Cartas para los muertos. Felisberto Hernández.  

 

 

Mi querido poeta:

 

He sabido que Ud. va a publicar un nuevo libro. Y me apresuro a advertirle que Ud. no puede hacer eso. La razón que, en mi responsabilidad de médico, me asiste para hacerle esta advertencia, es muy sencilla. Sin embargo, yo sé que Ud. –como todos los que se encuentran en su caso– se obstinará en no quererla comprender. Pero debe saber una vez por todas, que hace ya bastante tiempo que Ud. ha muerto. No cometeré la superficialidad de presentarle mis condolencias. Además, yo trato a mis muertos no sólo con cariño, sino también con franqueza; su muerte me trajo sentimientos muy particulares. Como ciudadano casi puedo afirmarle que mis sentimientos fueron poco menos que indiferentes. En mí crecen otros sentimientos que ahogan a los del ciudadano. Y no vaya a creer por esto que voy contra la humanidad. Al contrario, pretendo otra cosa. Y aun en el caso de que la humanidad me fuera completamente indiferente, no sería imposible que mi pasión por la ciencia y por el conocimiento tuviera para los hombres consecuencias de un gran bien. Precisamente mi pasión por el conocimiento me llevó a estudiar a los poetas y a aprovechar de ellos los conocimientos que quedaron atrapados en sus poesías. Como gustador de poetas, me apresuro a decirle, que es como más lamento su muerte. Pero no exageremos demasiado; si por un lado pierdo los poemas que Ud. hubiera hecho si realmente viviera, por otro lado empiezo a gozar el sabor, más concentrado y misterioso, que uno encuentra en las poesías de un autor al cual uno ya no puede darle la mano como a un ser realmente vivo.

 

     Como médico tengo mucho más que decirle. Primero tuve el sentimiento de sorpresa que me producen ciertas maneras de la muerte; después casi tuve con Ud. el sentimiento de un absoluto fracaso en cuanto a poderlo salvar. Y por fin su muerte me trajo la gran alegría de poderlo salvar casi completamente. Y esto es un gran triunfo para mí. Si hubo otros colegas que después de una muerte pudieron hacer marchar un corazón; o aprovechar un ojo o cualquier otra parte del cuerpo de un muerto para recomponer un vivo, yo, mi querido poeta, no sólo hago marchar a un muerto sino que casi casi está vivo del todo. Lo único que no puedo recomponer, óigalo bien, es su facultad de creación. Precisamente por estar seguro de que ahora Ud. carece de ella, es que lo doy por muerto. Y no crea que no siento este fracaso; aún más, me consideraría más satisfecho si hubiera podido matar, en un vivo artificial, algo que al morir quedó demasiado vivo en él: la vanidad de creerse un vivo natural; es decir, su capacidad de creación. Esa vanidad es la gran sobreviviente del hombre.

 

     Y ahora lo ataco de frente. De esa vanidad tiene Ud. que cuidarse. En caso contrario, andará Ud. como un viejo que pretende tener una aventura. Si sigue Ud. con la pretensión de querer hacer nuevos poemas será el peor plagiario de sí mismo, arrojará una luz falsa sobre su poesía anterior y la desprestigiará. En cambio, piense en la satisfacción que dará a todos sus admiradores si les deja la ilusión de estrechar la mano que escribió aquellos poemas, un poco antes de que esa mano se seque del todo. Piense en la satisfacción que será para Ud. sobrevivir para recoger los halagos que merece. Si Ud. no se estropea con una ambición fuera de lugar, verá cómo se desarrollará la sensibilidad del triunfo; recuerde que esa sensibilidad nunca fue amplia; porque cuando Ud. era joven, si bien deseaba el triunfo, también tenía inquietudes que lo inhibieron en muchos instantes. Y aún más, ahora, sin esa auténtica inquietud, tiene Ud. también un estado físico más completo para recibir el triunfo; ahora Ud. podrá desarrollar más lo que yo llamo “sensibilidad de banquetes”: Ud. no sólo podrá comer más y gozar más rato de sus comidas, sino también estropear menos sus digestiones.

 

     Y por último quiero prevenirlo contra los discursos en los banquetes; ni los improvise, ni los escriba. Diga que como está emocionado prefiere recitar un poema de antes. Y después de ellos quédese Ud. en silencio y verá todo lo que ponen ellos; será precisamente lo que le falta a Ud.: vida, amplia y misteriosa vida.

 

 

 

Este relato aparece en las Obras Completas de Felisberto Hernández, Volumen 3, página 226, publicado por Siglo Veintiuno editores.

 

 

 

 

Felisberto Hernández nació en Montevideo, el 20 de octubre de 1902. Era hijo de Prudencio Hernández González y de Juana Hortensia Silva. Pasó su infancia en la casa que los abuelos paternos de Felisberto poseen en el Cerro. En 1908 tras escuchar a Bernardo de los Campos, un pianista ciego, decidió su vocación musical. Estudió en Escuela Artigas de Enseñanza Primaria. En 1915 conoció a un personaje que resultaría fundamental en su vida: Clemente Colling.
Empezó tempranamente a ganarse el sustento como pianista en varias salas de cine, debido a la mala situación financiera de la familia y también se dedicó a dar clases de piano.
En 1919 un viaje a Maldonado, a casa de su tía abuela Deolinda, le permitió conocer dos personas que serían importantes en su vida: Venus González Olaza, quien será su futuro editor y empresario; y también María Isabel Guerra, una maestra de quien se enamoró y con quien se casaría en 1925.
A partir de 1922 empezó a dar recitales. La compañía de Clemente Colling abarcó toda la cotidianeidad del joven pianista. No obstante, los otros miembros de la familia Hernández, que en un principio aceptaron al maestro como nuevo inquilino de su hogar se hastiraon del personaje poco social.
En 1925 publicó de Fulano de tal, costeada por un amigo del autor, José Rodríguez Riet. Tuvo su primera hija en 1926, pero la vida de giras de conciertos que llevaba le impiduieron conocerla hasta los cuatro meses, y en ese mismo año murió Colling.
En 1927 dio su primer concierto en el Teatro Albéniz de Montevideo. En 1932 se unió profesionalmente al rapsoda Yamandú Rodríguez y presentaron un espectáculo en el Teatro París, de Buenos Aires.
Se divorció de su primera esposa y se enamoró de Amalia Nieto con quien se casó en 1937. El 8 de marzo nació su segunda hija, Ana María Hernández Nieto.
En 1939 ofreció un recital en el Teatro del Pueblo de Buenos Aires con notable éxito. A la vuelta a Uruguay fundó una librería, El Burrito Blanco, que fue un fracaso.
En 1942 la editorial González Panizza publicó Por los tiempos de Clemente Colling, por el que recibió un premio del Ministerio de Instrucción Pública, sin embargo su vida familiar se fue deteriorando en parte por la carestía económica que lo obligó a vender incluso el piano, lo cual fue definitivo para el abandono de la carrera musical para dedicarse de lleno a la literaria, impulsada por el premio del Salón Municipal de Montevideo. A partir de este año —y hasta 1956—, desempeñó tareas burocráticas en el departamento de Control de Radio de la Asociación Uruguaya de Autores. En 1946 una beca del gobierno de Francia le permitió viajar a París en octubre de este año. El 17 de diciembre Jules Supervielle lo presentó en el PEN Club de París, siempre leal a Felisberto, Jules Supervielle condujo a su amigo hasta las aulas de la Sorbona, donde éste leyó uno de sus relatos. Susana Soca editó en La Licorne el relato «El balcón»; y «El acomodador». En París conoció a María Luisa Las Heras, este romance se ampliará en Montevideo, donde la revista Escritura acababa de publicar otro de sus cuentos: «Mur». En 1949 contrajo matrimonio en Montevideo con María Luisa Las Heras y en la revista Escritura se publicó Las Hortensias. María Luisa era en realidad un espía soviética, pero se presume que Felisberto nunca se enteró, ya que él era ferviente anticomunista, y poco tiempo después del matrimonio se divorciaron.
Su nuevo amor fue Reina Reyes, una profesora de pedagogía y escritora con quien inició un romance que duró hasta 1958, ella tuvo un papel decisivo ya que además de apoyarlo y de aceptar los vaivenes de su carácter, logró que lo admitieran como taquígrafo en la Imprenta Nacional y gestionó un permiso en el Ateneo montevideano para que pudiera tener acceso al piano de dicha institución, sin embargo Felisberto aprovechó que Reina fue hospitalizada tras un accidente, para mudar sus pertenencias y poco después se fue a vivir con María Dolores Roselló. Su salud se había ido deterioriorando y sufría obesidad. En 1963 se le disgnosticó una leucemia, murió el 13 de enero de 1964. Su cuerpo, muy maltrecho y abotargado por la enfermedad, tuvo que ser evacuado por la ventana y tuvieron que ensanchar la sepultura para poder enterrarlo.
La vida de Felisberto Hernández estuvo llena de vicisitudes y pasiones y contradicciones, y del mismo modo su escritura fundó un nuevo modo, reconocido por escritores de la talla de Julio Cortázar, o Italo Calvino, quien escribió sobre Felisberto: “es un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un “francotirador” que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas.”

 

Semblanza extraída de la página escritores.org

 

Fotografía extraída de la página El Mundo.

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