director de la Capilla Alfonsina Biblioteca Universitaria de la Universidad Autónoma de Nuevo León y es Tutor del Programa de Jóvenes Creadores del FONCA. Produce y locuciona el programa “Aventuras Sigilosas” para Radio Nuevo León, 102.1 FM.  Es Maestro de la Facultad de Filosofía y Letras (UANL).

 

 

Fotografía de Juan Rodrigo Llaguno.

 

Semblanza y fotografía proporcionadas por José Javier Villareal.

 

 

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