Amor (y poesía) sin fin: un itinerario revelador de Claribel Alegría

 

(Università degli Studi di Firenze)

 

 

 

 

 

Después del estallido de las vanguardias en Hispanoamérica, con la creación de movimientos originales y ampliamente fecundos como el creacionismo de Vicente Huidobro, o la adhesión a ismos importantes pero al mismo tiempo recreados, como el surrealismo de Pablo Neruda o de José Lezama Lima, o la formación de lenguajes innovativos y a menudo incluso desconcertantes, como ocurre con Octavio Paz, o de profunda elaboración filosófica, como hiciera José Gorostiza, surge la necesidad de volver a la realidad inmediata. Tal vez el primero entre todos en ese sentido fue Jorge Luis Borges, que ya en 1923 se inspiró en las formas y en el ambiente de su ciudad publicando Fervor de Buenos Aires, que mucho más tarde, para la edición de sus obras en 1969, simplificaría aún más y liberaría de toda retórica y de las precedentes tentaciones neobarrocas. En efecto, los poetas que solemos reunir bajo la etiqueta de la post-vanguardia sienten la necesidad de volver a una poesía ampliamente comunicativa y comprometida, es decir, testimonio de la cotidianidad con una orgullosa recuperación del lenguaje familiar, pero asimismo de los acontecimientos históricos y sociales, rechazando la retórica clásica, al punto de celebrar la antipoesía, como quiso llamarla Nicanor Parra. Muy significativo es el hecho de que después de la Guerra Civil española Neruda haya cambiado completamente de estilo, pasando del surrealismo de Residencia en la tierra (1933) a la poesía de compromiso político (España en el corazón, 1937) e histórico (El canto general, 1950), adoptando un lenguaje más sencillo y conversacional (v. Odas elementales, 1954-56-57, entre otras). Igualmente significativo es el desarrollo del exteriorismo de Ernesto Cardenal y de la poesía coloquial de Mario Benedetti, a menudo combinada con un lenguaje lúdico e inventivo pero siempre muy comprensible y hondamente emotivo, como ocurre con Juan Gelman. No es casual que el mismo Mario Benedetti haya sentido la necesidad de publicar un libro dedicado a la nueva poesía del continente, analizando una serie de autores definidos por él como «comunicantes» (v. Los poetas comunicantes, 1981), entre los cuales incluye al poeta salvadoreño Roque Dalton, militante revolucionario muerto trágicamente a sólo cuarenta años.

 

En este panorama tan rico, las voces femeninas empiezan a multiplicarse ofreciendo espléndidas vías expresivas a la cotidianidad y a la historia, pero desde una perspectiva exquisitamente femenina, como de reciente ha puesto en evidencia el estudio de género. Baste citar a este propósito a Julia de Burgos ((Puerto Rico, 1914-1953), Idea Vilariño (Uruguay, 1920-2009), Olga Orozco (Argentina, 1920-1999), Meira Delmar (Colombia, 1922-2009), Rosario Castellanos (México, 1925-1974), Blanca Varela (Perú, 1926-2009), Alejandra Pizarnik (Argentina, 1936-1972). Entre ellas debemos considerar a Claribel Alegría, nacida el 12 de mayo de 1924 en Nicaragua, aunque luego creció en Santa Ana, pequeña ciudad de El Salvador, de donde era su madre, motivo por el cual ella se consideró siempre tanto salvadoreña como nicaragüense; y nos dejó este año, el 25 de enero, en la ciudad de Managua, donde había decidido vivir después del triunfo de la revolución sandinista.

 

La obra de Claribel es muy vasta, abraza distintos géneros, todos con gran eficacia comunicativa y de estilo, al punto de haber sido considerada como candidata al Premio Nobel. Habiendo crecido entre dos países atormentados por las dictaduras – El Salvador y Nicaragua – que por otra parte no constituyen una excepción en el continente latinoamericano, ella desarrolló muy pronto convicciones políticas de izquierda y dio su apoyo a la revolución sandinista. Esto es visible sobre todo en su narrativa, en especial en Cenizas de Izalco (1966), donde reconstruye el genocidio de indios y campesinos ocurrido en 1932, obra escrita en colaboración con su esposo, Darwin J. Flakoll y traducida en seguida en muchas lenguas, también en italiano[1].

 

El lado comprometido y la pasión revolucionaria no faltan tampoco en su poesía, que en ese sentido debemos asociar al exteriorismo de Cardenal y al registro familiar de Benedetti. Pero Claribel, que poseía una extraordinaria cultura clásica, además de una gran familiaridad con la literatura contemporánea y un especial interés por la filosofía y las religiones orientales, durante su larga carrera evolucionó hacia una expresión cada vez más reflexiva y profundamente autoanalítica. El viaje interior y la búsqueda de una verdad abismada dentro de los complejos laberintos de la propia conciencia es precisamente la temática de su último poemario, que podemos definir como “poema largo”, Amor sin fin[2].

 

El libro se abre con un epígrafe tomado del poema largo de José Gorostiza Muerte sin fin, publicado por primera vez en 1939. Es claro que el título elegido por Claribel es una paráfrasis del título de Gorostiza y aunque en principio amor y muerte se nos propongan como antitéticos, con el desarrollo de ambas obras se llega a entender que, por un lado, el concepto de muerte en Gorostiza está vinculado a la adquisición de la forma-vida, pero la búsqueda anhelante de la forma lleva a renovar constantemente el ciclo, de modo que vida y muerte se reúnen en una sucesión imperecedera; por otro lado, en la obra de Claribel, el impulso a buscar, a moverse sin temor hacia una revelación, sin importar cuál pueda ser, está estimulado por la fuerza de la palabra – que no es otra cosa que la poesía –, cuya fuerza nace dal amor. Muerte sin fin, porque ella pone fin pero al mismo tiempo regenera la vida; amor sin fin, porque la poesía nacida del amor es la prueba de la existencia de una energía inagotable de la cual somos beneficiarios.

 

El poema de Claribel está dividido en siete partes: El Umbral, El Abismo, Las Palabras, Estrella Indómita, La Mandala, Pegaso y El Retorno. Con excepción de la sexta, Pegaso, che remite al personaje mitológico, los títulos de las otras seis son sustantivos de valor conceptual, que la autora ha querido evidenciar e incluso jerarquizar escribiéndolos con mayúscula. El conjunto configura un viaje interior largo y complejo, que parte del “umbral”, precisamente, y termina en el “retorno”, como la serpiente – varias veces citada en la obra – que se muerde la cola, es decir como el ouroboros, símbolo de la energía universal. Se parte del “umbral”, es decir, de un lugar intermediario que anuncia un destino; pero éste es un lugar “desconocido”, por lo cual el camino posible se vuelve también incierto. El tiempo, implacable, marca los momentos significativos de su vida, pero ella no encuentra respuestas; tal vez busca un perdón, una redención, una paz interior que no halla. El umbral parece un punto ya privilegiado para iniciar el viaje; pero las dudas y las incertidumbres son demasiadas, e inmobilizan. Entonces se empieza a entender que la razón no ayuda: en un mundo donde domina la violencia, tal vez la cautela no sirve para nada; “al diablo la cautela” se dice, tal vez para “encontrar verdades / para que asome el alma” hay que enfrentarse con la locura, y sobre todo “hay que escribir con locura”. Pero todavía estamos muy lejos de la meta. Son emblemáticas la ausencia de Dios (“hace ya muchos años / que Darwin y Nietzsche / te mataron”) y la presencia de la víbora. Elegir por tanto es muy difícil, si no imposible. Hay una sola acción posible y deseable: hacer poesía. “La poesía es esencia / es sorpresa / es meollo”, le recuerda Aracne, la gran tejedora. Ella debe por tanto tejer, crear, buscar las palabras, decir. Pero de todas las palabras que podían venir a su encuentro, le llegan solamente las de una cantilena de su infancia:

 

 

 

“Vamos a la huerta

 

de torotorojil

 

a ver a Doña Ana

 

comiendo perejil.”

 

 

 

Todavía no es seguro, pero ya parecería que estuviéramos en el camino del ouroboros y por lo tanto para partir hay que volver al principio, es decir, a la infancia.

 

 

 

    

 

La segunda parte, con el título El Abismo, desde los primeros versos nos deja entender que el viaje de descubrimiento no es para nada fácil. Ella no ha ni siquiera empezado el viaje, es más, se encuentra “a la orilla / de un abismo”, víctima de la inseguridad: “yo también soy espectro / y estoy a punto de borrarme”. En esta situación, los antiguos dioses de la cultura griega – como ya se había visto con Aracne – se le acercan, aunque no queda claro si esas presencias sean positivas. Así ocurre con Dioniso, que desde el fondo del abismo ríe, “con su risa malévola / y sonora”. El efecto es una multiplicación y como consecuencia una dispersión del yo – “cientos de claribeles” –, en las cuales, tal vez gracias a la mediación de Dioniso, se toma conciencia del sexo y un “tú” aparece en el horizonte. La incertidumbre permanece – “El vértigo me atrapa” – pero ese tú se vuelve una especie de centro del mismo remolino y voltear hacia adelante y hacia atrás lleva otra vez inevitablemente al pasado, donde el recuerdo infantil del descubrimiento del sexo resulta asociado al mismo “tú” y al fin a una primera revelación: el yo necesita del tú, éste es imprescindible. Y, en efecto, el sexo se presenta como un surco que carecería de sentido si no contara con el semen del tú:

 

 

 

Todas las noches

 

frente a un espejito

 

que le robé a mi madre

 

me escudriñaba el sexo

 

me sentía culpable

 

[...]

 

hasta que supe un día

 

que al fondo de ese surco

 

esperaba tu semen

 

brotarían mis hijos

 

anclarían las olas

 

de mis sueños.

 

 

 

El destino se revela; la multiplicación del yo se resuelve en la fecundación y la reproducción. Entonces la serpiente regresa para incitarla a la conjunción animal, encarnada en el jabalí, y para animarla a saltar en el abismo. El viaje iniciático comienza y el primer paso es positivo. Dioniso ya no está, ya cumplió su misión. En cambio se encuentran, junto con los fragmentos de espejo que reflejaban el yo multiplicado, Lilith, Medea, Penélope, Hécate, Medusa, las mujeres del mito, cada una símbolo de un dolor vinculado de manera más o menos clara a la culpa (muy claro en Medea, menos claro en Penélope). Entonces, el paso sucesivo es destruirlas: “y empiezo a destruirlas una a una”. No obstante, recibe una nueva enseñanza por parte del sabio centauro Quirón: las máscaras no se destruyen; se pueden olvidar, se pueden ignorar, pero no destruir. Ellas son la alteridad, el otro yo, que hay que conocer y si es necesario apartarlo, pero no destruirlo. Tener conciencia de ello forma parte del viaje de iniciación, así como volver a considerar la niña de otra época: “La niña en ti / la niña”, le dice el centauro, tiene que quedarse allí, porque ella es el verdadero punto de partida. Y con la infancia regresan las fábulas, Aladino y su lámpara maravillosa, la luz y la iluminación, el mar – o sea el agua – que tiene que ser de color azul, como ya lo había anunciado el epígrafe de Gorostiza, porque así la materia adquirirá forma y por tanto vida, azul como las palabras de Homero, el padre del canto y de la poesía. Y así llegamos a una primera revelación: el objeto buscado es el poema, el canto y las palabras del canto, donde vida y muerte están entrelazadas y son eternas:

 

 

 

Vida y muerte

 

no se borran

 

(vivo y muero

 

muero y vivo)

 

ambas son inasibles

 

se buscan siempre

 

en los rincones

 

anidan en madejas

 

que encadenan al tiempo

 

son cáusticas

 

son suaves

 

perforan nuestros días

 

nuestros sueños

 

engendran nuestros cantos.

 

 

 

 

 

    

 

 

 

Como consecuencia lógica del razonamiento precedente, la tercera parte de la obra se titula Las Palabras. Ellas constituyen el objeto buscado, la primera razón del viaje. Y en seguida podemos entender que ellas son algo más que un “objeto”, porque están dotadas de vida, crecen con nosotros (“cada palabra [...] / nos va creciendo / adentro”), hasta el punto que pueden ser “sembradas”, dejadas crecer y luego lanzadas para que puedan hacer “hablar” y hasta excitar, “enardecer”. Las palabras nos conducen en el viaje y nos abren paisajes desconocidos, son reveladoras y su ritmo puede incluso desafiar a la muerte:

 

Quiero sembrar palabras

 

concebirlas

 

izarlas

 

que retumbe su ritmo

 

y las haga danzar

 

más allá de la muerte.

 

 

 

Pero hay también palabras inhóspitas, que pueden golpear, que “estallan / y rebotan”. Se dice que Dios ha creado el mundo, pero sin precisar que “en el principio era el Verbo”[3] y que es en ese vientre cósmico de la Palabra, llamada también virgen madre, donde todo comienza:

 

 

 

Virgen cósmica

 

llamó una mujer celeste

 

a la palabra,

 

virgen madre.

 

 

 

No hay que hacer otra cosa sino dejarse conducir por la palabra: ella nos guía, ella abre el camino, ella nos revela qué máscara es superflua o inútil. Se pueden tener dos rostros, como Jano, o incluso más; pero hay que saber que el rostro de ayer nos lleva hacia atrás, mientras el de hoy está abierto al mañana (“el [rostro] de ayer / que persiste / y el de hoy / que va tejiendo / el de mañana”). Por esa razón nuestra viajera, buena alumna de Atenea, se identifica con la lechuza y prefiere, no la luz brillante, que encandila, sino el color oscuro donde reina el misterio y se genera la vida. En este ambiente se puede sentir cómo la dimensión infinita del mar-agua busca una forma, y esa forma está en ella. Como en el poema de Gorostiza, aquí el yo poético es el vaso, es la forma que da contorno y vida a la materia, es la voz que pronuncia la palabra y al fin crea el canto, el poema. Esa materia, en espera del contenedor que le darà vida, es de color azul, no puede ser sino azul:

 

 

 

tú eres el mar

 

me habitas

 

es azul ese mar

 

tiene que ser azul.

 

 

 

La palabra se define y parte y nombra el mundo y lo refleja. Pero ¿qué mundo se configura a partir de esta incontenible palabra? Un mundo no amable, un mundo en el que reina la violencia – el mundo que Claribel ha conocido y sufrido –, una tierra que tiene necesidad del cielo, de la paz soñada o que las estrellas han hecho soñar, por más utópica que parezca.

 

Y soñar es posible, sin duda. Se puede aspirar a la paz de las estrellas (incluso porque a veces uno necesita exactamente “la translúcida paz / de las estrellas”); pero se puede desear asimismo viajar en esas palabras que enardecen, que agreden y que modifican, palabras que saben volar y alcanzar lo negro del sufrimiento: “los árboles negros / que afilan / mi congoja”. Si es así, se alcanza una nueva meta, en la que triunfa el nuevo ideal y el cambio; en la cual tal vez se puede colaborar llevando paz donde hay violencia y hermandad donde hay injusticia. Entonces sí se puede beber y celebrar:

 

 

 

Bebamos por el canto

 

que se convierte en llama

 

bebamos por la llama

 

y el incendio.

 

 

 

 

 

    

 

 

 

La cuarta parte, Estrella indómita, constituye una pausa en el recorrido: el yo poético, que se ha identificado con la estrella, a partir sin duda de una necesidad de paz que sólo las estrellas pueden proporcionar, como se ha sugerido antes, se detiene para hablarle a un tú, que ya no es simbólico ni trascendental, sino que se demuestra en seguida como un ser inmediato, cercano y amado. No obstante, del diálogo se deduce de manera cada vez más clara que este “tú” está ausente:

 

 

 

Vuelve

 

vuelve, mi amor

 

no importa si es en sueños

 

[...]

 

necesito las tuyas

 

tus palabras.

 

 

 

A este punto ya ha quedado claro que el camino justo se realiza a través de las palabras, palabras que nacen de una vinculación con el corazón o núcleo cósmico. Pero la nostalgia, la soledad, la necesidad de volver a tener a alguien que ya no está, vuelven incierta esta elección; el espejo del yo empieza otra vez a multiplicarse y el sujeto no sabe más dónde reconocerse:

 

 

 

¿Cuántas claribeles

 

se habrán visto

 

en este mismo espejo

 

en el mismo pedazo

 

de este espejo?

 

[...]

 

amenazado.

 

El espejo se burla

 

 

 

Parecería que ese tú tan deseado no viva fuera de estos espejos rotos, es decir que ya se encuentre únicamente en la memoria; y que no sea posible hacerlo regresar, a pesar de la enorme necesidad que hay de ello. A esta altura el lector – conociendo aunque sea apenas la vida de Claribel – no puede no pensar en su amado esposo, Darwin J. Flakoll, llamado familiarmente Bud, fallecido en 1995, a quien está dedicado este libro. La “estrella indómita”, que da título a esta sección y que encarna la misma Claribel, resulta ahora clara en su paradójica identidad: por una parte ella expresa la necesidad de la autora de elevarse por encima del confuso y doloroso ámbito de lo inmediato, para buscar la paz propia de las estrellas; por otra parte, no puede ser sino “indómita”, dado que rechaza lo que es real y trágicamente inmodificable. Entonces ella insiste, lo llama desesperadamente y encuentra una nueva razón para esta imposibilidad suya de continuar sin él: es él el centro de su ser, o dicho de otra manera más terminante, él es el centro de su mandala.

 

El mandala, o la mandala como prefiere decir Claribel volviendo femenino el concepto, es la representación simbólica del cosmos, tanto del macrocosmos como del microcosmos; nos llega de la tradición budista e hinduísta y en Occidente ha sido estudiado por Jung e introducido en el análisis de la psiquis como un esquema ordenador que se impone al caos psíquico; esquema en forma de círculo, como indica la etimología de la palabra, que viene del sánscrito, que sugiere por tanto el recorrido completo de partida y regreso al mismo punto, como el sol en el cielo, como la vida y la muerte. El (la) mandala representa y enseña. Observando dentro de sí misma, Claribel percibe su mandala, el esquema ordenador de su interioridad, pero lo ve torcido y sufriendo; y no le quedan dudas sobre la razón de esta imperfección: falta él, que es su centro.

 

 

 

Mi mandala es áspera

 

torcida

 

pero tú estás en ella

 

eres el centro

 

sin ti la lluvia

 

es sólo un llanto

 

y el sol

 

un deslucido astro

 

de añejos resplandores.

 

 

 

Inesperadamente regresan los versos de la cantilena como si los recuerdos infantiles, o la partida en el camino existencial estuviera ya destinada al encuentro de su vida: “Vamos a la huerta / de torotorojil...”. Entonces ella se reconoce en esta “estrella indómita”, rebelde e imprudente – ya lo había hecho – y entiende que está fuera de su órbita: he ahí el mandala torcido. Y encuentra también otra imagen de sí misma, aún más penosa y humillante: acaso ella no es sino una oruga que no logra volverse mariposa; es “una pálida oruga / que camina en este umbral / mientras espera”. Por lo tanto ella está siempre en el umbral, el viaje de descubrimiento en realidad no ha comenzado todavía. Falta el canto revelador, las palabras del comienzo. Pero, ¿dónde están estas palabras, este canto? Ella comprende que debe atraer al canto, pero las palabras “se esfuman”, se pierden, no se logra aferrarlas: “Todo está en el vacío / nos engulle el vacío”.

 

Aquí la asociación con la muerte es inevitable: “Me obsesiona la muerte”. Y por lo tanto el mar se propone espontáneamente como metáfora de la muerte – metáfora presente en toda la poesía de lengua española desde las Coplas de Manrique, que sin duda Claribel recuerda muy bien –; pero para ella, conocedora de las filosofías orientales, iluminada por su mismo mandala, la muerte y la vida están vinculadas en un ciclo infinito. El mar entonces se vuelve para ella, seguramente el principio de la muerte, pero sobre todo “la cuna de la vida / y de la muerte”. Ello puede ayudarla a entender el cambio radical que se ha producido con la muerte de él: antes ella era el “planeta” de él, ahora es su “satélite” y gira sin cesar alrededor de su memoria, en espera de un puente – ¿posible? ¿milagroso? – que pueda juntar los sueños de ambos “y todo lo que hicimos / y olvidamos”.

 

Si la memoria se presenta como un instrumento de recuperación y de recreación, el olvido resulta terrible y negativo (“El olvido me aterra”), arma de eliminación, capaz de cancelar nuestras huellas, nuestro pasaje por la tierra. Todavía detenida en el umbral del comienzo, nuestra deseosa peregrina parece invadida por el desconcierto, asustada por este olvido implacable.

 

Sin embargo en este momento – como ocurre en las vueltas inesperadas de los viajes heroicos o de iniciación – aparece un salvador. Ya la serpiente había puesto en claro que “no hay violencia / en este umbral”. Entonces llega la loba y se detiene junto a ella. Mujer y loba se miran, no se acercan, pero los ojos de una crean “un difuso temblor” en el cuerpo de la otra. Mujer y loba. El simbolismo del lobo, como tantos otros, tiene un doble aspecto: uno feroz y satánico, el otro benéfico[4]. Aquí está claro que predomina su valor positivo, el cual aumenta cuando el lobo es una hembra. Ya han sido estudiadas las relaciones entre la mujer y la loba y se han puesto en evidencia muchos aspectos caracteriales comunes, naturalmente considerando no la mujer sumisa y aplastada por la preponderancia masculina de casi todas las sociedades, sino la mujer fuerte, emprendedora, a menudo definida como “salvaje”. Ésta, como la loba, está llena de energía, es capaz de dar la vida, está pronta para defender su territorio y sus cachorros, tiene capacidad de invención, es leal y es errabunda[5]. Por lo mismo no pocas autoras latinoamericanas se han identificado con la loba, desde Alfonsina Storni, de quien es famosa la composición intitulada precisamente La loba (en La inquietud del rosal, 1916[6]), a Carmen Boullosa, que se autorretrata en Loba comida[7].

 

La loba en el contexto de Claribel es un personaje inesperado, pero el encuentro entre las dos se revela en seguida positivo. La mujer percibe en sus ojos un principio de sonrisa y aunque su mensaje no se transcribe literalmente, se entiende que está comunicando afecto y solidaridad:

 

 

 

me mira con amor

 

y se aleja trotando.

 

 

 

La loba deja el mensaje y se va. La loba revela a la mujer su profunda identidad. Entonces, si la loba es su gemela, tal vez las dudas pueden empezar a abrirle el camino a nuevas certezas.

 

 

 

    

 

 

 

La quinta sección, La Mandala, nos propone un sujeto poético obstaculizado en su voluntad de proseguir, obligado – como dice ya en el tercer verso – a tragarse a sí mismo, en un círculo sin fin, “como traga su cola / la serpiente”. Su mandala se revela aquí como ouroboros, serpiente primordial y símbolo del ciclo eterno, que ya Jung había asociado al proceso de individuación[8]; y en ese movimiento de autoanálisis el círculo lleva hacia atrás, vuelven a aparecer una vez más las cantilenas, los juegos infantiles, las fábulas, Alí Babá. Pero al mismo tiempo parece que las palabras buscadas no son las justas, el poema no se completa, el canto no se eleva. El “tú”, ya identificado con su amor, es decir con Bud, debería intervenir y si lo hiciera podría resolver:

 

 

 

tú serás mi juglar

 

siempre lo fuiste

 

cantabas con tristeza

 

nuestro amor

 

la alegría

 

 

 

Pero él no está. Ella ha aprendido ahora que el amor es dolor; es placer, pero también es yugo, misterio, batalla, y sobre todo “desafío a la vida / y a la muerte”. El amor es un desafío; y el desafío implica seguir en el camino. Ella no debe detenerse; tiene que seguir; y, en efecto, nos dice:

 

 

 

Prosigo mi camino

 

entre escorpiones

 

heridas

 

y siluetas

 

rebaños de jirafas

 

que intentan alcanzar

 

a las estrellas.

 

 

 

Su mismo mandala es un desafío, un refugio, no fácilmente comprensible, pero en el centro del cual ella reconoce su yo completo (“todo mi yo”). Las dudas no desaparecen sin más, y aun perseverando en el camino, encendiendo su lámpara, de pronto la amable figura de la loba precedente se pone en duda. Se pregunta: “¿Se burlaba la loba?”, tal vez su mirada ¿no era de amor, como había pensado, sino de burla? La respuesta se le ofrece a través de palabras ajenas: April is the cruellest month, se dice, citando a Eliot y seguramente recordando cómo el poeta inglés ponía irónica y trágicamente en contraste la capacidad de la naturaleza de volver a florecer en primavera con la esterilidad típica del hombre moderno. Entonces su yo, en el centro de un mandala cuyo círculo está torcido, encuentra otra alma gemela: Casandra, también ella definible como loba (“la loba Casandra”), que sólo puede aullar y constatar cómo el mundo empeora día tras día.

 

La memoria de Claribel está sin duda llena de dramas que no son suyos personales, sino sobre todo públicos y sociales. Los ha vivido, cierto, ha hecho todo lo que ha podido junto con su Bud para mejorar esos mundos. Se sabe que ellos apoyaron, entre otras cosas, al Frente Sandinista de Liberación Nacional. ¿Cómo proseguir? Siente que está navegando “entre la luz / y las tinieblas”. No obstante, de esa luz surgen recuerdos que son sus riquezas: Izalco, Momotombo, Machu Picchu. Tal vez ella está, en efecto “exiliada / en este umbral”, y por eso no encuentra el camino verdadero. Tal vez los pasos apropiados son los que, siguiendo el círculo, llevan hacia atrás, hacia los fantasmas del pasado, hacia “mi ciudad de la infancia”. Volver atrás significa recuperar la memoria y el amor del pasado. En ese punto, ahí sí, alimentada por el amor de ayer, se renuevan las fuerzas para invadir nuevas calles, descubrir nuevos mundos, llevar las palabras nuevas a nuevos horizontes donde un nuevo amor se puede por fin lanzar hacia las esferas del mundo:

 

 

 

Parpadea mi vida

 

arde el deseo en mí

 

de explorar mundos nuevos

 

de verlos con mi oído

 

de saborear su piel

 

con las febriles yemas

 

de mis dedos.

 

Quiero liberar al corazón

 

de lamentos

 

imágenes

 

vestigios

 

que se lance desnudo

 

hacia el vacío

 

que enloquezca

 

que silbe

 

que arroje a las esferas

 

su amor acumulado.

 

 

 

 

 

    

 

 

 

La sexta parte se propone como el comienzo del camino deseado y Pegaso, que da el título a la sección, parece ser el conductor más adecuado para esta nueva empresa. Pegaso, el caballo alado de la mitología griega, representa tradicionalmente la impetuosidad del deseo, que aquí se conjuga bien con el ansia y el ímpetu demostrados por nuestra protagonista. Sin embargo, Pegaso, a menudo en relación con el agua, es visto también como símbolo de la inspiración poética, o de la vida espiritual del poeta. Aquí aparece cuando el sujeto poético empieza a considerar el camino que debería hacer junto con su amor (“Caminaremos juntos”), la liberación del exilio y la conquista de la libertad: “Nos veremos de pronto / sin anzuelos / sin grietas / sin máscaras / sin miedos”. La poesía surgirá entonces natural, porque “la poesía no es máscara”, y en medio de una cuadrilla de centauros, símbolos de las fuerzas del inconsciente, Pegaso avanza libre pidiendo expresamente ser montado por la palabra. Palabra que llama y forma la poesía, poesía que llama y forma la expresión del poeta.

 

Del poeta o, en este caso, de la poeta: ella, convencida de haber “sembrado el canto en la nada”, de estar como Andrómeda reducida a la inmovilidad, atada a una roca y por tanto mutilada en su posibilidad de emprender el vuelo – vuelo como sublimación, como hecho espiritual, como creación, como poesía –, ella por fin se lanza y busca. Y las palabras se presentan. Claro que son palabras del pasado, conocidas, no exactamente suyas:

 

 

 

“Vamos a la huerta

 

de torotorojil

 

a ver a Doña Ana

 

comiendo perejil.”

 

 

 

Pero la graciosa cantilena de la infancia, rodeada del recuerdo de momentos felices y de personas queridas, es un óptimo punto de partida. En el círculo universal, en el ouroboros unificado con su mandala, este volver atrás es precisamente el camino para emprender de nuevo el viaje hacia adelante. Porque no hay futuro sin pasado, como no hay vida sin muerte, pero tampoco – ahora lo hemos aprendido – hay muerte sin vida.

 

 

 

 

 

    

 

 

 

La séptima y última parte confirma desde el título el mensaje anterior: El Regreso, o sea regresar para partir mejor. O volver a partir, digamos mejor. Porque un viaje se ha hecho, largo y fatigoso, según cuanto se nos comunica desde los primeros versos:

 

 

 

Moroso el aire que me envuelve

 

abrasador el polvo

 

ha sido largo el viaje

 

 

 

El cansancio lo produce no sólo el movimiento, los cambios, los sucesos, sino también las caídas, varias veces repetidas (“a menudo tropiezo / me levanto / me caigo / otra vez me levanto”), casi como un verdadero vía crucis. No obstante, es la constancia lo que da valor a esta empresa. El viaje de penetración y de conocimiento espiritual no puede evitar el sufrimiento. Y tiene que proseguir. Si bien – de manera cada vez más clara – este “proseguir” sea sustancialmente un moverse en círculo, siguiendo y configurando el proprio mandala/ouroboros. Es por ello que el viaje se repite. Por ello, asimismo, si se prosigue se regresa al comienzo:

 

 

 

sigo caminando

 

en línea recta

 

y aquí estoy

 

en el mismo lugar

 

donde empecé.

 

 

 

Sin embargo, un ciclo del viaje se ha cumplido, sin duda, y es el tiempo mismo a proporcionar la primera gran lección: la meta no es inalcanzable pero hay que empezar desde el fondo de sí mismos, porque éste es el obstáculo mayor. Hay que despojarse de miedos y de dudas, del deseo constante de “hacer”, de tener “amores sin fin”. Hay que alcanzar ese estado maravilloso que concede la liberación del deseo, cuyo nombre aquí no se dice pero que podemos adivinarlo: el nirvana.

 

Ahora entonces la serpiente, capaz de mediar entre lo divino y lo humano, se acerca junto con la sombra de ella, es decir el aspecto yin opuesto al aspecto yang[9]. Y mientras la acunan y protegen, le entonan los versos que completan la cantilena ya recordada:

 

 

 

“Doña Ana no está aquí

 

estará en su vergel

 

abriendo la rosa

 

y cerrando el clavel.”

 

 

 

El viaje de conocimiento no puede partir sino del pasado; el movimiento en círculo impondrá el regreso hacia atrás, incluso varias veces, pero siempre habrá una nueva conquista. Aquí la acción simbólica indicada por la cantilena está modificada: doña Ana ya no come el perejil, sino que hace algo mucho más importante y creativo, visto que está empeñada en abrir la rosa, aunque ello implique cerrar otra flor. La rosa, siempre pero especialmente en la India, de donde nos llegan los conceptos de mandala y de ouroboros, designa una perfección absoluta y representa la copa de la vida, el alma, el corazón, el amor. Podemos verla como un mandala y considerarla un verdadero centro místico[10]. El largo y complejo recorrido realizado por nuestra autora se cierra por tanto con el logro espiritual más sencillo y más maravilloso, más íntimo y más espiritual.

 

La enseñanza que el lector recibe de este extraordinario poema de Claribel Alegría, de esta magnífica ilustración de un viaje espiritual, es el gran don que ella ha sabido dejarnos. Y a nosotros, lectores, no nos queda más que inclinarnos en su memoria y agradecerla.

 

Aunque para ser justos deberíamos agregar que en realidad no podemos saber si tenemos que agradecer solamente a ella, o también a Bud Flakoll. Dada la vasta e intensa obra llevada a cabo junto con él, no sabremos nunca si este recorrido espiritual lo habrá hecho sola o con él. Pero si lo hubiera hecho sola, más recientemente, cuando él ya no estaba, no nos cabe duda de que el espíritu de él ha estado siempre a su lado, junto a ella, y más que su ausencia ella pudo sentir sus palabras – esas palabras de las que nos ha dicho que tenía tanta necesidad –. Sin duda escuchó su canto, sin duda tocó su corazón.

 

 



[1] Claribel Alegría – Darwin J. Flakoll, Cenizas de Izalco, Seix Barral, Barcelona, 1966; trad. it. di Daniela Ruggiu, Ceneri di Izalco, Incontri Editrice, Sassuolo (MO), 2011.

[2] Claribel Alegría, Amor sin fin, Visor, Madrid, 2016; trad. it. di Zingonia Zingone, Amore senza fine, Edizione Fili d’aquilone, Roma, 2018.

[3] Es el primer versículo del Evangelio de San Juan, 1:1.

[4] Jean Chevalier – Alain Gheerbrant, Dictionnaire des symboles (1969), trad. de Manuel Silvar y Arturo Rodríguez, Diccionario de los símbolos, Editorial Herder, Barcelona, 1986, sub voce.

[5] Clarissa Pinkola Estés, Women who run with the wolves, Ballantine, 1992, USA; trad. esp. di Maura Pizzorno, Mujeres que corren con los lobos, Zeta Bolsillo, Barcelona, 2009.

[6] Alfonsina Storni, Poesías completas, prólogo de Ramón J. Roggero, SELA/Editorial Galerna, Buenos Aires, 1990; el poema La loba en pp. 52-54. Véase también la edición italiana bilingüe del poemario Irremediablemente (1919), realizada por Lucia Valori, con versiones suyas y de Rosaria Lo Russo, Senza rimedio, Le Lettere, Firenze, 2010, y asimismo mi postfacio, Alfonsina: cuore di donna, fierezza di lupa, pp. 187-191.

[7] Carmen Boullosa, La delirios, Fondo de Cultura Económica, México, 1998; el poema Loba comida en pp. 54-59. Véase también mi ensayo Carmen Boullosa: las mujeres de hoy entre el amor y la furia, en «Crítica». Revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, n. 129, octubre-noviembre 2008, pp.90-96; y en «Fórnix». Revista de Creación y Crítica (Lima), n. 8/9, julio-diciembre 2008, pp. 248-252.

[8] Carl Gustav Jung, Psychologie und Alchimie (1944), trad. esp. Psicología y alquimia, en Obra completa. Volumen 12, Trotta, Madrid, 2005. Véase en particular el cap. III dedicado al mandala.

[9] Jean Chevalier – Alain Gheerbrant, op. cit., pp. 154-155.

[10] Ivi, p. 295.

 


 

 Martha L. Canfield (Montevideo,1949) es catedrática de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Florencia, donde reside desde 1977. Escribe en español y en italiano. Ha publicado monografías sobre López Velarde, Rodó, Ramos Sucre, Quiroga, Borges, Mutis, García Márquez; tiene en preparación una historia y antología de la literatura hispanoamericana, de la cual ha salido el primer volumen: Prehispánica y colonial (Hoepli, 2009). Ha editado en italiano a Idea Vilariño, Mario Benedetti, Álvaro Mutis, Jorge Eduardo Eielson, Carlos Germán Belli, Mario Vargas Llosa, Eugenio Montejo, Márgara Russotto, Juana Rosa Pita. Es autora de cinco poemarios en italiano y seis en español; el último, Luna di giorno, publicado en Como (Italia) en 2017. En 2006 fundó en Florencia el Centro Studi Jorge Eielson del que es presidente. En junio de 2015 recibió en México el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde.

 

Claribel Alegría nació Nicaragua, en 1924. Cuando tenía nueve meses, la familia de Alegría se mudó de Estelí a Santa Ana en el oeste de El Salvador. Su padre, Daniel Alegría, médico de profesión, era de origen nicaragüense y su madre, Ana María Vides, era salvadoreña. Anastasio Somoza forzó a la familia al exilio. En 1943, Claribel Alegría viajó a los Estados Unidos para estudiar en la universidad. Asistió a George Washington University y recibió su B.A. en filosofía y letras. Cuando estaba en los Estados Unidos en 1947, se casó con Darwin J. Flakoll, Tuvieron tres hijas (Maya y las mellizas Patricia y Karen) y un hijo, Erick, con quienes vivieron en México, Santiago de Chile (donde recibieron sendas becas de la estadounidense Fundación Catherwood, 1954), Buenos Aires, Montevideo, París, Palma de Mallorca y Nicaragua, su lugar de residencia desde septiembre de 1979. Su compenetración intelectual y como pareja fue tan fuerte que más de alguna vez firmaron algunos de sus escritos conjuntos como "Claribud". Claribel y "Bud" tradujeron del inglés Cien poemas de Robert Graves (Barcelona, Lumen), quien era su vecino en Deià, en la isla española de Palma de Mallorca. Mantuvieron amistad estrecha con altas figuras de la literatura latinoamericana, como Juan Rulfo, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Mario Benedetti. De este último escritor fueron editores de Blood pact and other stories (Willimantic, Cubstone Press, 1997)Bautizada con su alias literario por el intelectual mexicano José Vasconcelos, fue amiga del polígrafo mexicano Alfonso Reyes y discípula del poeta español Juan Ramón Jiménez. En 1948, Claribel Alegría publicó su primer libro de poesía; Anillo de Silencio. A lo largo de su larga carrera literaria ha publicado poesía, novela, ensayo y traducciones. Socia honoraria del Ateneo Americano (Washington D. C., enero de 1950), retornó a las ciudades de Santa Ana y San Salvador en julio de 1962. Un mes más tarde, el jueves 16 de agosto, ofreció un recital poético en el Paraninfo de la Universidad de El Salvador. Murió el 25 de enero de 2018.

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