Es una encantadora tarde veraniega… Veraniega por veraniega
y absurda por encantadora... Todo es livianito
y todo está arriba y por sobre todo la danza de los elefantes.
Pero a mi corazón cae una lágrima, ella sabe bien
que el mar es más grande que la tierra.
Pero en mi corazón se deja oír de pronto, profundísimamente,
la hace tiempo olvidada, muerta hace media era,
sencilla muchacha, una criada…
Tenía entonces veinte años... Huérfana-virgen,
ante imagen de la vida, pero tan singular
que ni el destino sabía cómo merecer su amor.
Por holgazanería de los contemporáneos no sabemos cómo eran sus ojos,
pero en la impaciencia de los contemporáneos adivino
que eran confiados y conciliadores.
Ella era, luego, hermosa… De una hermosura sin arte,
una hermosura que habría sido entonces muda
si no hubiese cantado ya antaño en el paraíso...
Pero ella cantaba y su canto estaba tan presente
que hasta el menor recuerdo
sería violentar una inocencia tal…
Ella se alegraba sencillamente y sin esperar entonces nada
distribuía alegría a los demás
y nunca podría por ello encontrarse a sí misma…
Casi no se le veía. . . Es entonces natural
que los hombres tuvieran guardia constante en su faro.
Cualquiera podía verla... Es entonces natural
que entre los muslos de las mujeres se le calumniaba.
Luego, cierto muchacho, cegado por la bula dorada de su virginidad
probó que de locura divina,
puede cometerse pecado mortal. y se mató.
Las viejas rebana-ombligos estaban ofendidas. Todos los demás
con sus narices de cristal tan transparentes de mocos y pelos,
se enfurecieron. . . Lucía (“esa puta que hasta ahora
ni siquiera se enfermó”) tuvo que abandonar el distrito,
donde hasta la hiedra tenía las venas hinchadas de indignación.
La veo en G... Cosía en las casas, en esas casas
donde el corno no sabe cómo expresar
su pena por las columnas de yeso,
y los sábados por la tarde hacía el aseo
en las oficinas de la fábrica de cerveza local.
Lo hacía con gusto, humilde y callada,
pues rendía culto a los secretos
y yo tampoco sé, realmente,
por qué surge la palabra, el verso y el libro
o el lenguaje de la víbora o de la garra canina...
Era una encantadora tarde sahatina… Sabatina por sabatina
y absurda por encantadora... Todo era livianito
y todo estaba arriba y por sobre todo la danza de los elefantes.
Lucía entró a la oficina, abrió las ventanas
y, antes de mojar el trapo, advirtió
la señal de Tres Reyes en las puertas...
Qué hermosa (cuando estaba ahí parada) era! Una hermosura sin arte,
una hermosura que habría sido entonces muda
si no hubiese cantado ya antaño en el. paraíso. . .
Pero ella cantaba y su canto estaba tan presente
que hasta. el menor recuerdo
sería violentar una inocencia tal. . .
Ella se alegraba sencillamente y distribuía alegría
y nunca podría por ello encontrarse a sí misma…
Y anhelando la esencia humana (como suele anhelar un mismo milagro)
se acercó de nuevo a la ventana, asomándose.
Fue el día de San Wenceslao... Miró el cólquico,
tras el cólquico el campo, mordido por la ladrillera,
y luego una callejuela, desde la que algunos muchachos
le enviaban besos. . . Pero esta vez ella no sonrió
y se puso a pensar en las tropas santas
que hace siglos atravesaron este lugar, durante toda “una noche,
llevando faldas doradas; en cómo luego
no hubo batalla gracias a la cordura del conde...
Tal vez sólo por eso desde entonces celebramos las Navidades
se dijo, y de pronto vio a su madre
vaciando pasas de uva sobre la tabla de amasar. . .
Se sentía de pronto niña y por eso inmortal,
tenía otra vez nueve años, nueve coros angélicos,
ya le gustaba entonces cantar al olor del pan navideño
y no sabía nada del sexo de la luna
que se abría doloroso como boca de pescado. . .
¿Sexo? ¡Sí! Algunos muchachos le llamaban ahora,
pero ella tenía la mano demasiado pesada
para lanzar una corona al árbol
v demasiado leve a la vez
para coger el rostro amado del agujero hecho en el hielo. . .
Esta costurera, acostumbrada a tener entre los dientes un puñado de alfileres,
se tocó sin saberlo los labios,
se apartó de la ventana y se puso a trabajar.
El mismo destino, que no sabía cómo merecer su amor,
le inclinó la cabeza hacia el piso, y ella, con cubos. de agua limpia
venida de las fabulosas montañas de Symplegad,
cepillaba, secando con la peluca de un ángel caído. . .
Pero de pronto oscureció, oscureció tan inesperadamente,
como si la nube debiera ser castigada por un pecado del menor de los rayos.
Se incorporó, encendió la lámpara de petróleo
y se puso a cepillar, de los rincones hacia el centro.
En su cepillar había algo sierra
que quisiera cortar tablas para un piso más amable.
En su cepillar había algo de la lanzadora del tejedor
que fabricara una alfombra para los pies de Jesucristo. . .
En su cepillar había algo de las alturas de la astrología caldea,
bajadas hasta las dos estrellas de sus rodillas.
En su cepillar el verbo y el amor se buscaban
v encontrándose, callaban.
Pero tal vez porque frente a sus ojos
se puso a volar una moscarda
o porque un rizo caído le cosquilleaba el rostro,
Lucía alzó bruscamente el cepillo sobre su cabeza,
golpeando la lámpara. La rompió
v las gotas de petróleo encendido
se abalanzaron sobre su espalda sudorosa, como insectos antes de la tormenta.
Y ella ardía y gritaba. . . Y dos días después murió.
De la colección: Historial, 1950.
Traducción de Félix Cortez
Este poema pertenece a el libro POESÍA CHECA: JAROSLAV SEIFERT, LACO NOVOMESKY, VLADIMIR HOLAN y FRANÏISEK HRUBIN, publicado por Aquí, Poesía, entrega número 38, Montevideo Uruguay, 30/junio/1967.
Vladimir Holan. Poeta checo nacido en Praga, considerado el gran poeta checo del siglo XX. En sus primeros tiempos publicó, Abanico en delirio (1926) y El triunfo de la muerte (1930), con un estilo muy cercano a Mallarmé, pero a partir de ese año dejó de lado ese estilo, para escribir poemas más sencillos, Trueno (1940) y Soldados del Ejército Rojo (1947). Estos últimos influidos por la ocupación nazi de Checoslovaquia. Acabada la segunda guerra mundial, el gobierno comunista de su país lo acusó de formalismo decadente y lo prohibió. A partir de entonces, el poeta se recluyó en su casa de la isla de Kampa, no tardando en convertirse en un mito viviente, y escribiendo sus obras más importantes, Sin título (1963), Avanzando (1963), Toscana (1963), Una noche con Hamlet (1964), Dolor (1965), En el último trance (1967), Un gallo para Esculapio (1967) y el Abismo de abismo (1981), este último póstumo. En el año 1963 su obra fue rehabilitada y se le nombró Artista Nacional. El mundo poético de Holan, cargado de simbolismos, nos remite al dominio de la noche, donde todo es enigmático y fantasmal, donde las preguntas repiten obsesiones y donde todo es posible e imposible a la vez. Sostener ese pulso reside el don misterioso que caracteriza su obra.
Fuente Biográfica: El Poder de la Palabra.
Fuente fotográfica: Alchetron.
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