Poesía de Mónica Zepeda

 

A cuentagotas

 

 

 

Qué dicha siento al hablar de mi niñez.

 

 

 

Creyeron manosear mi infancia toda,

 

y yo mantuve intacta mi inocencia.

 

 

 

Pretendieron inundarme la garganta,

 

y utilicé el perdón, a cuentagotas,

 

para engullir cada torrente

 

de supuesta hombría.

 

 

 

El ahora milenario

 

 

 

Como cuando la tierra escarba con sus uñas la memoria,

 

como cuando el destino es humedad adherida a la memoria

 

y es roca, leche materna, y puerta la memoria.

 

 

 

Así la antorcha, envejecida mañana,

 

de súbito, contra todo designio, extravía la llave,

 

muerde el pezón, sumerge la roca.

 

 

 

Lo irreversible, sin tregua, socava ánimo y pupila;

 

cráter y túnel a la deriva de uno conducen:

 

hacia donde no estará jamás ni de nuevo aquella gloria.

 

 

 

Pero no es de esperarse que lo cortés espere por cortesía.

 

 

 

El ahora milenario, ahora mismo, no es éste, sino otro

 

cieno oscuro en el fondo de una corriente de sal y peces

 

o un diente de león en el transcurrir de la vida acumulada.

 

El fin de lo infame

 

 

 

Ya somos la inconsciencia que sufrirán los niños.

 

El luto engendro del despojo es ahora

 

raíz de la sed que no debemos y bebimos.

 

 

 

Ya será aquella sangre marea de las venas

 

del pasado, y la diástole quien clame

 

una última zamba a los latidos.

 

 

 

El polvo, la empedernida metralla y la barbarie,

 

las velas del milagro, y lo demás.

 

 

 

Después pasó el tiempo, mucho tiempo:

 

casi lo que tarda la afonía en pronunciarse

 

tras un minuto de silencio.

 

 

 

Hasta hoy, el hito que anuncie el fin de lo infame

 

no ha llegado ni la resurrección de los muertos

 

ni la concordia plena entre los vivos.

 

 

 

Pero cuán grandiosa es la bondad humana,

 

capaz de perdonar incluso a aquel

 

que detonó una guerra o presionó el gatillo.

 

 

 

 

 

La lluvia entre el asfalto

 

 

 

Tú ya sabes qué logra la lluvia

 

tres días después de muerta.

 

 

 

Dicen que la mala yerba crece entre el asfalto

 

y en mi vida he encontrado yerba que sea mala:

 

siempre nace con su verde y su esperanza

 

en cada tallo. Así renace, pues, la duda;

 

como la lluvia y su curiosidad, en un acaso.

 

 

 

Arranca de raíz la semilla y la certeza.

 

¿Cuál es tu mayor vacío?

 

¿Cuál, tu deseo más profundo?

 

 

 

Se escucha el mutis de la lengua que firma bajo protesta.

 

Se desviste la palabra y desfilan también sus letras,

 

impúdicas, ante la mirada de los jueves y del juicio.

 

 

 

Permite que florezcan más espinas en la duda

 

y más filo en cada espina.

 

 

 

Es tentador sentirse sabio e inmortal.

 

 

 

No seas como aquellos presurosos

 

que pasan por alto su designio

 

y atropellan con aciertos torpes a la vida.

 

 

 

No seas como aquellos otros

 

que parecen muy seguros porque encuentran

 

un atajo para refugiarse de la incógnita

 

o responden raudo, sin piedad y con mentiras.

 

 

 

A veces se tienen penas que recorren

 

el cuerpo y hacen sangrar hasta la sangre.

 

Y, sin embargo, la plenitud, además de encantadora,

 

es piel y está al alcance de tu tacto.

 

 

 

Una de las cosas que más te van a agradar

 

de la vida es saber a tiempo que

 

la manera más absurda de morir es lamentarse.

 

 

 

Si la única opción ante el dolor fuese reír,

 

¿cómo le sacarías la gracia?

 

 

 

Indaga, entonces, mientras siembras

 

y pon a prueba el fruto de tus certezas

 

por lo menos una vez, de cuando en cuando.

 

 

 

Es noble la yerba que enjuga el llanto de la lluvia

 

para renacer al pie de un mausoleo y del asfalto.

 

 

 

Tarde o temprano se perfuman los charcos.

 

 

 

Seguramente ya te has dado cuenta de que

 

uno envía siempre flores vivas a un sepelio.

 

 

 

Pero hay un punto en la vida en que,

 

de manera inevitable,

 

uno ya no es quien manda flores,

 

sino quien las recibe.

 

 

 

La manecilla

 

 

 

Ya es lo que un día fue,

 

pero no imagina la manecilla

 

que, dentro de poco, volverá a su sitio.

 

 

 

Sitio como el adiós, repentino, agudo

 

en sus promesas y lamentos;

 

inmediato como él,

 

como él anunciándome lo eterno.

 

 

 

Ahí llegué a saberlo y todo el tiempo

 

se alzó en mí.

 

 

 

Bastaba con ser lo que no se entierra,

 

el polvo, la trascendencia, un epitafio.

 

 

 

El rumbo de un árbol, la dicha en los labios

 

del bosque, del bosque en agosto,

 

un menguante sin miedo recluido en su cuarto.

 

 

 

Bastaba con el festín de las sirenas

 

sorteando el guiño de un hospital

 

—desahuciado—, al igual que bastó siempre

 

la sensatez del infante salpicando alegría

 

a cada uno de sus charcos.

 

 

 

Ahí llegó a saberlo:

 

—Hasta donde me he matado,

 

según cuentan, no morí —le dije como

 

lo diría cualquier persona que es feliz.

 

 

 

Soy todos los rostros que imagino y tú

 

 

 

Sostener en el roce

 

o en las manos un sueño

 

de los roces del albor y de sus manos.

 

Distender la venganza

 

de las manos en una voz,

 

en un perdón y un sueño.

 

 

 

Ser la otra cara de la manera

 

de decirse con la mano zurda

 

las maneras más correctas

 

para sólo ser y no decirse:

 

Soy todos los rostros que imagino y tú.

 

 

 

Aprender a perder la puesta de sol

 

por apostar al rostro que no da la cara.

 

Y tenderse, férreo y fausto, bajo el sol

 

que cae en un volado con su rostro hacia la palma.

 

 

 

Honrar el cuerpo colmado de sombra y carne

 

y pensar que la sombra

 

es otro cuerpo, sentir que nos amamos

 

como el cuerpo y que los besos

 

envejecen como la carne.

 

 

 

Ver que la ausencia es otro juramento

 

que jura no jurar y que la vida

 

que elude nuestra historia

 

es esa vida de aquello

 

que se nombra juramento.

 

 

 

Ahora mismo, en los ojos, una huella

 

nos muestra, desde dentro,

 

un camino; el amor retorna

 

como ese camino que nos conduce

 

a nuestra propia huella:

 

 

 

Ya no soy lo que sembré. He caído de la rama.

 

Las raíces bañan en los cristales del río

 

su rostro incesante y nuevo.

 

 

 

Sostener en la vida el juramento;

 

en el final, un húmedo pañuelo.

 

 

 

Brotar como la dicha, humana

 

y azarosa, porque, a secas,

 

es la fuente y, a caudales, el final.

 

 

 

Derramar por las grietas los ojos

 

del cuerpo inagotable que ama

 

y evapora y es destello

 

de la propia ceguera iluminada,

 

que es ajena y es de uno

 

como el cuerpo inagotable.

 

 

 

Y en un perdón, en una voz

 

o en las manos de un sueño

 

ver nacer la paz que aún se gesta

 

en las memorias de la entraña.

 

 

 

Un átomo de cielo

 

 

 

Un átomo, que de tus ojos un átomo de cielo baste

 

para refugiarme como sol tras el relámpago,

 

relámpago pretérito, perfecto, origen del riachuelo.

 

Y la lluvia no te pille mientras corras a mirarnos, remoto,

 

desde la verdad, trascendiendo lo efímero y lo eterno.

 

Aquí sembraste, fruto o ceniza, la voz universal,

 

germen y embrión de auténtica conciencia.

 

Alrededor, por dentro, semejante es lo distinto

 

y el brío un lujo que quisiera darse el tiempo.

 

Así, como a estas horas, vuelves

 

así, como a estas horas, a trazar los pies en infinito.

 

Tuyos y míos son los pies cuando cae rocío sobre el verde,

 

verde verso, sin hallar atajo, ni porqués, ni recoveco.

 

Pero no he llegado de allá hasta aquí por nuestros pasos.

 

Hay otro cuerpo, acaso hay otro cuerpo

 

donde la añoranza desdobla lo dual y lo unifica,

 

donde pende algo de mí en ti, y algo de ti en mí

 

se entraña al fluir contiguo de linajes y destino,

 

imagen con imagen, distancia y tradición.

 

Polvo vida de raíces, raíces de estrellas, de luz

 

los cántaros y gloria el cultivo en que me sueño

 

un raudo musgo hacia otro Edén, si existe Edén,

 

si entre paréntesis, si existe el sueño entre tus párpados.

 

Lo mismo honra un árbol su presente en la raíz,

 

que un ave con sus nidos la memoria de un ancestro.

 

Y en este andar desdibujado el hombre en su ilusión,

 

recordarás o quizás no, se hicieron trizas,

 

trizas las gotas de un alma ya sin huesos.

 

 

 

Gris collalba

 

 

 

La fe brindas a mí y a mis hermanos.

 

De origen no perenne como el trigo,

 

es mi hambre y es mi espíritu un mendigo

 

que ofrece gratitud con ambas manos.

 

 

 

Ya se aleja de placeres mundanos

 

el don de esta alegría que desmigo,

 

y quiero compartir al enemigo

 

la paz correspondiente a los humanos.

 

 

 

Deseábamos que diera a luz el alba,

 

nacieron esplendores en campiñas,

 

por norte y sur, el sol, la nieve, enalba.

 

 

 

Nuevas tierras de niños y de niñas,

 

anuncia en el azul la gris collalba,

pan y vid verdadera de las viñas.

 

Mónica Zepeda (San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, 1987). Licenciada en Literatura y Creación Literaria por el Centro de Cultura Casa Lamm. Es autora de Si miento sobre el abismo (2014) y Las arrugas de mi infancia (Coneculta Chiapas, 2020). Su obra ha sido incluida en Universo Poético de Chiapas: itinerario del siglo XX (Coneculta Chiapas, 2017); Poetas en el Cosmovitral (H. Ayuntamiento de Toluca, 2018), Grito de Mujer–Chiapas 2018 (Biblioteca de las Grandes Naciones, País Vasco, 2018). Poemas suyos también han sido publicados en diversos medios impresos y electrónicos de México, España, Honduras, Guatemala, Perú, Bolivia y Chile.

 

 

 

Semblanza y fotografía proporcionadas por la autora.

 

 

 

 

 

 

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