Natura mortacon mosche

TARDE EN EL LAGO TRASIMENO

Aquí, donde tú y yo tomamos sol y nos 
bañamos, hubo hace siglos una batalla 
muy sangrienta. Aquí, donde los bañistas 
se reponen de su jornada de trabajo y los 
niños corretean desnudos sin que a nadie 
le importe, pelearon y murieron cientos 
de soldados por una causa que en verdad 
ignoro. Hay una heladería muy buena 
que se llama “Aníbal”, presumo entonces 
que un lado fue cartaginés y el otro romano. 
Pero Aníbal era cartaginés (y por lo tanto 
el enemigo), ¿por qué el recuerdo de una 
heladería? Nobleza italiana, supongo. 
Frente a la costa hay dos islotes. En uno de 
ellos (la guía no nos dice cuál) san Francisco 
ayunó, rezó y conversó con el Señor y los 
demonios. Aquí, donde hace siglos lucharon 
y murieron cientos de soldados, Francisco 
renunció a su sayal y nadó estilo mariposa 
hasta el islote donde el Señor lo esperaba. 
Aquí, donde tú y yo tomamos sol y nos 
bañamos, hay un montón de historias. Y una 
heladería muy buena que se llama “Aníbal”.

 

 


PARA CELEBRAR NUESTRO ANIVERSARIO DE BODAS

Hace veinte años que invento historias 
para ti. Y siempre me has creído (o querido 
creerme). No se supone que sea mentiroso. 
La belleza nunca miente, la belleza no hace 
daño. A diario escuchas las verdades de un 
mundo cada vez más cruel y corrompido, 
¿cómo oponerle un poco de belleza sin evitar 
la herida?, ¿cómo hablar de este mundo 
sin traicionar el dolor? La enfermedad, 
por ejemplo, el paso del tiempo, la muerte 
de aquellos que amamos. Hace veinte años 
que vivimos juntos, te sabes de memoria mi 
vida (y yo la tuya), pero saberla no significa 
necesariamente conocernos más: basta un 
mal sueño, un recuerdo infantil, un placer 
inesperado para recuperar una historia y 
contarla no importa si en las noches, a la 
hora de dormir, o en las mañanas, mientras 
tomamos desayuno. Es preciso mentir para 
que la historia no sea la misma que te contaré 
mañana, ya sabes que necesito sorprenderte. 
Hace veinte años que soy varias personas 
para ti, que me oculto para ser el mismo y 
encontrarte a cada paso, siempre distinta 
y siempre la misma. La rutina está hecha 
de pequeñas felicidades, de invenciones 
cuyo final desconocemos. Mañana te contaré 
una historia, y será bella. Ojalá te guste.

 

 


EN UNA CALLE DE PERUGIA

El poeta Sandro Penna, de quien he leído 
muy poco, vivió en esta casa. Aquí comió, 
aquí bebió, aquí sufrió alergias y enfermó 
de bronquitis los primeros veintitrés años 
de su vida. No recuerdo el nombre de la 
calle, pero sí que vivió al margen de todo, 
que husmeaba urinarios públicos en busca 
de amantes, que la suya fue una pobreza 
aristocrática. La casa responde al decoro 
burgués de su padre, a la discreta piedad 
de su madre. La fachada es de ladrillos 
rojos (como todas las casas en Perugia), 
los postigos (verdes) cerrados como una 
boca que se niega a revelar sus secretos. 
Una escalera alfombrada por el musgo 
conduce a la puerta principal (también 
verde). En el dintel hay un escudo tallado 
en piedra, en el muro lateral una familia 
de helechos. Ningún poema suyo acudió 
a visitarme (ya dije que lo he leído muy 
poco), pero no resistí la tentación de subir 
la escalera y leer en la placa estos versos 
que me aprendí de memoria: Io vivere vorrei 
addormentato / entro il dolce rumore della vita.

 

 

 

HOY HA MUERTO ÁLVARO MUTIS

No fue mi amigo. Quiero decir, no lo traté 
personalmente, no le escribí ninguna carta, 
no lo llamé nunca por teléfono (dicen que 
era muy amable por teléfono). Sólo una 
vez, en Madrid, tuve la oportunidad de 
escucharlo. Hablamos de cualquier cosa: 
amigos comunes, el viento que danzaba 
entre los pinos, la calle de Shidah Kardessi 
en Estambul. No me atreví a declarar mi 
admiración, pero un poeta viejo la sabe 
adivinar en la mirada de los más jóvenes. 
Aquella tarde sus poemas inundaron mi 
memoria como el río cuando baña una 
planicie desértica. Qué tentación decirle 
que fue él quien me enseñó que escribir 
es el modo más valiente de apostar por 
la desesperanza, que deseaba romper 
los cristales de un tranvía abandonado 
en las afueras de Roma, oír la lluvia caer 
sobre los cafetales, iniciar la danza de 
una fértil miseria. Pero no le dije nada. 
Tal vez porque no supe, tal vez porque 
no era necesario. Antes de irse a descansar 
le pidió a Carmen que nos tomara una foto. 
La tengo aquí conmigo. Lo miro sonreír 
mientras la muerte se confunde con sus 
sueños. Mientras escribo estas palabras.



 

SOBRE LOS PÁJAROS

Para Patricia y Jorge Cadavid

Escribo pájaro en la pantalla. Pájaro, le digo, 
canta. Y el pájaro abre su pico y melodiosa- 
mente canta. Su voz inquieta los parlantes, 
debo bajar el volumen no vaya a despertar 
a los vecinos. Así es siempre. Se trata de 
un furor difícil de explicar, el pájaro vive 
entre puertos, cables, baterías, conexiones 
que no entiendo. También hay mamíferos, 
toda clase de insectos, percebes, familias 
enteras de reptiles. Y naturalmente hongos. 
Yo prefiero, con mucho, a los pájaros. 
Ellos reinan en cualquier latitud, surcan 
los crepúsculos más rojos, los amaneceres 
más violeta. Y cantan, sobre todo cantan. 
La misma canción, es cierto, pero me gusta 
escucharla. Oír su voz rasgando la arcilla, 
el papel, el pergamino. Tengo la habitación 
llena de pájaros. No sé qué hacer con ellos.



 

 RELOJ DE SOL

Una amiga me obsequió por mi cumpleaños 
una brújula. Nunca antes había tenido una 
brújula, por lo general me oriento bastante 
bien. Por eso me sorprendió el regalo. ¿Qué 
querría decirme mi amiga? Era una cajita de 
madera con un broche de metal. En la tapa 
figura la inscripción Reloj de Sol, una galera 
antigua y cuatro delfines pintados de celeste. 
En su interior hay una lista de ciudades con 
sus respectivas latitudes (Rabat 34, Sevilla 
38, Helsinki 60, Londres 51) y la cara del sol, 
radiante como la luna de Mèliés, ornada de 
círculos concéntricos. Los círculos se hallan 
divididos en casillas numeradas del 1 al 12 
(¿los meses del año?), números latinos que 
cuentan hasta VII (¿los días de la semana?) 
y debajo la brújula. No he vuelto a saber 
de mi amiga. Dónde estará, no lo sé. Todos 
los días contemplo la brújula esperando 
alguna señal, algún indicio. Pero su aguja, 
obstinada, sonríe. Y señala siempre al norte.

 

 

 

LOS PERSAS PRACTICABAN ESE JUEGO

Ver el mundo a través de las persianas. 
Aceptar la luz sin rechazar la sombra, 
la doble raya del cuaderno infantil: 
líneas luminosas alternando con líneas 
oscuras, como en la reja donde cantan 
a dúo. Las persianas admiten ese juego: 
dejan ver las ramas, pero no el árbol; 
dejan ver la cola, pero no la ardilla. Es 
divertido ver el mundo a través de las 
persianas. Si mueves las cuerdas de 
arriba abajo el paisaje parpadea como 
en una pista de baile. Los persas eran 
calígrafos, seguro practicaban ese juego. 
Los venecianos pasaban tardes enteras 
abriendo y cerrando persianas. Alternar 
luces y sombras es tan intrigante como 
alternar palabras y silencios. Cuando 
leo un poema pienso en las persianas.



 

 

NO ES LA MUSA QUIEN HABLA

Para David Cruz

Según Charles Simic hay tres tipos de poetas: 
“los que escriben sin pensar, los que piensan 
mientras escriben y los que piensan antes 
de escribir”. Al leer esa frase caí en la cuenta 
de que, uno: nunca escribo sin pensar, dos: 
rara vez pienso antes de escribir. Por descarte 
soy de los que piensan mientras escriben. 
Debo ser más preciso: soy de los que piensan 
al ritmo de la mano que escribe. Tal vez por 
eso todo lo pensado se desvanece en el aire. 
De nada sirve planificar el azar, cortejar el 
silencio. Basta el más leve contacto con las 
teclas (o la pluma, eso depende) para que 
empiece la danza. Por lo general las palabras 
evitan el pensamiento, pero no lo excluyen: 
lo mantienen disponible y a distancia. Es 
la música quien ordena, ella quien decide, 
y las palabras obedecen. Tú aquí, tú allá, 
resta una sílaba, no me gusta el amarillo, 
cambia todo a pretérito, ¿te parece mejor en 
femenino? No es la musa quien habla, pero 
podemos darle ese nombre. El pensamiento 
llega después. A veces se aburre de esperar.



 

 

MI SOMBRA Y YO

Mi sombra recorre la calle una y otra 
vez. Sombra, le digo, ¿no te cansas de 
recorrer la misma calle? No, me dice, 
y mira el sol con sus anteojos oscuros. 
A veces mi sombra se adelanta unos 
pasos, decide en qué esquina debo do- 
blar, advierte las ramas puntiagudas 
de los árboles, los jardines donde ladran 
los perros. Si me ve confundido silba 
una canción, si me ve desorientado 
me ofrece su mano para cruzar la calle. 
Toma esta cuerda y sube, ordena mi 
sombra. Yo la obedezco y subo hacia no 
sé dónde. Una vez arriba me dice que 
espere. Y yo la espero sin saber por qué.

 

 

 

 

FÁBULA DEL POETA Y LA ROSA

Para Zingonia Zingone

 

En Managua o en Ginebra, en Jerusalén o en
Babilonia, un poeta maldijo las plumas de los
ángeles, torció rencoroso sus aureolas y lloró
como lloran los niños cuando descubren que 
el mundo está mal hecho. Compadecidos los
ángeles le enviaron una rosa, la más perfecta

que haya brotado en los jardines del Edén.

La rosa amaneció al lado del poeta. Estoy

aquí para acompañarte, le dijo, para que

nunca estés solo. Las rosa era muy bella, en

realidad bellísima, pero el secreto de tanta

belleza (ahora lo sabemos) era su fugacidad,

sus delicadas espinas que hieren al menor

descuido. Mejor imaginarte, dijo el poeta,

y cada noche se dedicó a soñarla. Minuciosa-

mente soñaba cada hoja, cada pétalo, cada

pequeña espina. Era su rosa, la que adornaba

sus versos, la que consolaba sus momentos

más tristes, la que habitaba los jardines del

Edén. Hasta que un día la rosa se aburrió

de ser soñada, y decidió marcharse. Pero

el poeta dormía en los rosales de Managua

o de Ginebra, de Jerusalén o Babilonia, sin

que ningún ángel se atreviera a despertarlo.



NATURALEZA MUERTA CON MOSCAS

 

Sábanas fugitivas, cuervos que aletean por 
la noche, y son la noche. Bostezo de flores en 
la sala, ladridos de perros con olor a verdura. 
Los ojos caen pesadamente sobre la página, 
resisto a su llamado, al aleteo incesante de los 
cuervos. Leo entre tinieblas “un clarinete sirve 
para tocar música de Mozart, pero también 
de Benny Goodman”. La imagen quiere decir 
que compartimos genes con el grano de arroz. 
Entiendo que los utilizamos de otro modo 
(los nuestros son el clarinete de Mozart, los 
de arroz de Benny Goodman). Prosigo como 
puedo. Sábanas fugitivas, praderas azules 
donde pasta el bisonte, donde corre la liebre 
en busca de cereales. Un enjambre de moscas 
gira alrededor de la basura. Se empeñan en 
ser naturaleza muerta, garabatos en la sábana 
donde escribo. Oscuramente saben que soy 
arrecife de coral, oso de agua, rinoceronte de 
la India. Leo entre tinieblas “Todos venimos 
de un ancestro común que vivió hace mil seis 
cientos millones de años”. Tal vez un poco 
más. He perdido la cuenta, he perdido el do 
de mi clarinete. ¿Qué debo hacer, hermano 
Francisco, hermano Baudelaire? Son las dos 
de la mañana. Una pareja de cuervos anida 
entre mis párpados. Cierro entonces el libro, 
apago la lámpara y digo para mí: algún día 
escribiré “Naturaleza muerta con moscas”.

 

Fotografía Camilo Rozo

Eduardo Chirinos (Lima, 4 de abril de 1960- Missoula, Estados Unidos, 17 de febrero de 2016)1 fue un poeta y escritor peruano. Perteneció a la llamada Generación del 80, junto a poetas como José Antonio Mazzotti, Rossella Di Paolo y Raúl Mendizábal.

 

Hijo de Eduardo Chirinos Quesada y Ana María Arrieta Lostaunau. Cursó su educación secundaria en el Colegio de la Inmaculada (1967-1977). Ingresó a la Facultad de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde en 1985 se graduó de bachiller con mención en Lingüística y Literatura. En 1988 obtuvo su licenciatura.

 

Comenzó a publicar desde muy joven en la revista estudiantil Calandria. Sus primeros poemarios fueron: Cuadernos de Horacio Morell (1981), Crónicas de un ocioso (1983) y Archivo de huellas digitales (1985); por este último obtuvo el Premio Copé 1984. Viajó a España con una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana (1986).

 

A su vuelta a Lima en 1988 se desempeñó como periodista cultural y profesor de literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En 1993 viajó a los Estados Unidos para completar sus estudios en la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey), donde se doctoró con una tesis sobre el silencio en la poesía hispanoamericana que el Fondo de Cultura Económica publicó con el título La morada del silencio (1998).

 

Desde entonces residió en diversas ciudades estadounidenses: New Brunswick, Binghamton, Filadelfia y Missoula. Se desempeñó como profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Binghamton (1999), la Universidad de Pensilvania (1999-2000) y la Universidad de Montana (2000-2016).

 

Murió en febrero de 2016 víctima de cáncer.

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