Poemas de Elisa Díaz Castelo

AGUJERO NEGRO

 

Ahí estaba

el cadáver del perro

en el centro del jardín.

Nos esperó su muerte

las dos noches, brillando de sed

bajo la luz inútil de la luna.

Imagino la escena desde la ventana,

la lenta transformación del cuerpo

en materia, en hueso, en aire

venenoso. Mis ojos

sobre su lenta huida de sí mismo,

implosión de estrella diminuta,

agujero negro en el corazón

del pasto, a dos metros exactos

del ave del paraíso,

atada a su tallo y moribunda,

impedida para el vuelo, imposible

soltar amarras y convertirse

en ave carroñera y saciar su hambre.

 

Ahí, en el centro del jardín, empezó el mundo:

me mostró el perro su destiempo, su hundirse

en sí mismo y el acto a voz en cuello

de la muerte. Desde entonces

gira mi vida rigurosa, mis días en ciernes

espirales, en torno al sitio exacto

de su cuerpo. Y éste se traga mi pasado,

devora días y obras,

el jardín y su casa que hace años no existen,

las comidas de domingo,

el piano desdentado y la abuela

sentada al tocador con sus perfumes,

cada frasco, cada olor ennegrecido,

la vajilla suspendida, girando

ante la gravedad enorme de ese centro,

en el que se desliza sin luz toda mi vida

y las horas y días que se han ido

y los años que me faltan

para siempre.

 

 

 

ORFELIA LIMPIA EL CLÓSET

 

Aún tengo en el clóset el vestido

de novia sin usar y no sé dónde

comprar la naftalina. Esto es algo

que me preocupa últimamente.

Para empezar, me inquieta

no conocer el olor de alquitrán blanco.

No tengo ese recuerdo, ninguna abuela

se desvivía en recorrer con manos maceradas

sus primeros motivos, esos días

en los que sí vivía de a deveras, años

traducidos a tela, encaje, dobladillos.

Y ahora más que nunca me duele

todo lo que no tuve y al no tener

no será recordado. No conozco

el olor de la naftalina. Es más,

no sé dónde comprarla. Es urgente.

Imagino polillas negras, sus alas con ojos,

recorriendo mi vestido blanco:

filamentos y antenas: muselina y encaje.

 

No quiero alimentar insectos,

mariposas de hábitos nocturnos.

Mejor que permanezca

con sus horas en blanco, sus páginas

que al no decir nada son capaces

de contenerlo todo: lo que ya no, el siempre

cortado al sesgo, rematado, el donde

no estuvimos, quienes ya no seremos.

Porque nosotros no, quiero

que el vestido permanezca, pretina,

lentejuelas y abalorios, sostenidas

todas sus costuras

por el hilo blanco de la trama

de una vida que ya no fue la nuestra.

En cualquier momento

podría ponérmelo y volver

a la persona que fui

como a la página favorita de un libro

que amamos y de tanto leerla se abre

exactamente en el mismo sitio.

Poder decirle al tiempo: esto.

Este instante que no pasó. Que siga

pasando para siempre.

 

O tal vez sería mejor las polillas,

en la noche perenne y polvosa de los armarios,

se alimenten de él a demanda

como de leche materna

dulcemente añejada en encaje y muselina.

Para que crisálida y oruga

crezcan y de la tela, antenas,

se conviertan en lo que deben ser

y vuelen, ala con ala, se levanten.

Serán la vida no vivida

que tomó vuelo y desenvoltura.

Serán ellas descendencia. Llevarán

mi vestido de novia

por los aires, volando

más ligero que nunca,

traducido a nutrientes,

sustento, sustancia de otra vida

a la que no le pondremos nuestro nombre.

Serán lo que no fuimos.

Porque no es absurdo ni terrible

querer que los insectos

sean lo único

que sobreviva de nosotros.

 

 

CAÍDA

 

Si una persona cae libremente,

no siente su propio peso

 

Albert Einstein

 

luego de caer y caer tanto

a pesar de estarnos quietos, apacibles,

en el viejo sillón, llenos de nuestros cuerpos,

luego de aprender que nada está, realmente,

quieto, de saber que la caída no termina, luego

de retar a la noche en decúbito supino

y saber que aun así caemos,

luego de tanto caer a ras del suelo,

luego de por tierra ser cortados,

luego de caer tan abatidos

en un vértigo de células caducas,

cada segundo un poco menos,

cada mes desangradas, casi otras,

luego de comprender que nunca

hemos tocado verdaderamente

fondo, luego de escuchar la caída roja

de la fruta en el pasto

y saber de pronto la gravedad de las cosas,

luego de decir “de este árbol no comeré”,

luego de multiplicarse nuestro dolor

en progresión geométrica y mirar

el efecto de la caída en vasos,

platos, floreros y de fragmentos

discernir la forma, de esquirlas, esquinas,

luego de atravesar calles a destiempo,

buscando hacer pie en los vendavales,

en la ciudad sin fin ni nacimiento,

cayendo al principio de las cosas,

desplomándonos cada segundo en círculos,

involucrados sin permiso en el girar de la tierra,

en su inclinarse al sol debidamente

luego de este caer concéntrico,

empedernido, esa

otra caída a todos lados,

el desplomarse de planetas

que olvidan el consuelo de sus órbitas,

soles errabundos y sistemas,

galaxias

que se expanden

y se enfrían,

cayendo al fin

sin ningún referente,

sin punto fijo

que nos diga cómo,

qué tan rápido

caemos, enfermos

de esta gravedad ajena,

de esta velocidad

desperdiciada, incrédulos

de que así se sienta la caída,

de saber que aun ahora

caemos

inmerecidamente

abandonados

al abrasivo canto

de las estrellas

a su insistente

diálogo de luces,

luego de pensar

que a lo caido caido

y atenerse,

aunque no quede

ni un ápice de duda

donde colocar

la cabeza

o el cansancio,

 

luego

Elisa Díaz Castelo. Ciudad de México, 1986. Ganadora del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020 por El reino de lo no lineal, del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 por Principia y del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019 por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong. Con el apoyo de las becas Fulbright-COMEXUS y Goldwater, cursó una maestría en Creative Writing (Poetry) en la Universidad de Nueva York (2013-2015).

 

 

Fotografía de portada tomada de la página de Facebook de la autora.

Semblanza tomada de la página web estepais.com

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