Carlos Obregón: cincuenta años bajo la sombra de los olmos

 

 

 

 

 

 

 

Carlos Obregón, cincuenta años bajo la sombra de los olmos

 

Por Rodríguez-Bustos JC

 

Parafraseando un verso de La sombra de Rimbaud de Juan Manuel Roca, podríamos preguntarnos a manera de introito en la vida y obra del poeta Carlos Obregón, lo siguiente: “¿Quién es Carlos Obregón, quién este meteoro?” Al dar inicio a este sentido homenaje nos ha sido inevitable no aunar en un único verso a este par de disimiles meteoros de la poesía universal. Uno, el galo, personaje mítico y de grata recordación en los anales de la poesía, y vívida presencia en el tiempo de los asesinos. Otro, el colombino, leyenda viva, fantasmagórica presencia en los senderos de Deyá, y olvido natural en los anales poéticos de su tierra nativa. Nada nuevo, puesto que tal vez este endémico olvido que nos asiste a todos los hispanohablantes con respecto de la poesía colombina, ha sido y sigue siendo el destino de algunas de sus letras más representativas: vivir en carne propia el desconocimiento e ignorancia de sus obras, y morir para ser olvido que como el ave fénix renace de sus cenizas.

 

Así al menos ocurrió con José Asunción Silva: debieron pasar varias décadas hasta que la llamada generación de “Los Nuevos” desenterró del olvido y de la infamia social, los nocturnos y las gotas amargas de su poesía. Y así ocurre actualmente, cincuenta años después de su muerte, con la Distancia destruida y el Estuario de Carlos Obregón. Sin embargo, este olvido posiblemente se deba no tanto a la ingratitud de nosotros los lectores, a la mezquindad de los editores, a la miopía de los regentes de la “cultura” burocrática, al poco interés de las masas por la poesía, a la contaminación de nuestras ánimas por parte de la política, o al lugar común y canónico de la academia, sino más bien a aquello que suele llamarse como “justicia poética”. Toda gran poesía al igual que el vino, pareciera requerir añejarse durante un buen tiempo en las cavas del silencio y del olvido, para a posteriori concedernos el disfrute de sus mejores esencias.

 

¿Dónde la noche que mi noche buscaba?

 

¿Dónde estuvo el ser en la noche que es?

 

 

Contra la nada y el olvido que avanza

 

 

No hay que ser ingratos con el recuerdo. Han pasado cincuenta años desde que Carlos Obregón decidiera partir rumbo hacia “el bosque de paz desconocida” que fue su única razón de ser y su “más alta locura”, y en este transcurso temporal no podemos dejar de reconocer los antecedentes que han permitido que la obra poética de Obregón perdure aún en la memoria de nosotros los mortales, quienes, muchas veces, solemos morir más de ingratitud que de exceso de días.

 

Sea esta entonces la oportunidad para expresar nuestro reconocimiento a quienes en vida conocieron a Obregón, y en sus escritos o palabras nos han heredado el recuerdo de su carácter, la calidez de su personalidad o la generosidad de su sonrisa. O a los poetas que han tenido la fortuna de encontrarse en el camino de la poesía con su lumínica obra, y para solaz nuestro la han sabido compartir con las generaciones venideras. Tal vez esta sea una de las funciones del crítico y del poeta, -si las tienen, más allá de la creación del arte y su valoración-: ser muralla infranqueable contra la nada y el olvido que avanza.

 

Yo soy el poeta que mira la nada,

 

Yo miro la gente –vaga y soñolienta-

 

Y al mirar a la gente yo miro la nada.

 

Tras la trágica muerte de Carlos Obregón, un 3 de enero de 1963 en Madrid, Gonzalo Torrente Ballester con un breve escrito despidió a su amigo, y diez años después, en la década de los setenta, Camilo José Cela, con quien entablara amistad en Mallorca, publicará Estuario en la Revista los Papeles de Son Armadans, “séptimo volumen de la colección Juan Ruíz” que reseñara Quintero de Fex en el artículo, Carlos Obregón, poeta, publicado un 31 de octubre de 1970 en el periódico El Tiempo de Bogotá. Posteriormente, Marisa Torrente Ballester, quien cuando se encuentra con un colombiano mayor de setenta años suele preguntarle si conoció a Carlos Obregón, y si es menor, si ha leído su obra, nos recordó su juventud junto al poeta en Madrid cuarenta años después de su aciaga muerte. Tampoco podemos dejar de mencionar a Santiago Mutis Durán, quien en 1985 publicara en Procultura y por vez primera en Colombia, la Obra Poética de Carlos Obregón, así como a los poetas Juan Manuel Roca y María Mercedes Carranza quienes durante la década de los noventa escribieron los primeros acercamientos críticos a su obra, o a Víctor López Rache quien escribiera el prólogo de la edición del poemario Estuario que la Universidad Nacional de Colombia, en manos de Catalina González Restrepo, recuperara del olvido hace diez años justamente, en el 2003, cuando se conmemoraban sus cuarenta años de muerte. Y tampoco podemos olvidar a Nelson Romero Guzmán tal vez el escritor que con mayor rigurosidad se ha adentrado en el estudio crítico de la obra de Obregón.

 

Luego, en la ausencia de todas las palabras,

 

El sol y las horas poblaron la tierra,

 

La promesa futura, lo antiguo del cuerpo de la tierra.

 

Como podemos apreciar no son muchos los escritores que se han ocupado de la obra de Carlos Obregón: habrán otros que seguramente desconocemos. Como tampoco son pocos los anónimos lectores que en el solaz de la poesía frecuentan la lectura de su obra. La poesía no necesita de las estadísticas para existir. Como reza el poeta: “No todo es la profunda penumbra que nos niega". Hace apenas unas semanas, cuando siguiendo la huellas de Obregón fuimos acogidos por el escritor Plinio Apuleyo Mendoza en su casa, se alegraba él de que se le estuviese rindiendo homenaje a su amigo de infancia, a “Carlitos” como le llama, con quien jugara y montara bicicleta de chinches en el barrio La Magdalena de Bogotá.

 

¡Qué bueno que se acuerden de Carlitos! Me preguntaba –se decía para sí–, ¿por qué nadie se acuerda de Carlitos, con lo buen poeta que es?

 

Que sirvan entonces estas bodas de oro entre el cielo y la tierra para recordar al poeta Carlos Obregón, y para invitar a leer su obra, para que lo inmortalicemos en su lectura, ya que como el poeta nos recuerda con la sabiduría propia de su poesía:

 

El tiempo no es un fluir invencible,

 

Sino una realidad de dimensión interna.

 

 

La generación dorada de los veinte

 

 

Carlos Obregón nació en la ciudad de Bogotá un 11 de noviembre de 1929. Se podría decir que fue el último poeta nacido en una década prodigiosa que da renombre en la actualidad a una de las generaciones más ilustres de la poesía colombina. Fernando Charry Lara (Bogotá, 1920), Maruja Viera (Manizales, 1922), Álvaro Mutis (Bogotá, 1923), Jorge Gaitán Durán (Pamplona, 1924), Rogelio Echavarría (Santa Rosa de Osos, 1926), Eduardo Cote Lamus (Cúcuta, 1928), y el propio Carlos Obregón (Bogotá, 1929), son algunos de los nombres más representativos de una generación nacida en la década de los veinte, y que llegara a publicar sus óperas primas alrededor de la década de los cincuenta o a comienzos de los años sesenta del siglo pasado.

 

Gaitán Durán, dueño y señor de una poesía tanática y erótica, publicará su primera obra, Si mañana despierto, hacia 1961. La nocturna lucidez de Fernando Charry Lara, verá la luz de Los adioses en 1963. Eduardo Cote Lamus en 1950 publicará proféticamente su Preparación para la muerte. Rogelio Echavarría en 1964, con la sencilla brevedad de su obra, publicará la primera edición de El transeúnte. Álvaro Mutis publicará los torrentosos y sísmicos versos de Los elementos del desastre en 1953. Maruja Viera en 1947 inicia sus cantos de amor con Campanario de Lluvia. Y Carlos Obregón publicará la trascendente y atemporal poesía de Distancia Destruida en 1957.

 

Al igual que Cote Lamus, Carlos Obregón no publicará su opera prima en Colombia, pero a diferencia del autor de Estoraques, quien gozara de las mieles de una vida activa políticamente en su tierra nativa, Cúcuta, Obregón fue un exilado, uno de los temas recurrentes de su poemario Distancia Destruida. Si bien su primer poema “Presencia del Mar” se publicó en el Suplemento Literario de El Tiempo, en Bogotá, un 28 de septiembre de 1952, tanto Distancia Destruida (Madrid, 1957), como Estuario (Palma de Mallorca, 1961), verán la luz en el exilio. Obregón siempre se supo extranjero aunque como buen poeta, con perdurable y gravitacional morada:

 

Tu morada: la gravitación de cada día.

 

Tú, el exilado, el que perdura.

 

Algunos críticos han intentado arropar a estos poetas dentro la Generación de Mito, nombre tomado de la ilustre revista cultural que fundará Gaitán Durán, junto con Hernando Valencia Goelkel y Eduardo Cote Lamus en 1955. Otros críticos han preferido denominarla como la generación de los Cuadernicolas, debido a las características del diseño editorial que tuvieron algunas de sus primeras obras. Por mi parte, y si se me permite, he preferido denominarla como La generación dorada de los veinte ya que si bien algunos de ellos publicaron en la Revista Mito y estuvieron de acuerdo con su propuesta cultural, no todos así lo hicieron. Por ejemplo el propio Carlos Obregón nunca publicó en Mito y, por ende, tampoco puede ser considerado como parte de la misma: sus relaciones generacionales o mejor aún, de amistad literaria, estuvieron más cerca de Piedra y Cielo y, sobre todo, del poeta Jorge Rojas. Y Álvaro Mutis, quien publicó Reseña de los Hospitales de Ultramar (1958) en ella, nunca consideró apropiado pertenecer a este nombre generacional y prefirió el calificativo de Cuadernicola por las características del poemario La Balanza que publicara en compañía del filólogo Patiño Roselli un 18 de abril de 1949, y cuya edición se agotó por incineración al otro día en el “Bogotazo”, episodio y trágico hecho vandálico desatado por la muerte del político Jorge Eliecer Gaitán, y en el cual el fuego y el pillaje acabaron con gran parte de la arquitectura de la antigua y virreinal Santa Fe de Bogotá, esa “ciudad increíble que redime las horas”, ese “frío sagrado”, ese “pinar entre las voces”.

 

Y tampoco se puede decir que todas las óperas primas de estos poetas colombinos hayan tenido como característica el diseño propio a los Cuadernicolas. Eduardo Cote Lamus y Carlos Obregón no encajarían en esta denominación al haber publicado sus primeras obras en diferentes formatos y en España, no así en Colombia como sus demás contertulios. En cambio, la década de los años veinte del siglo XX en Colombia, vio nacer a cada uno de ellos, de ahí que prefiramos bautizarlos con el nombre de Generación dorada de los veinte. Y si hubiese alguna objeción a este nombre, como es lógico que así sea, y para no caer en inoficiosas discusiones, compartimos más bien este verso de Carlos Obregón con el cual se da cuenta de modo diáfano de la atemporalidad del poeta y de su alada criatura el poema. Dice así:

 

Basta el viento y poseer su origen.

 

Empero, y antes de dar por concluidos estos engorrosos asuntos generacionales, quisiera detenerme en un par de características que, aunque anecdóticas, logran igualmente hermanar a esta generación dorada de las letras colombinas. Por una parte, la longevidad de cuatro de sus integrantes: Fernando Charry Lara llegó a alcanzar los 83 años de vida: la muerte le sorprendió en la ciudad de Washington en el año de 2004. Álvaro Mutis, tras celebrar sus noventa años de vida en el 2013, fallece pocos días después en Ciudad de México donde viviera gran parte de su vida de exilado, rasgo político y poético que compartirá con Carlos Obregón. Y Rogelio Echavarría, con 87 años y Maruja Viera con 90, siguen sumando calendarios, así sea, a esta prodigiosa camada de la poesía colombina. Y por otra parte, el segundo rasgo que caracteriza a los tres poetas restantes, es su muerte prematura y por demás trágica: Jorge Gaitán Durán muere un 21 de junio de 1962 en un accidente aéreo en Point-á-Pitre, Guadalupe, a la edad de 38 años. Eduardo Cote Lamus, fallece en un accidente de tránsito entre Pamplona y Cúcuta un 3 de agosto de 1964, un año después de publicar sus Estoraques. Tenía 36 años de edad. Y Carlos Obregón fallece igualmente en un accidente de tránsito cuyos móviles aún siguen siendo oscuros pero no por ello menos trágicos, en la ciudad de Madrid, España, en el año de 1963 a la edad del Cristo Redentor que tanto contemplara su Gracia poética.

 

Sólo en Gracia el alma percibe lo que es suyo,

 

Desde Dios nace y hacia Dios gravita

 

Con la encendida herencia de su gloria,

 

Redimida en desierta luz sonora.

 

Mira hacia adentro

 

Desde el inicio de estas palabras hemos aunado a los meteóricos Rimbaud y Obregón en un verso de Roca, y así lo hemos hecho porque posterior a la pregunta que éste contiene, encontramos como respuesta un par de versos que a nuestro entender dan cuenta de un modo hondo -como sólo la poesía suele hacerlo- no sólo de la arte poética del galo sino también de la del colombino. Estos versos de Roca se responden así:

 

Nunca otro silencio gritó tan hondo

 

Por las soleadas soledades del adentro.

 

Tal vez la única palabra que le cambiaríamos a estos versos -si se me permite tamaña profanación- sería “grito” por “canto”, “rezo”, o “memento”, y esto únicamente para significar la diferencia entre la poesía del galo y la poesía del colombino. Sabiendo de buena tinta el apreció y conocimiento que el poeta Roca siente por la poesía de Carlos Obregón, creemos que esta asociación no le desagradaría. Muy por el contrario, posiblemente la celebraría. Al igual que con la poética del galo y su mala sangre, con la poética de Obregón y su silencio del fuego, nos encontramos ante una poesía visionaria que, como pocas, tan hondo ha mirado hacia adentro.

 

Mira hacia adentro

 

Y palpa lo que queda

 

Mira el ser hacia ahora

 

Hacia el guijarro

 

Y la espuma plateada.

 

La diferencia de visión entre estos dos poetas, tal vez radique en que el de profundis de Rimbaud es propio más de un demonio de rebelión y de destrucción. Obregón en cambio es un ángel de revelación y de creación: el plan de Elohim. La profundidad del galo es infernal, la profundidad de Obregón es celestial. Ambos saben que estamos inmersos en el tiempo de los asesinos, pero Obregón no se rebela contra el mismo, tan sólo le reconoce: “el siglo de la carne” como a bien tuvo llamar a su época. No se lanza en ristre contra la civilización y el iluminismo del Hombre ilustrado, pero tampoco “avanza con las horas”. Tan sólo se dedica a “atestiguar la santidad del viento”. Su poesía es una temporada en el cielo. Sabe, al igual que Rimbaud, que “nuestra pálida razón oculta el infinito”.

 

El perro, en el huerto, huele a Dios sin saberlo.

 

No es un disconforme. Su preocupación es adentrarse en el alma y apreciar la verdadera naturaleza del Hombre. No pretende romper sistemas por medio de la acción sino por medio de la contemplación. La visión del infierno terrenal no es nada comparada con la visión de la divinidad y de su morada celestial. Los libros de Estuario, tales como “Domingo”, “Días del monje”, “El silencio del fuego”, “El tiempo contemplado” y claro está, “Peregrinaje: Elohim” son cantos o mejor aún, salmos elohísticos.

 

Asciende Ángel, asciende hasta tu origen.

 

Este es el simple hecho de amor que tú has buscado.

 

En la poética de Obregón tampoco habita la tan cacareada misión del poeta, sino más bien la visión de la poesía por parte del poeta. Su poesía, como expresión artística, es creación, y su resultado final, es decir la obra, revelación. Obregón no intenta abrir una ventana hacia el infinito, aunque en su primer poemario Distancia destruida, nos encontramos justamente con ese viaje poético que le permite al poeta vencer la distancia, tanto temporal como espacial que lo separa de sí mismo, de los otros y sobre todo de la divinidad, y adentrarse como meta final de su viaje místico en la visión del estuario; su obra no es una acción corporal sino una visión espiritual y por ende del alma.

 

Y así, cuerpo entero hacia Dios irme del mundo

 

Por una senda unánime y profunda,

 

De par en par el alma proyectada.

 

 

Verbo sumergido, unidad que se adora

 

 

Sabemos que puede haber quien desconozca la obra poética de Obregón como visión mística, y sin duda puede tener razón. Pero así como hay poetas de acción y otros de visión, también suelen haber críticos de visión, no sólo particular sino mística, y de una obra que tal vez no lo sea. Son los riesgos que la crítica y muchos críticos corremos: argumentar sin fundamentos. En todo caso, y a modo de defensa, declaramos que nuestro argumento tiene como fundamento la propia visión mística del poeta Obregón, es decir su obra, no así su vida.

 

Mientras la soledad de Dios engendra

 

Fuentes, gravita entre sí misma,

 

Hondamente, sonora,

 

En trinidad

 

De fuego.

 

La poesía de Obregón es un adentrase en sí mismo, en su alma, hacia el eterno. A partir de su poema inaugural el poeta nos revela su credo: “trascender el ego” y “perderse en lo eterno”. Muy a diferencia de mucha de la poesía ególatra de mediados del siglo XX, preocupada por problemas existenciales, sociales, políticos, económicos, o en otros casos estéticos o bélicos, la poesía de Obregón busca algo que el Hombre en medio de tanta vana preocupación ha olvidado: el rostro del Dios que las ideologías decimonónicas pretendieron dar por muerto o matar con el arma de la palabra.

 

¿Dónde está el espacio, cumbre sideral

 

Sumergida sin luz en la noche infinita?

 

¿Dónde está el tiempo hecho cuerpo de piedra,

 

La presencia inviolada,

 

El último contacto de la lanza nocturna?

 

“La carne está en el siglo”, reza otro de sus esclarecedores versos. Mientras otras poéticas se venden ante la protesta políticamente correcta, ante el chiste ramplón y de culebrero, ante la fácil y pronta blasfemia, Obregón con la palabra, muy por el contrario, se dedica a “bendecir el insecto que roe el siglo de la carne” y a buscar “hacia dentro” “la trinidad de fuego”. Su poesía no es una arenga política, una alineación y alienación de teorías o ideologías, de manifiestos “poéticos”. Su poesía es trascendencia:

 

Soy la voz viva en busca de sí mismo

 

Soy el yo solitario en busca de sí mismo.

 

Ya desde “Presencia del Mar” se aprecia el camino de su poesía: un canto del alma: “Te canto, oh mar, hermano de mi alma”. “Vengo de ti y hacia ti me dirijo”. Al igual que Baudelaire, Obregón se ilumina en la hoguera del misticismo, orientado hacia lo irracional y oculto.

 

El fuego más que fuego, contiene en certidumbre

 

Liturgia de sí mismo, silencio en el silencio.

 

Su poesía es compleja y refinada, apartada de toda teoría, mas no así de la sabiduría. En su obra poética la belleza y la sabiduría, dos de los tres dones de la divinidad, van de la mano.

 

Tu misterio es tan hondo.

 

Estas solo y te amas.

 

Sabiduría del poeta. Sabiduría de la poesía. Reconocimiento de lo humano y de lo divino, o mejor aún, de lo divino en lo humano. Una palabra: Dios. Un significado: amor. Y esta es justamente la distancia a destruir: la que separa al hombre del amor de Dios y lo confina en el mundo, en los actuales campos de concentración de la contingencia.

 

Pasa gente –gente vaga y soñolienta caminando pasa–

 

Sin descifrar el lento sonido, anonadada y torpe,

 

Pululada de ausencias, contingencias o mitos,

 

En una inercia lasa, suspendida en el aire.

 

Poesía como visión y profecía, cargada de un lirismo íntimo pero no sentimental. Es más una plegaria de músicas sin igual, y de una perfección matemática, de palabra a palabra, de verso a verso, de movimientos y ritmos, muy Malleriana como destacara Torrente Ballester. La poesía de Obregón no es el resultado de una técnica aprendida y repetida como flujo productivo. Menos aún, un discurso ideológico trasmitido y cacareado hasta el cansancio por los “poetas” de partido. Es visión de una sustancia divina impresa en el alma de toda criatura:

 

Verbo sumergido, unidad que se adora.

 

La visión de la naturaleza no la rechaza el poeta en cuanto ésta se corresponde con la visión de la divinidad, por ende su visión es más interna que externa, más suprasensorial que sensorial.

 

Desde tu hondura veo

 

Contra la noche

 

Un ciprés y una rosa.

 

Y lo que no veo

 

Solamente es tu hondura.

 

 

 

Me hiciste monje

 

Para cerrar los ojos.

 

Puede ser la visión del viento.

 

Bajo el ala del viento

 

El alma florece  y se recrea.

 

Puede ser la visión de un árbol:

 

Antes de vísperas, te espero como un árbol

 

Y la brisa deja entre las ramas

 

Palabras tuyas y sedientos salmos.

 

Puede ser la visión del fuego:

 

El amor como el fuego nace

 

De sí mismo y en sí mismo

 

Hacia lo eterno se despliega.

 

Y por supuesto, la visión de la noche del alma:

 

Irse hacia adentro y perdurar de asombro,

 

Irse hacia el fondo ardiente de la noche.

 

Estos son algunos de los elementos primordiales de la poética de Obregón, por medio de los cuales el poeta da cuenta de la visión y del poderío de esa sustancia divina: “Porque nada sería mi voz en tu enorme silencio”. A medida que destruye la distancia espaciotemporal que separa al Hombre de Elohim, su poesía se hace cada vez menos personal pero mucho más íntima en cuanto a visión. Su estética se perfecciona: no es imaginación sino revelación. No hay lucha por asir el poema. Es ofrenda poética: el único lenguaje acorde con el cual hablar del silencio de Dios y de nuestros asuntos.

 

Solo ante la noche el ungido se yergue

 

Como un árbol de fuego

 

Y lo que aún perdura atestigua y me salva

 

En su alto silencio.

 

 

 

Supo ser noche

 

 

Desde su muerte hasta nuestros días la estrella de Obregón no ha dejado de iluminar. Cada vez su luz brilla más intensamente en el cielo de la poesía. Su obra no es un invento editorial. ¿Qué verdadera poesía puede serlo? O un invento de algún escritor, como con mala leche alguien podría afirmar. Durante el siglo pasado la poesía tomó muchos rumbos, pero el camino místico fue uno de los menos transitados por vedado y despreciado. Para ser bautizado “poeta” se debía estar afiliado a un partido o a un ismo ideológico. Desde esta seguridad laboral muchos “poetas” recitaron a sus camaradas las consignas y formulas poéticas acordadas.

 

Si bien en Distancia destruida aún el mundo sensorial está presente, será en Estuario cuando, tras lograr destruir la distancia que separa al Hombre de Dios, encontraremos en su poesía la diáfana presencia de la divinidad, de Elohim. Por esto la poesía de Obregón no es un paisaje mental o ideológico, va más allá de la apariencia hasta encontrase cara a cara con la verdad de sí mismo, con la verdadera naturaleza del Hombre. Su arte no será una guerra terrenal, un discurso popular o un apoyo político o generacional, Obregón es poeta: no sabe ser nada más que ello. Desde siempre la poesía ha sido el arte adecuado con el cual hablar y dar cuenta de Dios: contemplación de su divinidad. Como anteriormente dijimos, su poesía es memento, oración, rezo, todas las cualidades de la más alta poesía mística.

 

Rezar es preguntarse por qué la hierba crece

 

Por qué el trigo gravita santamente en su espiga.

 

En un “siglo de la carne”, preocupado por el pan nuestro de cada día, por salvar el mundo hasta destruirlo, ¿quién se iba a ocupar de un Dios que ha muerto? Sólo un Poeta con mayúscula. La blasfemia en vez de la adoración es el alimento carnal. Aún hoy día algunos escritores mediocres pero gritones, hacen de su alharaca apóstata el caballito de batalla con el cual capturan adeptos y alianzas editoriales. Mamotretos que son monumentos al irrespeto y al mal gusto. ¿Hemos de preocuparnos? No, al fin de cuantas “lejos mueren los perros ladrándole a luna”. La poesía de Obregón es transparente aunque cargada de misterio como corresponde a toda poesía de visión mistérica. La razón aunque está presente, no alcanza a rozar los límites del infinito, escapa a la comprensión y se queda en el plano de la visión.

 

Más adentro que el cielo de la espera

 

Más limpio de distancia que la lluvia

 

Como roca en el mar

 

Erguida en voluntad suprema

 

Abierta a las primicias

 

Entre hallazgos y nubes.

 

Y sobre su prematura y voluntaria muerte, la del Hombre ya que el poeta Carlos Obregón sigue  aún vivo, se podría concluir, tras la visión del rostro de Elhoim, que:

 

Ya no había distancia en su pupila

 

Supo ser noche y perdurar de hondura.

 

 

 

Bogotá, 11 de noviembre de 2013, día de Carlos Obregón.

 

 

 

 


Rodríguez-Bustos JC, crítico, editor, gestor y consejero cultural. Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional, máster de Creación de guión audiovisual de la Universidad de la Rioja. Es autor de “Álvaro Mutis como un pez que se evade”, “España entre la Realidad y el Deseo - Cernuda”, “España tierra ofendida - Neruda”, Jorge Rojas y el Arte de Amarte”, “Carlos Obregón bajo la sombra de los Olmos”, “Madame Bovary y el tratado de la mezquindad y otras emes”, “Doscientos años de compañía, poesía e independencias”, “Miguel Hernández, el Toro de España”, “Cervantes, hombre de armas y letras” y “César Vallejo, acerca a nos vuestro cáliz”. Gestor cultural, creador de los Encuentros Hispanocriticos, Encuentros Literarios, Semana de Poesía Central y la Noche de San Jorge. Consejero de Cultura en Bogotá desde el año 2012 y director de la Colección Anverso de poesía bilingüe.

 

 

 

 

 

 

Fotografía y semblanza proporcionadas por el autor

 

 

 

 

Carlos Obregón Borrero nació en Bogotá, Colombia en 1929. Perteneció a la generación de la revista Mito. Su personalidad estuvo férreamente marcada por la educación religiosa. Viajó a Estados Unidos, donde culminó estudios de física y matemáticas en la Universidad de Michigan. A su regreso a Colombia, se trasladó a la costa Atlántica para sembrar algodón, y luego fue docente universitario de matemáticas. Antes de residir definitivamente en Madrid, hizo estancias parciales en París, Ibiza y Mallorca, perseguido por las carencias y la soledad.

 

Su poesía, globalmente breve pero de una sostenida eficacia, podría definirse como la búsqueda casi delirante de sí mismo. Un sentimiento de místico desgarramiento perdura a todo lo largo y ancho de su obra: un erotismo de la salvación y la condena, del ascenso y la caída a través de una última instancia encarnada en la palabra. Su obra empieza a ser reivindicada por la crítica luego de su muerte, dada la luminosa intensidad expresiva, la exquisita forma, la índole metafísica y espiritual que la caracterizan; obra considerada entre las más valiosas del país, pese a la brevedad y el silencio que rodeó en vida su trabajo.

Sus únicos libros publicados en vida fueron Distancia destruida (1956) y Estuario (1961), reunidos póstumamente con otros poemas inéditos en Obra poética (1985).

 

Se suicidó en España el 1 de enero de 1965.

 

 

 

Semblanza tomada de la página EcuRed

Fotografía extraída de Wikipedia

 

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