El existencialismo es la subjetividad.
Personalmente, soy muy subjetivo y me parece que esta actitud corresponde a lo real.
El hombre subjetivo el hombre concreto.
No un concepto del hombre, sino Pedro o Pablo, pues el concepto del hombre no existe, dice Kierkegaard.
A causa de ello, al existencialismo le resulta monstruosamente difícil hacer razonamientos, pues los razonamientos se basan en conceptos y sólo gracias a la traición de Heidegger, que se adueñó del método fenomenológico, puede hablarse [frase incompleta].
El existencialista es un hombre subjetivo, libre. Tiene lo que se llama la libre voluntad, al contrario de un hombre visto desde el exterior científico, siempre sometido a la causalidad, como un mecanismo.
Esta atrevida tesis de que el hombre es libre carece absolutamente insensata en un mundo en que todo es causa y efecto. Se apoya en una sensación elemental: somos libres y no hay medio de convencerme de que si muevo la mano izquierda no es porque yo quiero. No es fácil precisar en qué se funda esta posibilidad de libertad.
Supongo que está fundada en una diferencia de tiempo. El tiempo del hombre no es el pasado sino el futuro. Si se hace algo, no es a causa sino para. «Leo para acordarme de», etcétera.
Si se trata del pasado, estamos ante la causalidad; en el porvenir, en la existencia del hombre, nos las tenemos que ver con el futuro.
Podemos decir, más profundamente, que en nuestra conciencia se encuentra la misma ruptura interior que se revela, por ejemplo, en la física.
El hombre, este ser para sí, está dividido en dos (con una abertura). Es en esta nada, en este vacío (esta abertura), donde se introduce la noción de libertad. La libertad tiene un papel enorme en Sartre porque es el fundamento de su sistema moral.
Sartre es un moralista y es curioso que en la filosofía francesa se produzca de nuevo la misma desviación observada por Husserl en Descartes.
Descartes, de una forma categórica en extremo, reduce el pensamiento a la sola descripción de la conciencia, pero de repente, aterrado ante la aniquilación de Dios y del mundo, se traiciona a sí mismo. Reconoce la existencia de Dios. Y de inmediato deduce de la existencia de Dios la existencia del mundo.
Pues bien, en el caso de Sartre nos las tenemos que ver, a mi juicio, con la misma cobardía. En El ser y la nada hay hasta unas quince páginas en las que Sartre hace esfuerzos dramáticos para fundar lógicamente un fenómeno que parece por completo evidente: la existencia de otro hombre distinto de «mí». Por ejemplo, el fenómeno de la existencia de Witold es el mismo que el de una silla.
Sartre analiza todos los sistemas: Kant, Hegel, Husserl; y demuestra que ninguno de éstos tiene posibilidad alguna de reconocer al otro. ¿Por qué? Porque ser hombre es ser sujeto. Es tener una conciencia que reconoce todo lo demás como objeto. Si yo admitiera que Witold tiene también una conciencia, entonces, yo soy por fuerza un objeto para Witold, que es el sujeto. Es imposible ser a la vez sujeto y objeto.
Ahora bien, aquí es donde Sartre se asustó. Su moral tan extremadamente desarrollada se niega a admitir que no haya otros hombres porque, si el otro es objeto, ya no hay deberes morales.
Sartre, siempre desgarrado entre el marxismo (científico) y el existencialismo (lo contrario) se asustó igual que Descartes. Declaró simple y honestamente que, aunque sea imposible reconocer la existencia del prójimo, no hay más remedio que reconocerla como una evidencia que salta a la vista. Aquí naufraga de forma dramática toda la filosofía de Sartre, todas sus posibilidades creadoras, y este hombre, dotado de un genio extraordinario, se convierte en un simple bonachón (marxismo-existencialismo) que, en el fondo está obligado a hacer una filosofía de concesiones. Su pensamiento se convierte en un compromiso entre el marxismo y el existencialismo. Y a partir de ese momento, cada uno de sus libros se convierte en la base de un sistema moral en que todo sirve para sostener una tesis ya concebida de antemano. Ahora bien, la base de este sistema moral es la famosa libertad sartriana.
Dice: «Soy libre, me siento libre. Por tanto, tengo siempre la posibilidad de elegir. Esta elección es limitada porque el hombre está siempre en una situación y puede elegir solamente dentro de esa situación. Ejemplo: puedo quedarme en la cama o ponerme a caminar, pero no puedo elegir volar, porque no tengo alas. Existe la libre elección de aquello acerca de lo cual el hombre es responsable. Si me niego a escoger entre dos posibilidades, ésta es también una manera de elegir la tercera actitud. Si no se quiere escoger entre el comunismo y el anticomunismo, existe la neutralidad». Sartre dice también que el hombre es creador de valores. Se trata de la consecuencia directa de un ateísmo obstinado, el más consecuente de toda la filosofía.
Esta es la situación: dado que hemos perdido la noción de Dios, convirtámonos entonces, nosotros mismos, a causa de nuestra libertad absoluta, en creadores de valores. Y, en este sentido, podemos hacer lo que queramos. Ejemplo: si ésta es mi elección, puede parecerme bien el hecho de asesinar a X o de no asesinarle. Las dos Posibilidades existen, pero, al elegirlas, me elijo a mí mismo como asesino o no.
Aquí creo reconocer en la filosofía un exceso de intelectualismo y la decadencia (el debilitamiento) de la sensibilidad. Los filósofos, salvo Schopenhauer, parecen personas cómodamente sentadas en sus poltronas y que tratan del dolor con un desprecio absolutamente olímpico, desprecio que desaparecerá cuando vayan al dentista y comiencen a gritar: «¡Ay!, ¡ay, doctor!». Con su desdén teórico hacia el dolor, Sartre declara que para un hombre que elija el dolor como un bien la tortura puede convertirse en un placer celestial. Esta afirmación me parece muy dudosa y muy propia de la burguesía francesa que, por fortuna, ha estado preservada desde hace mucho tiempo de grandes dolores. A pesar de la afirmación sartriana de que la libertad está limitada por la situación y por la llamada «facticidad» (el hecho, por ejemplo, de que tengamos un cuerpo, que seamos un hecho, un fenómeno en el mundo), a pesar de todas estas limitaciones, Sartre va demasiado lejos.
El hombre existencias es concreto, único, hecho de nada, por tanto, libre.
Está condenado a la libertad y puede elegirse. ¿Qué sucede si elegimos por ejemplo la frivolidad y no la autenticidad; la falsedad y no la verdad? Como no hay infierno, no hay castigo. Desde el punto de vista existencias, el único castigo es que este hombre no tiene una existencia verdadera. Por tanto, no es un existente. He aquí un juego de palabras, tanto de Heidegger como de Sartre, del que sin duda se burlará quien haya elegido la supuesta no existencia.
¿Qué porvenir tiene el existencialismo?
Muy grande.
No creo en los juicios superficiales, según los cuales el existencialismo es una moda. El existencialismo es la consecuencia de un hecho fundamental: la ruptura interior de la conciencia, que se manifiesta no sólo en las cualidades fundamentales del hombre, sino que -algo extremadamente curioso- es evidente, por ejemplo, en la física, en la que hay dos medios de concebir la realidad:
-corpuscular
-ondulatorio
Ejemplo: teorías de la luz.
Ahora bien, ambas teorías son justas, como demuestra la experiencia, pero son contradictorias. Hallamos el mismo fenómeno en la noción de la física referida a los electrones, en la que hay dos maneras de concebirlos, que son, ambas, justas y contradictorias. Asimismo, en mi opinión, el hombre está dividido entre lo subjetivo y lo objetivo de una manera irremediable y para toda la eternidad. Es una especie de llaga que tenemos, de la que es imposible curar y de la que somos cada vez más conscientes. Dentro de unos años, será aún más «sangrante», pues
no hará sino aumentar con la evolución de la conciencia.
La profunda verdad de la dialéctica de Hegel (tesis-síntesis) aparece aquí. En estas condiciones es imposible exigir al hombre que sea-armonioso, que pueda resolver nada de nada. Impotencia fundamental.
Ninguna solución.
A la luz de estas reflexiones, la literatura que considera que puede arreglarse el mundo es la cosa más idiota que imaginarse pueda.
Un pobre escritor que se crea dueño de la realidad es una ridiculez. ¡Ay, ay, ay! ¡Huf!
En Curso de filosofía en seis horas y cuarto
Witold Gombrowicz (Maloszyce, Opatow, 1904 - Vence, Francia, 1969) Escritor polaco, uno de los más destacados narradores de la vanguardia de entreguerras. Miembro de una rica familia de industriales y terratenientes, pasó la mayor parte de su infancia en Varsovia, donde obtuvo la licenciatura en derecho en 1926. Tras un viaje a París trabajó en los juzgados de la capital polaca; se preparaba para ejercer la abogacía, pero después de publicar el libro de relatos Memorias del tiempo de la inmadurez (1933) decidió dedicarse exclusivamente a la literatura y a la crítica literaria, labor que desarrolló para diversas publicaciones.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial lo sorprendió en el transcurso de un viaje por Argentina, en cuya capital decidió entonces instalarse. Durante largos años la obra de Witold Gombrowicz fue despreciada e ignorada por los medios conservadores y por la crítica adepta al realismo socialista, pero finalmente consiguió reconocimiento, y en 1963 obtuvo una beca de la Fundación Ford para viajar a Berlín occidental, desde donde trasladó su residencia primero a las cercanías de París y luego a Vence, ciudad en la que murió, poco después de que le fuera concedido el Premio Formentor Internacional de Editores.
Su primera obra, la recopilación de cuentos Memorias del tiempo de la inmadurez, data de 1933, y en ella ya se manifiesta su actitud irónica y cargada de humor absurdo respecto de las herencias literarias anteriores, que manipuló y subordinó a sus propios objetivos. En realidad, su prosa enlazaba con la postulada una década antes por Stanislaw Ignacy Witkiewicz, y tenía entre sus premisas básicas la convicción de que el formalismo perfeccionista de la cultura occidental había conducido a la esterilidad del arte. La forma, para él, es un medio de relación de los individuos entre sí, pero es preciso desenmascararla para librarse de sus ataduras.
Suele estimarse como su mejor obra la sátira cultural Ferdydurke (1937), insolente ya desde el mismo sinsentido de su título. Singular, futurista y surrealista, esta novela es en realidad una especie de compendio que incluye géneros tan diversos como diarios, panfletos, ensayos, monólogos y diálogos, y resulta en definitiva una suerte de crítica al sistema educativo y a la escala de valores éticos de la sociedad de la época. El protagonista es Momo, un "adulto" de 30 años, escritor fracasado, que vive la esquizofrenia de sentirse atrapado por su adolescencia, como si no la hubiera terminado de vivir. Momo comienza a revivir experiencias y relaciones que pertenecen a su vida pasada, a la de ese adolescente de dieciséis años, del que por momentos no puede escapar. Reaparecerá en su vida el profesor Pimko, una especie de censor, más que un estricto tutor, que hace volver a Momo al colegio para que termine de ser "educado".
Este colegio, o mejor, internado, se convierte en una especie de prisión de la que Momo "adulto" intenta escapar infructuosamente. En otro momento de la novela y de la vida de Momo, el profesor Pimko lo lleva a residir junto a la familia de un ingeniero conocido por Jovencillos. Momo comienza a vivir en una casa llena de referencias modernas, donde sus habitantes adoptan constantemente poses a través de las cuales manifiestan su yo. La hija del ingeniero, una adolescente de dieciséis años llamada Zutka, cautiva el corazón de Momo, pero ella no corresponde a su amor. Tantos fracasos y tanta incomprensión hacen que Momo escape de esa casa, de esa vida y con ello de todas las poses. Comienza a vagabundear y a vivir otras experiencias, van desapareciendo las máscaras y, al final, Momo se ve obligado a reconocer "que sólo podemos huir del hombre en otro hombre", y que deberá huir de continuo "en otros hombres y correr, correr, correr a través de toda la humanidad". El hombre, y en ello se visualiza la filosofía de Gombrowicz, sólo se realiza a través del hombre.
En 1938 publicó la obra dramática Yvonne, princesa de Borgoña, y al año siguiente, en la prensa y por entregas, la novela Los hechizados. Después de la guerra, en 1953, apareció la novela Transatlántico y, ese mismo año, el drama El matrimonio. Más tarde se editó Pornografía (1960), Cosmos (1965), por la que obtuvo el Premio Formentor, y la pieza teatral Opereta (1966). El teatro y la novela de Gombrowicz están íntimamente relacionados, no sólo por su sentido de lo grotesco y por el contenido de sus tramas, sino porque en ambos géneros los personajes adoptan papeles que les son impuestos y que encarnan al modo de estereotipos, mediante un lenguaje hecho de gestos y muecas. Gombrowizc publicó además tres volúmenes de sus Diarios (1957, 1962, 1966), que son una suerte de diálogo provocativo con el lector a propósito de diversos hechos de su vida, y en particular sobre las manifestaciones sociales del pensamiento estético y literario.
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