I
El Faraón dejó a un lado el bastón real, despidió a los siervos que lo acompañaban con un gesto y se inclinó sobre el balcón para apreciar mejor cómo caía la tarde sobre el Nilo. Observó un ave surcando el cielo –“Un Ibis”, se dijo–; intentó detallar el hilo que dejaba una barcaza al romper la tensión del agua reposada mientras que el sol de la tarde multiplicaba su incendio sobre el espejo cristalino encandilándole los ojos; a su lado, una fila de hormigas se perfilaba por la columna del palacio hasta perderse en el techo. Ahí, de repente, Keops el Faraón, entendió que la angustia que lo había consumido las últimas noches de insomnio tenía un nombre: era la muerte.
Entonces el Faraón tuvo una visión y en ella se confundían el cielo, las estrellas, el Nilo y sus crecidas. Y en la visión se sucedían los rostros de las generaciones por venir, numerosas y laboriosas como las hormigas de la columna palaciega; y estaban las guerras y también el amor. Estaba el trigo y el hambre, los días del mundo apilados uno sobre otro como el mismo sol cabalgando sobre las ondas del mismo río. Vio los cinco continentes y un átomo, el ascenso de un dios y el llanto agradecido de una rosa. Vio todas las piedras, todos los animales; sintió por una vez todos los sentimientos, observó por un instante a través de los ojos de la creación.
El Tiempo y el Espacio pesaron sobre los hombros de Keops y una aspiración a la inmortalidad, una nostalgia de las estrellas, empezó a tomar forma en su pecho. Entraba la noche, en el río Nilo, cuando el Faraón pudo darle palabras a su deseo: al día siguiente encargaría a Hemiunu la construcción de una gran pirámide para vencer a la muerte.
“Será la más grande de todas”–pensó– y regresó a sus aposentos.
Esa noche logró conciliar el sueño.
II
Casi cinco mil años después, en un pueblo pequeño al norte del Cairo, un niño sintió un vértigo parecido al del Faraón, aunque motivado por razones diferentes. Cuando Mohamed Salah tuvo consciencia de sí, cuando empezó a entender la magia portentosa que tenía en los pies para conducir el balón y en la cabeza para decidir; cuando le dieron a probar el filo metálico de la terrible desigualdad económica que se vive en Egipto y en el resto del planeta; cuando fue compadre del hambre y la necesidad, tuvo, como el Faraón, un impulso nacido desde adentro orientado hacia la trascendencia, una cita con el Destino.
Y a pesar de su palmarés impresionante como futbolista (el campeonato con el Basel, en su primera temporada en 2012, el bronce en la Copa Africana de Naciones sub-20, una Champions con el Liverpool o el Puskas del 2018), el camino a la trascendencia que se ha labrado Salah está sobre todo por fuera de las canchas. Desde que él asumió cuidar, respetar y desarrollar el tremendo talento del que es dueño, no solo ha ido abriéndose un espacio en la élite del fútbol mundial sino que generosamente ha ofrecido una parte de su sueldo para mejorar las condiciones de vida del pueblo pobre que lo vio crecer. Por eso en Nagrig la gente se abraza y llora cuando Salah marca: un gol con el Liverpool una vez se tradujo en la primera ambulancia del pueblo; otro gol, esta vez con Egipto, representó para ellos toneladas de insumos médicos; una final de Champions el año pasado fue una escuelita para niñas y un hospital.
III
Sobre la meseta de Guiza, la Esfinge milenaria interroga el horizonte. Por la planicie, se encuentran desordenados los testimonios más antiguos de los egipcios y de su trasegar amoroso con la muerte. Es un territorio árido lleno de mastabas, tumbas antiquísimas de piedra; de túmulos funerarios, escorpiones y pirámides. Sobre todos estos testimonios se impone la Gran Pirámide que el Faraón Keops mandó erigir hace cuatro mil quinientos años. Su sueño se ha cumplido: fueron necesarios 23 años y el esfuerzo de cien mil hombres para darle forma a los 2.5 millones de bloques la que componen.
De las siete maravillas del mundo antiguo, la Gran Pirámide es la única que le ha hecho amague al Tiempo y ha llegado hasta nosotros. Es tan imponente que el mismísimo Napoleón se quedó sin aliento cuando la vio en sus errancias por Egipto.
IV
No sabemos con precisión cuánto ha hecho Salah por su gente porque, aparte de generoso, el delantero del Liverpool es discreto. Sabemos, eso sí, que su imagen está en el campo deportivo del pueblo; que camina por sus calles sin guardaespaldas y que cuando se casó invitó, junto con su esposa, a todos los miembros de su comunidad, y estos llegaron por miles; sabemos que los egipcios le dieron un millón de votos para que fuera presidente en las últimas elecciones, en las que ni siquiera era candidato; sabemos que en Egipto lo llaman el “creador de la felicidad”.
V
En el Cairo, Maher Said es guarda de seguridad, tiene 50 años. Él cree que la Gran Pirámide de Keops es importante pero no sabe por qué y, a la larga, tampoco le importa mucho. Carga un pequeño radio para oír los partidos del Liverpool. Cuando le preguntaron, él dijo: “Los goles que Mohamed anota reducen la carga que representa vivir bajo estas duras condiciones económicas. Oírlo jugar me ayuda a salir adelante en los días difíciles”.
En los muros agrietados de Nagrig, la imagen de Mohamed Salah es más grande que la Pirámide de Keops. Cariñosamente lo llaman Mo. También le dicen “El Faraón”. Su sueño era hacerse rico para ayudar a quienes más lo necesitan.
Y lo hizo.
Edwin Gamboa nació pobre y feo. Le tocó en suerte nacer en el tercer país más desigual del mundo, Colombia, y para no matar –o no matarse– dedica sus horas a la literatura. Estudió Filología Clásica en la Universidad Nacional de Colombia y adelanta estudios de posgrado (aunque parece que no se va a graduar) en el Instituto Caro y Cuervo, donde también enseña. Vive en Suacha, sigue siendo pobre y feo pero aprendió, gracias a Borges, que el barrio entre más aporriao tiene la obligación de hacerse más guapo por lo que además de pobre y feo también es guapísimo. Correo de contacto: fauno20@gmail.com
Fotografía y semblanza enviadas por el autor
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Víctor Echeverri (viernes, 31 enero 2020 18:13)
Vean: un par de veces he estado en Egipto viajando desde Alexandría hasta Cairo y, Nilo arriba, hasta la antiquísima Tebas. Y ni siquiera esa ventaja me dio tanto de la cosmogonía de Nun y del hombre -do quiera que se encuentre- como este escrito de Gamboa. Su lectura, de principio a fin, transfunde agua, insufla vida, implanta fuego; en fin, transmite vida, fuerza, belleza.
No me extraña: ya lo escuché hablar un par de veces (a Edwin): sus palabras, ¡como plumas! Se parece justamente a un ibis libre.