Nadie tiene nada


 

El siguiente cuento pertenece al libro Para entender algo del Mundo.

 

 

 

Nadie tiene nada

 

 

 

Ascendían arrastrando sus sombras cansadas sobre la espalda de la montaña mientras el frío de la altura los sometía. Mute ya no podía saber si iban detrás de las nubes o si aquellas tan solo se paseaban como ovejas. Adelante iba su papá.

 

Mute tenía doce años.

 

 

 

Llegaron a la columna vertebral de las rocas cuando el sol se ocultaba tras una tormenta sobre el valle; no bajarían de nuevo. Visto de lejos era todo muy lindo y era para Mute una trampa ideada por alguien. Lamentó no haber traído su bastón de caminos que le marcase el paso, y lo dijo en voz alta.

 

Su papá se agachó, tomó una rama seca, le quitó las hojas y se la dio.

 

 

 

Sobre sus cabezas estalló el grito de un pájaro. Un águila quizás. Mute alzó la vista pero los rayos limpios del día le impidieron cualquier descubrimiento.

 

 

 

Hacían equilibrio sobre las piedras.

 

—¿Quién es el dueño de todo esto? —preguntó Mute.

 

—Nadie.

 

Pero eso no podía ser, su papá le había enseñado que todo tenía dueño.

 

 

 

Se dedicó a observar el suelo; su papá no dejaba huellas. Mute ttenía miedo y al mirar hacia atrás creyó que lo mantendría a raya. Pero aquella oscuridad se detuvo, se erizó, le gruñó y le mostró los dientes. Él aceleró el paso para que su papá no lo dejara atrás. Aquella noche buscaba estar libre de todos los embrujos que había conocido.

 

 

 

El frío se volvió más profundo, y Mute se ajustó el abrigo como si la voz de una mujer se lo hubiera sugerido. La noche se apresuró, y una vez más él buscó refugio en algún recuerdo; la voz del patrón llamando a los caballos y él sosteniendo la tranquera para dejarlos pasar.

 

 

 

Un relámpago iluminó la tela, y la carpa que acababan de armar ya no le pareció un fuerte.

 

 

 

El cielo se desgarró sobre sus cabezas. La boca de la tormenta gritó en su oído, y él continuó ese grito y salió de sus sueños de caballos pateando, eufórico de miedo, casi sin aire y perdido. La lluvia lo obligó a refugiarse en un temblor.

 

 

 

La mañana no guardaba recuerdo de la tormenta. Al salir de la carpa su papá tropezó con una piedra. Mute lo ayudó a levantarse. Por eso recibió un golpe en la cabeza.

 

—¡Nunca más vuelvas a hacerlo!

 

 

 

Podía sentir el filo del aire como el reflejo de un cuchillo. Habían ascendido sobre rocas pequeñas y grandes, sobre riscos que se les imponían. Pasar sobre cada piedra era ir detrás de algo enorme; no de un hombre, quizás de un animal. Un animal que los tocaría con la punta de la lengua. La idea dejó a Mute tan perturbado que lo paralizó.

 

—No te detengas —gruñó su papá.

 

 

 

Las tormentas se sucedían. Su papá tosió toda la noche. Mute soñó con animales.

 

 

 

Lo despertó el eco de un disparo. Estaba solo en la carpa. El lomo verde de la montaña había sido tocado por el cielo y estaba mojado. Las nubes reposaban como ovejas olvidadas. Mute supo que de acercarse a ellas no escaparían. Su papá regresó con el revólver en la mano.

 

—Vamos —dijo.

 

Y él no se atrevió a nada que no fuera caminar.

 

 

 

Esa noche Mute vio un caballo, pero al correr hacia él tropezó y la visión se desvaneció entre las sombras.

 

 

 

Durante la noche el viento silbaba sobre el sonido de las pisadas. Una luz iluminó la espalda de su papá; Mute, sin darse vuelta, aceleró el paso. Cuando vio a su papá desaparecer ahogó un grito y corrió.

 

—¡Vamos! —lo oyó gritar desde arriba de una roca.

 

Su papá lo esperaba junto al esqueleto de un árbol. ¿Era él? Algo en su mirada ausente lo tranquilizó. Su papá sabía lo que hacía, sabía dónde estaban...

 

 

 

Mute se despertó y lloró como un niño.

 

—¡Basta!

 

Su papá amenazó con golpearlo. Mute contuvo el aire.

 

 

 

Atardecía. Sobre el cielo de un azul oscuro se desparramaban tintes rojos.

 

Al pasar la punta más alta y más fría y resbalar en la nieve, creyó escuchar la poderosa voz de un caballo. Pero allí todo era un eco, una cueva del mundo. Al descender por la ladera, sobre la interminable columna de rocas, encontró un caballo muerto. La sangre debajo del cuerpo se había secado.

 

Era un alazán.

 

 

 

Por la mañana su papá lo despertó con el desayuno. De su mochila asomaban monedas, rollos de billetes. Su papá se apresuró a guardarlos; le temblaban los dedos de fiebre.

 

 

 

El frío permanecía a raya, las rocas alrededor no le dejaban ver el valle. Había café oscuro y pan.

 

—Abrígate; acá el frío llega de pronto.

 

Su papá escupió al piso y tuvo un acceso de tos. Se puso de pie y señalando hacia una nube se alejó.

 

 

 

Hacia allá.

 

Su papá señaló a lo lejos un pico nevado. Luego su mano indicó un camino que Mute no lograba ver y que descendía al otro lado del valle donde los árboles cubrían los pies de las montañas. Hipnotizados por el sonido de sus propios pasos marcharon hacia aquella cima justo cuando las nubes se cerraron sobre ella y la hicieron desaparecer.

 

 

 

Mute tomó la cantimplora y bebió un trago. Su papá pasó junto a él sin prestarle más atención que a una piedra.

 

Acamparon cuando el sol se apagó con el último calor sobre las montañas.

 

 

 

Por la noche su papá le ofreció un trago de su propia petaca. El metal tallado brilló por efecto de las llamas; sobre sus cabezas ocurría un paisaje tan peculiar como pasajero. Estaban demasiado cerca de las estrellas para creer que aquello fuera solo cielo.

 

Como un lobo entre las ovejas, el viento corrió sobre las montañas y silbó a lo lejos.

 

 

 

Pese al frío decidieron no cambiar de dirección. La espalda de la montaña se volvió más angosta asomando su columna bajo la piel curtida y sucia. En sus sueños, Mute volvió a encontrarse con el caballo muerto.

 

 

 

La espalda de su papá lo inquietaba. Sabía que esas monedas y aquel fajo de billetes no eran suyos; como tampoco era suya la decisión de cruzar la montaña.

 

 

 

Su papá roncaba acostado boca arriba. Mute observó lo fácil que sería pasar un cuchillo por su garganta. Le dio la espalda por miedo a que despertara.

 

 

 

Mute no tenía ningún indicio de que esa fuera la dirección que debían tomar. En la superficie escarpada no se escuchaba nada que no fueran sus propios pasos. La interminable hilera de nubes, como caballos atados unos a otros, pasaban a su alrededor.

 

 

 

Cuando la niebla bajaba, Mute sentía que entraban en un nuevo salón, majestuoso y más grande que el anterior, habitado por un silencio que sabía de ellos algo que ellos no.

 

 

 

Durante la caminata no levantaban la cabeza. Cuando se detenían, después de varias horas, cada uno buscaba un rincón alejado. Se daban la espalda. Mute sabía cual era el oficio de su papá. Se lo había dicho un sueño.

 

La luz y las sombras se desplazaron sobre el camino. Saber que incluso las montañas viajaban en el universo lo tranquilizaba.

 

 

 

Cuando el viento cambió de dirección Mute se detuvo. Recién entonces notó la ausencia de los pájaros. El amanecer frío recorrió las montañas frente a sus ojos. Estaban por encima de todo. Su papá tropezó con una roca.

 

—¡Ayúdame, carajo!

 

 

 

Durante la noche se atrevió a preguntar sobre aquel trabajo que harían en otro pueblo. La mayor parte del tiempo intentaba no hacer ningún ruido. Sospechaba que no estaban solos; había sonidos que se desvanecían cuando él los apodaba pisadas de hombre.

 

 

 

Nubes largas y lejanas rodearon el sol; todo se tiñó de un color más grave. Como si se manchara, el cielo pintó el azul de rojo. Había una inminencia en el aroma de la tarde; sin embargo no ocurrió nada.

 

 

 

Recordó palabras dichas por su papá alguna vez:

 

—Un ladrón cuida lo propio como ajeno. Un ladrón sabe que nadie tiene nada.

 

 

 

Cuando se acabó la comida bajaron de la montaña. Mute tuvo miedo al atravesar la delgada capa de niebla que les impedía ver a lo lejos. No se podía decir que aquello fuera un pueblo, apenas un puñado de casas junto a las vías abandonadas.

 

 

 

Su papá se presentó como Paulino Granato. La mujer sostenía el perro por la correa.

 

—No los conozco —dijo con los ojos apenas abiertos mirándolos a ellos y al sol de la tarde.

 

—Viajamos de regreso, nos quedan unos cuantos kilómetros.

 

—¡Tranquilo, Mandioca! —dijo ella.

 

El perro se puso más nervioso; tirando de la correa se paró en dos patas.

 

 

 

Ocuparon una de las casas abandonadas. No tenía puertas y compartieron el único colchón. Todo estaba cubierto de un polvo que se puso de pie para recibirlos.

 

 

 

Dos días después regresaron a las montañas. Su papá había robado lo poco que la mujer tenía. Cuando alcanzaron las nubes escucharon a lo lejos los ladridos de Mandioca.

 

 

 

Mute estaba seguro de que ya habían pasado por aquel lugar. Sin embargo la pregunta a su papá pasó desapercibida, y el sentimiento se hizo uno con el frío de la mañana. Por la noche se despertó con una certeza que le impidió volver a dormir: alguien caminaba alrededor de la carpa.

 

 

 

Por la tarde las nubes descendieron todas juntas. Aunque ya no veían nada siguieron buscando el camino. Sin poder verlo, la tos de su papá le parecía más terrible.

 

 

 

Encontraron una pira de leños recién acomodados, y su papá hizo silencio. Tomó el revólver y con un gesto de su mano que temblaba le ordenó volver sobre sus pasos. En la niebla a su alrededor Mute intuyó esa extraña forma de caminar de los hombres que deambulan. Creyó ver una cabeza enorme, una cabeza de caballo.

 

 

 

Encontraron la cueva cuando comenzaba a llover.

 

Su papá lo dijo todo como un moribundo que sabe el conjuro para mantenerse vivo. A los quince años había robado su primera casa, a los treinta el banco del pueblo y cinco años después había salido de la cárcel.

 

El viento silbaba a lo lejos y llamaba viejas compañías.

 

 

 

Cuando Mute despertó su papá aún estaba alerta, lo había estado antes de que él se durmiera y quizá durante toda la noche. Sus ojos reflejaban espejismos, el revólver apuntaba a cada cosa que se movía.

 

—Están ahí afuera... —dijo su papá recitando un recuerdo.

 

 

 

Sobre las montañas las nubes no se detenían. Y era tal su velocidad que la luz nunca las abandonaba. Algunas nubes eran eso: incansables fugitivas.

 

 

 

La lluvia se quedó con ellos dos días más y, cuando se fue, las nubes bajaron para recoger agua. La tos de su papá se volvió profunda, él también estaba hecho de cavernas.

 

 

 

Del cuerpo de la niebla salió una voz que le preguntó a Mute por ese hombre al que seguía. Mute no podía ver quien le hablaba.

 

¡Es mi papá!

 

A esa voz le pareció que todo estaba muy bien.

 

—¡Entréguense, entonces!

 

—¡Él no me deja!

 

Eso fue todo.

 

 

 

Y quizá no fuera nieve lo que era blanco en las montañas alrededor. Ninguna montaña parecía tan deshabitada como la que ellos recorrían, ni tan escarpada y ni tan fría. Entre tos y tos su papá murmuraba de prisa, como si la oreja a la que contarle su historia estuviera por irse.

 

 

 

Buscaron refugio en otra cueva y poco después llegó la noche. Su papá era una estatua de ojos negros hipnotizada por las sombras, a las que apuntaba con el revolver. En lo profundo de la cueva Mute encontró un hueso roído, pasado por dientes que lo habían afilado haciendo de él la punta de una lanza.

 

Agazapado junto a la pared su papá era una hiena.

 

 

 

Por la mañana Mute no lo despertó. Cuando salió de la cueva las nubes se despegaron de la montaña. Entonces vio venir a alguien caminando desgarbado, como si el cuerpo le doliera desde siempre, de una vieja travesía por los montes. Era alto, estirado, casi huesos, envuelto en su ropa oscura, deshilachada de arañazos. Del pantalón caía barro seco. En sus botas de montar aún brillaba el cuero. Como si un puño terrible lo hubiera golpeado, hundía el pecho… Y la cabeza… ¿Qué decir de ella? Era la enorme cabeza de un caballo.

 

Mute lo esperó como si ese fuera el hombre que habían estado buscando. Pero el hombre-caballo no le prestó atención y a pocos pasos de la cueva, sobre un tronco viejo, se sentó a esperar.

 

 

 

Mute no se había movido de su lugar cuando la tos arrastrada de su papá le dijo que había despertado. El hombre-caballo esperaba sentado y pastaba de su propia mano. Sacaba un manojo de hierba de una bolsita colgada de su cinturón y se la llevaba a la boca. Él era su propio dueño, su propio animal.

 

Su papá salió de la cueva con el revólver en la mano y el cuello duro de haber dormido mal. Le dedicó una mirada de odio a la mañana y se puso en marcha. El hombre-caballo enloqueció. Se paró de un salto. Incapaz de mover el cuello giró sus hombros a cada lado y sin ver donde pisaba fue detrás de su papá. Mute se los quedó mirando, supo que el hombre-caballo no perdería a su padre de vista.

 

 

 

Una nube pasó entre ellos y cuando los abandonó Mute vio al hombre-caballo tropezar con unas piedras y desesperar; su papá se alejaba. El hombre-caballo dejó caer un relincho de su boca y el sol asomó entre los picos más altos. Fue tan solo una casualidad, pero pareció un embrujo.

 

 

 

Por la noche Mute descubrió que el hombre-caballo trataba de disimular un temor constante. Y supo que aquel que quisiera escapar debía retarlo a una carrera. Sin embargo sus piernas eran poderosas y aun así todo en él se veía viejo.

 

 

 

Las cosas ocurrieron de una forma silenciosa, producto de un trabajo desapasionado. Mute creyó ver cuando el hombre-caballo lo hacía. Lo vio comer su hierba mientras ellos armaban la carpa. Esa noche su papá no concilió el sueño. Luego el hombre-caballo lo hizo descender hacia una resignación oscura. Su papá ya no insistió. A Mute lo tranquilizaba descubrir a su papá haciendo su parte en aquel trabajo, el hombre-caballo tan solo orquestaba el descenso; su papá daba los pasos.

 

 

 

Ese día Mute salió al frío de la mañana con las nubes a sus pies. Casi agradeció haber llegado al cielo para depositar su vieja carga. Dejando la carpa atrás bajó por la ladera y al llegar a los pies de la montaña, el sol se asomó allí también. Los caballos pastaban unos junto a otros. Lo tranquilizó que todos levantaran la cabeza para verlo pasar y luego siguieran pastando.

 

 

 

 

 

 

 

Marco Zanger

 

 

Marco Zanger nació en 1982 en la ciudad de Buenos Aires. Es editor de audisea, editorial de poesía, y miembro de La Coop, cooperativa de editoriales independientes. Dicta talleres de narrativa y Para aprender algo del mundo es su primer libro de cuentos.

 

 Biografía y fotografía proporcionadas por el autor

 

 

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