Happy, happy they that in Hell
feel not the world’s despite.
John Dowland
Una de las figuras más perturbadoras y fascinantes de la cultura contemporánea es la del serial killer, o asesino en serie. Desde la aparición de Jack el destripador en la Inglaterra del siglo xix, considerado como el auténtico primer asesino serial de la historia, la imagen de esta clase de individuos, todos prácticamente masculinos, no ha dejado de atraer, fascinar y repulsar. Mientras los varones sienten una casi natural fascinación y atracción hacia estas figuras, con la mayoría de las mujeres sucede exactamente lo opuesto –aunque esto no es del todo preciso, algunas mujeres también sienten una fascinación por ellos, en particular cuando ya han sido capturados–. No sólo porque en la mayoría de los casos las víctimas del asesino serial son mujeres, sino por la violencia misma del acto criminal. Más perturbador pareciera el culto rendido a muchos de ellos a través del cine y posteriormente la televisión.
Aunque esta suerte de culto parece de reciente aparición, aparentemente podría decirse que el asesino en serie existió mucho antes de Jack el destripador. Entre los considerados como tales, se encuentran, muy discutiblemente, personajes como el francés Gilles de Rais, la noruega Elisabeth Báthory –a cuya sombra un grupo noruego de black metal la adoptó como su nombre–, los españoles Manuel Blanco Romasanta, El lobo de Allariz, como se le conoció, y Juan Díaz de Garayo, El sacamantecas, el francés Víctor Prevost, El carnicero de la Chapel, y el mexicano Francisco Guerrero, El chalequero. Los considerados asesinos seriales previos al caso del Destripador llegan hasta los tiempos del Imperio romano. La única razón por la que algunos los consideran como sus predecesores es por el elevado número de víctimas, pero cualquier análisis basado en un perfil conductual de lo que en la actualidad se considera un asesino en serie muestra que ninguno de ellos lo es realmente.
La fascinación y repulsa que generan es comprensible debido a la forma en que tenemos presente, en nuestra conciencia occidental, las nociones del bien y el mal, de lo permisible y lo prohibido, las cuales han sido laicizadas pero cuyo origen es religioso. La inasible figura de Jack el destripador en la próspera Inglaterra victoriana en el West End, la zona más pobre de la orgullosa Albión, hizo posible las hipótesis respecto de su identidad y los motivos que habrían llevado al asesino a cometer los horrendos crímenes que hizo. Pero incluso hoy en día, con las herramientas perfiladoras a nuestra disposición, nunca se ha hecho un perfil del posible criminal. Su secreta identidad fascina y horroriza por igual, y sigue siendo el asesino serial más tristemente célebre de la historia, y no hay asesino serial al que se le hayan dedicado más películas, episodios de televisión, libros, reportajes de todo tipo para abordar su identidad y la naturaleza de sus crímenes. Entre las muchas aristas que ofrece el asesino en serie está la que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal. Salvo los casos de los asesinos jamás atrapados, como el propio Destripador o el Zodiaco, cuyas identidades permanecerán para siempre en el anonimato, la captura del carismático Ted Bundy parece confirmar la descripción hecha por Arendt.
El origen del término se remonta a 1930, cuando el criminólogo alemán Ernst Gennat lo acuñó por primera vez para referirse al infame Vampiro de Dusseldorf, Peter Kurten, quien sería la inspiración de la obra maestra de 1931 de Fritz Lang, M –cuyo subtítulo describe de qué trata la película: Eine Stadt sucht einer Mörder–, posiblemente el primer film de la historia dedicado a un asesino en serie. Tanto por la técnica narrativa como fílmica, la película se encontraba mucho más adelantada que prácticamente todo el cine de su época y es una proeza cinematográfica aún hoy en día, la cual inspiraría los primeros filmes sobre el tema, Shadow of a doubt (1943) de Alfred Hitchcock, con libreto de Thornton Wilder y una actuación sobrecogedora de Joseph Cotten en el papel del carismático Charles Oakley, un predecesor ficticio de Ted Bundy, y Monsieur Verdoux (1947) de Charles Chaplin, basado en los crímenes del asesino en serie francés Henri Landru. Sin embargo, como lo entendemos en la actualidad, el término serial killer fue usado por primera vez para referirse a los crímenes de Wayne Williams en Atlanta en los años ochenta –que es el arco temporal de la segunda temporada de Mindhunter, la serie dirigida por David Fincher sobre la unidad de análisis conductual del fbi–, de quien se cree pudo haber asesinado entre 20 a 30 niños y adolescentes, quien además parece haber sido el primer asesino en serie afroamericano.
Desde entonces, no sólo el término sino todo el mundo del asesino en serie, incluyendo a los detectives, unidades de investigación y perfiladores, ha entrado en la cultura popular contemporánea a través de diversas series de televisión –Profiler (1996), Millenium (1996), Criminal minds (2015), Manhunt: Unabomber (2017), Mindhunter (2017)– y películas que retratan a unos y a otros, con mayor o menor fortuna dependiendo de los libretos y de la producción misma. Salta a la vista, por supuesto, la “producción en serie” de esta clase de asesinos en Estados Unidos, donde se multiplican como los girasoles en los campos, frente a la ocasional aparición en otras partes del mundo. Algunos asesinos en serie se han vuelto tristemente célebres y figuras recurrentes para inspirar a guionistas a describir personajes ficticios en las personalidades de aquellos. Sin embargo, quizá con una sola excepción, la de Hannibal Lecter, prácticamente ningún asesino en serie de ficción ofrece una visión real de la mente del asesino en serie, pues por lo general los guionistas se ven forzados, por una u otra razón, a justificar lo que hace su asesino. Así el caso del asesino que voluntariamente adquiere el nombre de John Doe, Desconocido, como aparece en las etiquetas de los muertos cuya identidad se desconoce, en Seven (1995) de David Fincher, cuyos actos obedecen a una extraña prédica contra los pecadores del mundo, algo que los asesinos en serie no suelen hacer. Sobre Lecter ya regresaremos para ver cuán complejo es el personaje, a diferencia de casi todos los demás asesinos ficticios.
Pese a su aparente abundancia en Estados Unidos, no hay realmente un perfil abstracto que retrate al asesino en serie, y en algunos casos, es discutible que algunos lo sean, como son los llamados spree killer, o asesinos itinerantes, entre cuyos más acabados ejemplos estarían Andrew Cunanan, quien asesinó a Gianni Versace, entre otros, y Richard Speck, quien asesinó en un acto de furia incontrolable a ocho enfermeras el 14 de julio de 1966, y condenado a muerte por dichos crímenes. Speck aparece en el noveno episodio de la primera temporada de Mindhunter. En ambos casos, ingresan a ese oscuro mundo por el número de sus asesinatos, aunque distan mucho de asesinos como Ted Bundy o el asesino del Zodiaco, quien inspiró la película (2007) del mismo nombre de David Fincher. Hay además, diversas categorías, como los asesinos en masa, los cuales son definidos por el fbi como aquellos que cometen sus crímenes en un periodo muy breve de tiempo donde matan a varias víctimas en una misma ubicación, como los asesinatos de Columbine. Casi ninguna de estas categorías suele ser estáticas, y al menos en Estados Unidos mismo, ha diversas críticas a las mismas, dado que no siempre es fácil estar de acuerdo con ellas.
La idea general del asesino en serie como se le conoce en la actualidad, es la de aquel individuo que se ve compulsivamente llevado a asesinar a víctimas, casi siempre mujeres, con las cuales no tiene la menor relación. Entre cada asesinato hay un periodo de calma o “enfriamiento”, y no hay causas exteriores aparentes que lleven al criminal a actuar como lo hace, por lo cual es muy difícil identificarlo. Aunque hay algunos asesinos que suelen escribir cartas a los medios de comunicación para jactarse o reclamar la autoría de los crímenes, como el caso de Jack el destripador, el Zodiaco, Dennis Rader, btk, a quien se le atribuyeron algunos de los crímenes del Zodiaco, o el Hijo de Sam, parecen ser más una excepción y los perfiladores no suelen estar de acuerdo por qué lo hacen. Algunos hablan de megalomanía compensatoria y otros síntomas psicopáticos. El hecho es que la mayoría de los asesinos no suelen hacerlo. Ese comportamiento extraño es el que suelen querer imitar los guionistas cuando describen al asesino como alguien que quiere dar un mensaje a la sociedad en la que viven, como ocurre con los siete pecados capitales en Seven, y otros asesinos ficticios. Incluso quienes han escrito para “jactarse” o reclamar la autoría de sus crímenes no lo hacen por esas razones, y nunca queda claro el verdadero motivo de su proceder. Ese es el verdadero misterio detrás del asesino en serie. De allí también la fascinación y el horror detrás de ellos. Quizá porque en casi todos los casos el asesino parece tan normal como cualquier persona.
El asesino en serie del siglo xx, desde Jack el destripador hasta Ted Bundy, muestra cuán banales son las pretendidas ironías de Thomas de Quincy en Del asesinato como una de las bellas artes. Salvo el casi ficticio de Hannibal Lecter o el real del compositor Carlo Gesualdo, quien no fue en realidad un asesino en serie, no hay ninguna belleza posible en el acto de matar compulsivamente. La triste celebridad de algunos asesinos, como Teodhore Robert Budy, John Wayne Gacy, Jeffrey Dahmer, Richard Ramirez, Henry Lee Lucas desacredita cualquier teorización sobre el acto de matar.
El caso de Henry Lee Lucas, una vez considerado el asesino serial más prolífico en Estados Unidos, es un ejemplo de lo turbio y promiscuo que puede ser el mundo interno del asesino. Durante mucho tiempo se pensó que habría podido asesinar más de cien mujeres a lo largo y ancho de todo el país. Las agencias policiales acudían en masa a entrevistar a Lucas para presentarle casos sin resolver, y él confesaba los crímenes, por lo que los casos se cerraban. Finalmente fue condenado a la pena capital y enviado al tristemente célebre corredor de la muerte en la prisión de Huntsville en Texas. En el proceso, el caso contra Lucas se fue desbaratando hasta obtener el indulto por parte del entonces gobernador de Texas, George W. Bush, quien después de mucho pensar y analizar las solicitudes, se vio obligado a decir que había dudas razonables de que Lucas fuese el responsable del único crimen por el que lo condenaron a muerte. Que si bien era responsable de otros crímenes, siendo condenado por ellos, aquel por el que se le condenó a muerte mostraba serias dudas de que él hubiese sido el responsable, por lo que contrario a su política de no indultar a condenados a muerte se vio en la obligación de hacerlo en su caso. Al poco tiempo Bush fue electo presidente de la nación y Lucas falleció en su celda. Casi al mismo tiempo, algunos de los casos en su contra fueron revisados a partir de la evidencia física, y no de las confesiones hechas por él, y se halló a los verdaderos perpetradores. Al menos en veinte casos se demostró que él no había sido el asesino. Los únicos casos relacionados con él mediante evidencia física fueron el asesinato de su madre, de una anciana llamada Kate Rich y de su “novia”, Becky Powell. Un registro de sus supuestos crímenes a lo largo y ancho del país mostraba la imposibilidad casi completa de hacer los largos viajes de costa a costa para realizar los crímenes que confesaba. Todo ello aparece en el terrorífico documental The confession killer (2019), el cual muestra a Lucas como alguien fácilmente manipulable y con un ci de 87 que buscaba no la fama sino la supervivencia inmediata a través de complacer al sheriff y a las agencias policiales que acudían a entrevistarlo, obteniendo a través de ello paquetes de cigarrillos y malteadas.
Resulta bastante evidente que usando las herramientas del perfil criminal a partir de sus víctimas, el de Lucas no era el caso de un asesino en serie. Las víctimas iban desde niñas, adolescentes, jóvenes de todo tipo, mujeres maduras, ancianas, blancas, afroamericanas, pobres, empleadas domésticas, prostitutas, jóvenes y estudiantes, deportistas. No había una metodología ni una firma asesina, como en el caso de Ted Bundy. Más aún, no había ese periodo de enfriamiento tan característico del asesino en serie, ni había souvenir macabros que conservara en algún lugar. La supuesta furia homicida de Lucas no concordaba con su pobre nivel intelectual, y por ningún lugar se veía que él fuera una mente criminal brillante como en el caso de Ted Bundy. Físicamente era imposible que hubiese podido viajar a todo lo largo y ancho del país para cometerlos. Incluso, una detective le presentó un caso con pruebas, fotos de la escena del crimen, autopsias y declaraciones todas inventadas, y Lucas lo confesó alegremente. Si le hubiesen presentado evidencias de la muerte de Lincoln o de Kennedy, los habría confesado sin el menor problema.
Al final, Henry Lee Lucas es un asesino infame pero no un asesino en serie, pese a aparecer en libros y documentales como tal. De acuerdo con el fbi, un asesino en serie puede ser alguien que comete un mínimo de tres asesinatos, pero se requieren otros aspectos para en verdad serlo. Así, un asesino en serie debe al menos tener un cierto grado de enfermedad mental o psicopatía como contribuyente de su comportamiento homicida; dicho comportamiento psicopático incluye un sentido de búsqueda de posibles víctimas, falta de remordimiento o de culpa, impulsividad, necesidad de control y comportamiento depredador; en muchos casos pueden haber sido abusados de niños, sea de manera sexual, psicológica, emocional, por algún miembro de la familia. Frecuentemente fueron molestados o fueron socialmente aislados de niños o adolescentes, entre otros muchos aspectos bastante conocidos.
Lucas cumple más que el mínimo numérico, y el haber sido frecuentemente abusado de niño por su madre y sus compañeros de escuela, pero no tiene el perfil psicológico para ser considerado ni siquiera como un asesino serial digno de tal nombre. Sus tres víctimas reales estaban vinculadas con él de alguna manera y no fue muy difícil atraparlo, además de la abundante evidencia física vinculándolo con ellas, a diferencia de Ted Bundy, Gary Ridgway El asesino de Green River, Dennis Rader btk, el nunca identificado asesino del Zodiaco, Joseph James DeAngelo El acosador nocturno o el Asesino del estado dorado (Golden State), o muchos otros infames ejemplos. Sin embargo, como veremos más adelante, la compulsión de Henry Lee Lucas por “confesar” crímenes que no cometió podría tener otro origen, distinto de ese deseo de complacer a la autoridad o volverse famoso, como a menudo sugirió la prensa y la opinión pública en Estados Unidos.
De los asesinos en serie de ficción el más completo y bien delineado es, sin duda, Hannibal Lecter, cuya personalidad no es el fruto de la imaginación febril de un guionista sino de una investigación por parte de Thomas Harris para sus novelas Red Dragon (1981), The silence of the lambs (1988) y Hannibal (1999), y encarnado en la primera película de la saga, basada en la segunda novela, por Anthony Hopkins. Lecter es el ejemplo del asesino serial culto y refinado cuyos crímenes horrorizan por su brutalidad y su falta total de remordimientos. La construcción del personaje tanto por Harris en sus novelas como por parte de los guionistas es un ejemplo de la meticulosidad en su elaboración, y en especial en las películas hay un rasgo verdaderamente genial, al que me he referido en otra parte, [1] pero que señalaré aquí brevemente, pues es la parte que me interesa enfatizar.
Para el público alimentado por la cultura pop y la literatura industrial, señalar al noble y compositor renacentista Carlo Gesualdo como un posible precursor para la figura de hombre refinado, culto y elegante que se supone es Hannibal Lecter puede sonar extraño, aunque no parece que Harris haya considerado al príncipe de Venosa como un posible modelo para su personaje.[2] Empero, Lecter comparte con Gesualdo el gusto culinario y musical refinado así como el cultivo de las artes, y de la literatura y la música en general. Igual que su predecesor, Lecter termina aislado, despreciando al mundo que le rodea, sintiéndose incomprendido. En algún momento expresa su desazón respecto de ese mundo cuando dice una de las frases más enigmáticas y a la cual se ha prestado escasa, si no es que nula atención: “Un mundo más sabio que este habría sabido aprovecharme”. En lugar de eso, lo encierran de por vida. Gesualdo y Lecter comparten asombrosamente ciertos rasgos: siendo hombres educados para la alta cultura, no sienten mucho interés por el mundo que les rodea, sea el eclesiástico y principesco renacentista, o el contemporáneo con todos sus distractores, el cual se encuentra reprochado en la frase de Lecter antes citada.
La frase es reveladora, y creo que para entenderla en su cabalidad hay que entender cómo fue creado el personaje. Es natural que el medio cultural mexicano sienta desdén por lo que considera un personaje de ficción industrializado, el cual no representa ninguna realidad concreta y tangible, ajena, en caso de existir, a la realidad nacional local. Me parece que esa vaga opinión en general sólo muestra desconocimiento y prejuicio. Hay asuntos subyacentes de gran importancia, y el hecho de que en México no haya asesinos seriales en cantidades industriales como en el país de donde surge el personaje no significa que no los haya. El tema del mal, o más bien del Mal, es otro tema subyacente. Lo que Jung llamó la sombra, esa parte nuestra repulsiva y que pensamos que con no mirarla dejará de existir, es otro de los temas.
Pero el más importante, me parece, es el que está detrás de esa frase del doctor caníbal. Y lo que está detrás de esa expresión del doctor Lecter no es otra cosa más que la melancolía. La sola enunciación podría disgustar a más de uno, pues usualmente esta ha sido asociada con el hombre de genio, es decir con lo mejor que la humanidad ha producido. Los nombres de Shakespeare y Dante, de Miguel Ángel y Leonardo, de Bach, Brahms, Beethoven, Mozart, Schubert, Mahler, entre otros, a los que yo podría agregar sin mayor reparo los nombres de John Dowland y Carlo Gesualdo, el músico melancólico por antonomasia y el príncipe asesino, ambos del Renacimiento, sobresalen como cumbres casi inalcanzables. Trataré de demostrar que mi afirmación, por atrevida que parezca, está sustentada no sólo en la frase del doctor Lecter de la ficción sino en la realidad de los actos reprobables y espantosos de muchos asesinos en serie.
Primero veamos cómo fue construido el fascinante personaje de Hannibal Lecter, al que su creador desfiguró en la última entrega de la saga, Hannibal rising (2006), con una historia ridícula y absurda. En la saga, salvo la última, Hannibal Lecter siempre aparece en prisión, y sus crímenes son cosa del pasado. En las dos primeras entregas, Lecter ayuda a sendos agentes del fbi a capturar a un asesino en serie ¾el origen de este comportamiento proviene del caso real de Ted Bundy, quien no sólo para tratar de evadir la pena de muerte sino también quizá por egolatría, decide colaborar con el detective de su caso, a quien proporciona información relevante sobre otro asesino serial activo durante esa época, el de Gary Ridgeway, el asesino de Green river, a quien atraparon n o sólo por el trabajo policiaco simple y llano, sino también por la información que Bundy proporcionó sobre los posibles rasgos de personalidad y comportamiento del posible asesino¾. En la primera, a Will Graham quien busca a Francis Dolarhyde, mientras en la segunda a la joven detective Clarice Starling quien busca atrapar a un asesino serial llamado Buffalo Bill, libremente inspirado en Edward Gein, quien tampoco fue un asesino en serie sino más bien un necrófilo que inspiraría tanto a Alfred Hitchcock para Psycho (1960) como a Tobe Hooper para The Texas chainsaw massacre (1974). En ambas entregas, el carácter de hombre refinado, incluso tras las rejas, permanece como un rasgo característico. Para el espectador sin información, a Hannibal Lecter le agrada la música clásica, representada por una pieza de piano que escucha en su celda en The silence… y al principio de Red Dragon, cuando acude a oír una orquesta. Pero para el público culto, informado, melómano, ambas obras son de importancia capital para entender al personaje, el cual queda establecido en The silence… de manera definitiva para la imaginación popular y colectiva. La obra que Lecter escucha obsesivamente son las Variaciones Goldberg, interpretadas por Glenn Gould, el célebre y extravagante intérprete canadiense. Esa combinación, una obra basada en una serie de variaciones sobre un tema, y un excéntrico intérprete cuya vida y comportamiento aislacionista, considerado un genio absoluto, son la imagen misma del genio asesino que lo define. La célebre obra de Bach se volvió tan icónica en la cultura pop, más allá del academicismo de la que proviene, como lo fue el propio Glenn Gould a mediados de siglo, y como lo sería el doctor caníbal medio siglo después. La excentricidad de Gould parece especular a la del propio doctor Lecter: cada uno encerrado en su propio mundo.
Al mismo tiempo, la elección de las Variaciones Goldberg representa el summum de la obra de arte compleja, complicada, calculada y matemática en extremo. Por su parte, la interpretación de Gould, a su vez, representa la quintaescencia de la interpretación cerebral, fría, obsesiva. Todos esos rasgos se aplican a la perfección al carácter del personaje: educado, complejo, calculador, cerebral, obsesivo, y elusivo. Igual que las variaciones en serie, él es un asesino en serie cuyas variaciones se encuentran en la forma en que cocinará a su próxima víctima, en una exploración de texturas y sabores algo similar a las exploraciones de texturas sonoras de las Goldberg. No sólo el personaje está construido como una suerte de imagen especular de las Variaciones, sino que algunas escenas, como aquella en la que embelesado escucha una de las variaciones rodeado de los cuerpos ensangrentados de los guardias a los que acaba de matar, están directamente relacionadas, técnica y estructuralmente con lo que la música está diciendo.
Vemos que hay una relación muy directa entre el personaje del doctor Hannibal Lecter y la obra específica, el autor de la obra, y el intérprete, como si fueran imágenes reflejas una de la otra y complementarias recíprocamente. Pero no debemos olvidar que narrativamente estaríamos en la etapa segunda de la aparición del personaje, el cual aparece originalmente en la película del mismo título, Red Dragon, realizada casi diez años después que la anterior pero ubicada en un espacio temporal inmediatamente previo. En la versión cinemática hay una alteración con respecto a la historia original, pero a diferencia de lo que suele suceder en la mayoría de estos casos, aquí el resultado es absolutamente genial en términos no solo narrativos sino de estructuración del personaje y sus psicopatías, y lo más asombroso es que eso sucede sin que se diga una sola palabra.
La narrativa de la película empieza antes que la de la novela, con un preámbulo inexistente en esta, pero que explica no sólo el desarrollo de la historia que está a punto de contarse sino el arco del personaje, el doctor Hannibal Lecter, en lo que serán los dos episodios de su saga. En la película, el doctor Lecter acude a un concierto de la orquesta de Baltimore, mientras el flautista principal es incapaz de tocar las notas de la obra. A propósito las notas mal tocadas son enfatizadas para que hasta el público desconocedor de la obra se percate del desastre en desarrollo. Perdido entre un público que parece no darse por enterado de lo que sucede en la música, el doctor Lecter se ve rodeado, pero al mismo tiempo en una total soledad, absorto y en estado de shock ante lo que escucha. Para el espectador desinformado, se trata de cualquier música, pero la obra interpretada es de crucial importancia, pues nos dice de qué va a tratar la película y qué es lo que va a vivir el personaje del doctor Lecter. En la siguiente escena, el doctor da una soirée en su casa ante los miembros del patronato de la orquesta, y a diferencia de la escena anterior, se le ve afable, sonriente, amistoso. Eso se debe a que de alguna manera está rodeado de gente que comparte sus refinados gustos. El presidente del patronato incluso señala esas veladas como el punto más alto de la temporada cada año, con lo que Lecter se sabe valorado en extremo. Una escena parece la imagen invertida de la otra y al mismo tiempo complementarias una de la otra. Los huéspedes del doctor no saben que parte de la cena ha sido el flautista desaparecido poco después del concierto, y casi como aplaudiendo su desaparición, celebran que ya no esté en la orquesta.
La obra que se interpreta no es otra que la obertura de El sueño de una noche de verano de Mendelssohn, una obra que vincula casi todo en el personaje del doctor caníbal. Por un lado, liga los gustos musicales del doctor Lecter, pues a Mendelssohn se debe el recate de la obra maestra de Bach, la Pasión según san Mateo, aunque ese recate se debió más bien a su tía abuela, Sarah Levy, quien compró años antes de ese legendario estreno, todas las obras en partituras originales del compositor, y tenía a su servicio como maestro de capilla a uno de sus hijos.[3] La obertura está ligada, a su vez, a la obra de Shakespeare, otro gigante de las artes, la cual está directamente inspirada en las Metamorfosis de Ovidio, una obra que habla de transformaciones fantásticas. Allí está ya el tema de los dos primeros episodios de la saga del genio asesino, el doctor Lecter, y el tema de la primera película. En una escena posterior, cuando Francis Dolarhyde (Ralph Fiennes) secuestra al periodista Freddy Lounds (Philip Seymour Hoffman), le dice, amenazante, que lo importante no es lo que él es, sino en lo que se va a convertir. Luego entonces, eso es lo verdaderamente relevante para Dolarhyde, y los asesinatos que comete son sólo los pasos para llegar a aquello en lo que desea convertirse. Es la transformación, la metamorfosis que piensa experimentará, lo importante. Ese es el tema subyacente de la historia. Ese tema está oculto detrás de la obertura escuchada por Lecter. Al mismo tiempo, que sea el flautista y no otro instrumentista es de enorme importancia también. Uno de los mitos griegos sobre el origen de la música incluye a la flauta, en la figura de Marsias, quien termina destazado por las erinias, exactamente como le sucede al anónimo flautista de la orquesta. Los tres mitos relacionados con la música entre los antiguos griegos muestran un mismo patrón: para que la música surja, es necesario el sacrificio, destazar a quien toca el instrumento o a quien oye, como en el caso de las sirenas, o descender a los infiernos, como en el mito de Orfeo. Hay algo salvaje, demoniaco, en el poder que ejerce la música, sea entre los intérpretes o entre quienes escuchan, como si la música fuese de hecho una entidad incontrolable. Incluso en otro mito, el de las bacantes, en el que el rey Penteo termina siendo devorado por aquellas, se puede suponer que esta sirve de fondo, pues antes de ser destazado como Marsias, las bacantes entran en un estado de rapto y furia incontrolable mientras el dios extranjero, Dionisios, toca un instrumento.
Así, el anónimo flautista es devorado por los comensales del doctor Lecter, mientras recita pasajes de Horacio y celebran su exquisito gusto culinario tanto como musical. En los hechos, es el único momento en que el extravagante genio asesino se siente reconocido por los que él considera sus pares, gente igualmente exquisita que, lejos de lamentar la pérdida de un músico de la orquesta, prácticamente festejan su desaparición mientras, como una imagen actualizada del sacrificio ritual de Penteo por las ménades en Las bacantes de Eurípides, devoran su cuerpo. Ambas escenas, una en el teatro frente a la orquesta, y la otra, en su casa, no aparecen en la novela. Son un agregado del director Brett Ratner, y del guionista, Ted Tally, quien también escribió el guion de The silence of the lambs, pero que termina por otorgarle la unidad interna a las dos historias iniciales de la saga, y por ofrecernos una imagen más precisa del doctor caníbal.
La crítica a las novelas y a la película ha pasado por alto estos simbolismos aquí señalados y ha puesto más atención a los conflictos entre los distintos personajes: Hannibal Lecter, Will Graham, Clarice Starling, Francis Dolarhyde, o en los asesinos reales que inspiraron los personajes de ficción o pasajes de lo que hacen. En The silence…, por ejemplo, el asesino Buffalo Bill secuestra a una de sus víctimas de la misma forma que Ted Bundy hizo con algunas de las suyas: con un falso enyesado en un brazo tratando de subir un sillón a un camión para recibir ayuda y así engañar a la víctima. Por su parte, la idea-concepto de que Lecter ayude a un agente del fbi a resolver un caso o atrapar a otro asesino proviene del caso de Ted Bundy, quien además de confesar muchos de sus crímenes el día previo a su ejecución, ayudó a la captura de Gary Ridge, el asesino del Río verde, como ya vimos antes.
En el caso del doctor Hannibal Lecter están presentes casi todos los rasgos psicopáticos del manual del fbi para convertirse en un asesino en serie, mezclados con una personalidad carismática y manipuladora, sumados a los rasgos de un refinamiento exquisito y aspiración a una vida de lujos, rodeado de arte y artistas, pero en el fondo profundamente disfuncional. Pero, ¿son esos rasgos elementos propios de la melancolía? ¿Comparte este asesino ficticio algún rasgo psicopático con las más egregias figuras del arte? Por sorprendente que parezca, la respuesta es afirmativa.
Con la melancolía sucede algo parecido a lo que el doctor Lecter le dice en un momento a la agente Clarice: la ciencia no sabe qué hacer con ella. Para poder lidiar con ella, algunos de sus aspectos han sido medicalizados y se le han otorgado diversos nombres para poder ser tratados. La depresión es uno de esos aspectos. De acuerdo con el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (dsm-v), las fronteras entre la melancolía y sus trastornos asociados ha sido difuso a lo largo de los siglos. Uno de sus aspectos es lo que se denomina trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad (toc), y de acuerdo con un reciente documental de John Eliot Gardiner para la bbc de Londres, Bach. A passionate life (2013), el gran genio alemán lo padeció toda su vida. Dicho trastorno lo han padecido la mayoría de los asesinos en serie, y no pocos artistas. ¿Pero basta eso para equipararlos? Se preguntará más de un lector. Podemos recurrir a un par de ejemplos para mostrar el parecido en ciertos procedimientos artísticos con ciertos aspectos del proceder asesino, que es la posesión absoluta del objeto perdido, asesinado.
No es solamente el hecho perturbador de que muchos asesinos en serie guardan recuerdos de sus víctimas, sino de otro aspecto terrorífico: el canibalismo de ciertas partes corporales, algo que en Lecter es algo así como su gusto más secreto. Pero en los casos de Ludwig van Beethoven y Johannes Brahms encontramos algo que sería la versión estética, artística, de ese acto criminal convertido en procedimiento composicional, y que en ambos casos he denominado como apropiación estética del objeto amado, y que en otra parte he analizado extensamente,[4] pero que aquí referiré de manera muy sucinta.
Beethoven pierde a la llamada amada inmortal, lo cual le produce un enojo y furia enorme, y escribe una carta a ella donde deja ver su escasa tolerancia a la frustración. Ese pasaje está ilustrado en una escena de la película Immortal beloved (1994), basada en múltiples investigaciones musicológicas y, en particular, en la biografía de Maynard Salomon. Ese acontecimiento marca el inicio de una crisis muy grande en su vida, que concluirá con el famoso testamento de Heiligenstadt del 6 de octubre de 1802, el cual fue descubierto en marzo de 1827 después de su muerte. En 1816 Beethoven escribió su único ciclo de canciones, o lieder, An die ferne Geliebte Op.98 (A la amada lejana), sobre poemas de Alois Jeytteles, en los que Beethoven utiliza un método de ilustración del objeto amado a través de patrones musicales muy específicos en un intento por poseer, de una manera definitiva y total, a la amada lejana. Brahms hace algo parecido con respecto a su amor por Clara Schumann en diversas obras, usando las notas mismas como una escritura en clave del nombre de ella, e incluso se considera que el uso extensivo de cadencias plagales en muchas de sus obras, tanto de cámara como sinfónicas, [5] es una manera de dejar una suerte de final abierto, no conclusivo, opuesto al final de una cadencia normal y su final definitivo.
En ambos casos, los compositores encuentran la manera de apropiarse, por completo, del objeto perdido a través de un procedimiento creativo en el que este queda integrado a perpetuidad en la obra, como si fuera sólo de ellos y de nadie más. El análisis detallado de este procedimiento es un ejemplo de creatividad y de eso que he denominado apropiación creativa del objeto amado. No son, ni con mucho, los únicos que lo han hecho, pero sí probablemente los más complejos y fascinantes por sus resultados.
Si en el caso ya mencionado de Hannibal Lecter vemos las dos caras de la moneda en el mismo personaje en dos escenas que son como la antítesis una de la otra, lo que también vemos en su caso es un accionar típico del asesino en serie: la apropiación de la víctima para siempre a través de un proceso que no puede considerarse sino como el lado psicopático, y por lo tanto invertido, del proceso creativo recién escuetamente mencionado en Beethoven y Brahms. En ambos ejemplos lo que vemos es esa apropiación absoluta del objeto perdido, en un caso de manera creativa, en el otro, de manera totalmente invertido y destructivo.
Hay un aspecto simbólico muy relevante en este comportamiento, sea el del artista o el del asesino serial. La experiencia vital detrás de ambos conjuntos de individuos, eso que Wilhelm Dilthey ha llamado apropiadamente Erlebnis, puede corresponder, simbólicamente hablando, a ritos iniciáticos, más específicamente hablando ritos de paso, los cuales han desaparecido de nuestro mundo contemporáneo. Esta clase de procesos son la puerta de entrada, el pasaje de una etapa vital a otra, a cuya ausencia el hombre de la modernidad no sabe cómo hacer frente, salvo por su resultado: la abrumadora pérdida de algo inaprehensible.
Así, la Erlebnis vivida por uno o por otro corresponde a un proceso iniciático, y como he señalado en otro momento, citando a mi amigo, el doctor Luigi Zoja, “una verità iniziatica è absoluta e non può essere palesata all’esterno: non solo per autodifesa di fronte alle sanzioni giuridiche — ma anche perchè si relativizza e desacralizza”. La estructura del proceso iniciático es la que nos permite entender lo que hay detrás de este sentimiento de pérdida y cómo lo asimilan el asesino en serie y el artista, conformando los dos polos opuestos de un mismo proceso.
En otro momento me he referido a estos asuntos, [6] y por su relevancia conviene retomar lo allí expuesto. En su momento señalé, siguiendo a mi amigo el doctor Zoja, que
si cada estímulo iniciático activa más o menos inconscientemente un modelo arquetípico en el cual se hallan presentes muerte y renovación, la fragilidad o la inconsistencia de las estructuras que lo acompañan pueden vaciar una u otra de las dos etapas iniciáticas. Las etapas del proceso iniciático son descritas grosso modo de la siguiente forma: 1. Situación de partida por trascender; 2. Muerte iniciática; 3. Renacimiento iniciático, favorecido psicológicamente por el hecho de compartir la experiencia con otros, por el acompañamiento ritual y, químicamente, por una asunción controlada de droga.
[…] es importante tener en cuenta la observación que hace el doctor Zoja con respecto a este tipo de procesos iniciáticos:
La mia hipótesis è che ogni tentativo di iniziazione, quando non sia sufficientemente cosciente né protetto da rituali né inserito in un complesso culturale coerente, attivi, del modello arquetipico, sopratutto il processo di morte, sia perchè è il primo e il più semplice, sia perchè, a differenza della rigenerazione, è facilmente realizzabile in modo letterale, come morte organica: e il bisogno, frustrato nella sua espressione simbolica, tende a letteralizzarsi.
En otras palabras, tanto el asesino en serie como el artista de genio enfrentan la pérdida con la misma sensación de abrumadora desesperación, pero su reacción a ella es opuesta. El creador de genio puede internalizarla, es decir transformarla de forma simbólica en un proceso tanto de apropiación absoluta, total, de modo que se quede para siempre con él, a través del proceso creativo, de la obra de arte. Se trata de un proceso simbólico, que al final puede ayudar a regenerar una parte de esa dolorosa y abrumadora pérdida. Por su parte, el asesino en serie es incapaz de ese proceso simbólico, por lo que, como señala el doctor Zoja, lo que el artista transforma de manera simbólica, en su caso se literaliza, debido a la frustración. Como el artista, él también necesita de apropiarse, por completo, del abrumador peso generado por la pérdida del objeto. Al no poder hacerlo simbólicamente, no tiene otra opción que hacerlo literal, esto es hacerlo en el mundo real. Por eso mata, compulsivamente, por eso tiene que guardar souvenirs, incluso comerse partes de sus víctimas, para, como han reconocido prácticamente todos los asesinos en serie que han practicado el canibalismo, desde Jack el destripador hasta Ted Bundy, poseer en su totalidad a su víctima, para recordarla a través de sus restos donde y cuando quieran. Exactamente lo que Beethoven hizo en el ciclo An die ferne Geliebte y Brahms en los motivos musicales a través de los cuales se apropia, para siempre, de Clara Schumann. Lo que el artista hace de manera simbólica, el asesino en serie lo hace literal.
Beethoven y Brahms comparten otro rasgo bastante común en los asesinos seriales: la incapacidad de convivir en sociedad y de adaptarse al medio que les rodea. Ambos viven solos prácticamente toda su vida, y Brahms incluso inventa un lema, Frei aber einsam, libre pero solitario, el cual le sirve de tema para su célebre colaboración con Robert Schumann y Albert Dietrich en la Sonata f-a-e (fa, la mi, en la nomenclatura alfabética), un criptograma musical, dedicada al violinista Joseph Joachim, quien era amigo de los tres.
Un aspecto adicional entre la psicopatía criminal y la melancolía digno de mención es un aspecto muy singular, señalado por el área positiva encargada de estos males, la psiquiatría. Citaré in extenso a Beatriz Aldaco, quien mejor ha escrito entre nosotros al respecto, y después pondré ejemplos tanto de un lado como del otro, para mostrar la validez de mi planteamiento:
Tomando como eje la pérdida de objeto que se da en la melancolía, en la manía el yo triunfa sobre esa pérdida de objeto. Es tan dolorosa esta última en la melancolía, que exige una contrainvestidura, y entonces se da un vuelco hacia la manía.
Ambas entidades se aclaran en términos de la función del superyó:
En el ataque melancólico el superyó se vuelve hipersevero, insulta, denigra, maltrata al pobre yo, le hace esperar los más graves castigos, le reprocha por acciones de un lejano pasado. […] El superyó aplica el más severo patrón moral al yo […] y hasta subroga la exigencia de la moralidad en general.
En la manía, “el yo se encuentra en un estado de embriaguez beatífica, triunfa como si el superyó hubiera perdido toda fuerza o hubiera confluido con el yo, y este yo liberado, maniaco, se permite […] desinhibidamente, la satisfacción de todas sus concupiscencias”. En la manía, el sujeto está “dominado por un sentimiento de triunfo y de satisfacción, no perturbado por crítica alguna, se siente libre de toda inhibición y al abrigo de todo reproche o remordimiento”.
[…]
Lacan describe un síntoma particular de la manía, la “fuga de ideas”, que se expresa en el lenguaje como una especie de verborrea o “aceleración metonímica” de la cadena significante, con pensamiento desorganizado, que a veces da lugar a frases sin sentido.[7]
Beatriz cita el ejemplo de un pasaje de la obra maestra de Gabriel García Márquez el cual conviene citar, nuevamente, in extenso, por su pertinencia, relacionado con el personaje central de la novela, Aureliano Buendía:
Cuando se enamora de Remedios comienza a escribir versos “que no tenían ni principio ni fin”, como si se entregara a una escritura eterna. Escribe de una forma desaforada en los pergaminos que le regala Melquíades, en las paredes de los baños, en sus propios brazos…, en una expresión conjunta de melancolía y manía: la del genio creador. La protagonista de sus escritos es la misma Remedios, transfigurada por el amor que le inspira. Después de la muerte de su esposa y durante la guerra, continúa escribiendo versos.
Antes del acto fallido de su fusilamiento, le pide a Úrsula que queme el rollo de papeles sudados donde ha escrito sus poemas. Después, cuando se entera de que su madre no los destruyó, los recupera y evoca en su lectura “los instantes decisivos de su existencia”. Reconoce que durante muchas horas de su vida “resolvió en versos rimados sus experiencias a la orilla de la muerte”. Plasmada su propia vida en la escritura, sus pensamientos “se hacen tan claros que pudo examinarlos al derecho y al revés”.[8]
Se dirá que se trata de una ficción… exactamente como en el caso de Hannibal Lecter. Pero en ambos casos vemos ese comportamiento errático, extraño, egoísta, característico de la psicopatía y de la melancolía. Como si viésemos los dos lados de una misma moneda. Otro ejemplo en la ficción aparece en una escena de la película Seven, cuando los detectives Mills y Sommerset se introducen en el departamento de John Doe y hallan en un librero decenas y decenas de cuadernos escritos con letra menuda por ambas caras de cada hoja, sin un orden discernible ni fechas, apilados uno detrás de otro, relatando toda clase de incidentes cotidianos, sin el menor propósito aparente, salvo el de escribir esquizofrénicamente todos los días. Otro ejemplo de esa escritura desenfrenada, indetenible durante años, lo hallamos en el caso de Johann Sebastian Bach, y su estancia en Leipzig, cuando fue nombrado Thomaskantor de la ciudad en 1723. Allí, además de dar lecciones de música y clases, y lidiar con los problemas políticos que afectaban su trabajo, y una numerosa familia de niños corriendo por todas partes, Bach escribió en el increíble lapso de tres años más de 200 cantatas, una cada semana incluyendo la partitura general, en uno o dos días, las particellas vocales e instrumentales, en otros dos días, y dos días más para ensayarla, y empezar así nuevamente a lo largo de tres años, sin dejar de lado todas sus demás obligaciones como Thomaskantor y como padre de familia. No es sólo la cantidad sino la extraordinaria calidad lo que sorprende aún hoy en día. John Eliot Gardiner señala que ese ritmo desenfrenado parece inexplicable y sin paralelo en la historia de la música. La explicación es esa raíz melancólica, eso que Lacan llama la fuga de la cadena significante. En tres años Bach escribió más cantatas que prácticamente todos los demás compositores de su tiempo en toda su vida, y con un nivel al que ninguno de ellos podía siquiera imaginar. Se trata de uno de los monumentos artísticos más impresionantes de Occidente jamás escritos.
En el caso de los asesinos seriales, esa fuga de la cadena significante lacaniana podría detectarse en ciertos comportamientos psicopáticos extraños, como la escritura de cartas a la policía, desde Jack el destripador hasta Dennis Rader, o en la compulsión de algunos para “ayudar” a la policía a atrapar a otros asesinos, como el caso real de Ted Bundy dando ideas de cómo atrapar a Gary Ridgway, el asesino de Green River, o el ficticio de Hannibal Lecter. Pero quizá quien mejor describe esa extraña compulsión maniaca haya sido Henry Lee Lucas y sus más de 400 confesiones ante toda clase de agencias policiales y de investigación que iban a verlo para “cerrar” casos. Ciertamente, para la sociedad estadounidense actual lo que hay detrás de esos actos es el deseo de fama y notoriedad, el egocentrismo y el deseo de dominio sobre sus víctimas, todo lo cual no obsta para señalar que igualmente podría estar el elemento melancólico en su faceta maníaca.
De alguna manera, la sociedad moderna no sabe qué hacer con la melancolía. No lo saben ni los individuos ni lo saben las instituciones mentales o las encargadas de impartir justicia. No extraña que una de las frases más enigmáticas que Hannibal Lecter le dice a Clarice Sterling parezca resumir esa imposibilidad de hallar una respuesta: “Una sociedad más sabia habría sabido aprovecharme”. Es casi seguro que Lecter no se refería al aspecto criminal, sino a ese otro menos visible, problemático: la melancolía.
Diciembre 20, 2019
[1] En “Las Variaciones Goldberg y Hannibal Lecter”, en El irresistible esplendor de lo inútil (2019), inédito, p. 283 ss.
[2] Para una exposición de los horrendos crímenes del príncipe de Venosa, véase José Manuel Recillas, “Carlo Gesualdo. Genio y homicidio”, Quodlibet Núm.31, pp. 41 ss.
[3] Al respecto, véase la sección “Mendelssohn, la Pasión según san Mateo y el salón de Sara Levy”, en El irresistible esplendor de lo inútil (2019), inédito, p.372.
[4] En “Motivos representacionales del amor en Beethoven”, en El irresistible esplendor de lo inútil (2019), inédito, p. 382 ss.
[5] Véase los tres últimos apartados, “Cadencias plagales en Brahms y la otredad” (p.396); “La teoría del artista enamorado de E.T.A. Hoffmann y Brahms” (p.403) y “Brahms, Clara Schumann y la apropiación estética del objeto amado” (p.408), en El irresistible esplendor de lo inútil.
[6] Véase Catábasis y θεία μανία, Ayuntamiento del municipio de Durango, 2016, p. 56, énfasis míos en el original.
[7] “Las venas abiertas de Macondo. Impunidad y melancolía en Cien años de soledad”, en Beatriz Aldaco, Atrabiliario. Fragmentario de la melancolía. Ediciones Zetina, 2018, pp. 114-115, énfasis míos.
[8] Op. Cit., pp. 137-138, énfasis míos.
José Manuel Recillas (Ciudad de México, 1964) es poeta, traductor, editor, investigador literario y melómano. Ha publicado los poemarios La ventana y el balcón (1992), El sueño del alquimista (1998, segunda edición 2015, en prensa) y Mahler (2015). En 2010 apareció su edición bilingüe Un peregrinar sin nombre, escritos fundamentales de Gottfried Benn, por la que en 2013 le fue otorgada la Cátedra Sergio Pitol del Centro de Estudios Superiores de Los Lagos, dependiente de la Universidad de Guadalajara. Desde 2012 edita las obras del poeta mexicano Juan Bautista Villaseca.
Semblanza y fotografía proporcionadas por el autor.
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