Mientras que los plebeyos de la intelectualidad mexicana hurgan desesperadamente en sus arbolitos genealógico sen busca de algún rastro principesco o cuando menos europeo, la princesa Hélene Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska, mejor conocida como “la Poni”, descendiente directa de aquel Poniatowski que traía loquita a la implacable Catalina de Rusia, pasa entre nosotros por señora sencillota y campechana. Rubia, adormilada de ojos, su actitud llama a la confianza, al cariño; a tocar su carita llena de pecas y tics conejiles. Válgame, Elena, “la Poni”, la que se dio en la torre como toda hija de vecino aquel 2 de octubre de 1968 (“manos aniñadas porque la muerte aniña las manos”); la que recorrió en tenis las ruinas de su ciudad devastada por el terremoto del 85 y defendió el derecho al aborto de Paulina, la niñita dos veces violada (la segunda fue una violación moral)... la que dijo NO al Premio Villaurrutia 1971 que se le concedió por su libro La noche de Tlatelolco porque...¿qué premio reviviría a su hermano y a los miles de muchachos masacrados en honor al Dios del Capitalismo?, le rehúye como la peste a los títulos de nobleza, incluyendo al de “escritora”; “(...) ni siquiera creo que soy muy buena, pero sí sé que tengo el oficio de escribir. Lo tengo desde 1953 y lo ejerzo” (ésta y las demás declaraciones fueron extraídas del libro Revelado instantáneo, de José Gordon y Guadalupe Alonso).
Premio Nacional de Periodismo en 1979, Elena es también la abuela de varios niños mexicanos cuyos retratos siempre carga consigo para mostrarlos con conmovedor orgullo.
La enamorada de México nació el 19 de mayo de 1932, en París. Hija de Jean Evremont Poniatowski Sperry, heredero de la corona polaca, exiliado en Francia, y de la asimismo exiliada Dolores Amor, alias Paulette, hija de una familia porfiriana. Como primogénita, a Hélene correspondería el título de reina de Polonia, país por el que siente gran cariño, particularmente porque fue durante una estancia ahí, en la década de los sesentas, que reafirma su sentido de compromiso para con los desprotegidos. Durante la Segunda Guerra Mundial, el príncipe Poniatowski se alista en el ejército y Paulette, o Paula Amor Poniatowska, tal como lo relata en su autobiografía No me olvides (Plaza & Janés, 1996), a la que resulta imposible no vincular con Flor de lis, el único libro autobiográfico de Elena, huye, junto con sus hijas, Elena y Sofía, o “Kitzia”, a México. Ahí nacerá Jan, el tercer hijo de los Poniatowski, el querido hermano de Elena muerto en un accidente automovilístico a los 21 años. Es en México donde Elenita, permanentemente a cargo de las “muchachas”, aprenderá de éstas el castellano del pueblo que tan maravillosa-ente utiliza, particularmente en su novela de 1969, Hasta no verte Jesús mío (Era, 2004), cuya protagonista, Jesusa Palancares, reina en su otra vida, es un personaje picaresco único en las letras mexicanas, que no obstante su condición triplemente desventajosa (mujer, indígena y analfabeta), se sale siempre con la suya. Es Jesusa Palancares, a todas luces, un homenaje de la princesita a sus muchachas. Pero Elena se inició en el periodismo tras haber estudiado en un internado religioso de Estados Unidos entre 1949 y 1952 y haber sido secretaria de un negocio paterno que tronó en poco tiempo. La sangre azul no garantiza la papa, y Elenita empieza por hacerle a la reporteada de Sociales (firmaba sus notas con el enigmático seudónimo de Hélene), hasta que Fernando Benítez la rescató para “México en la cultura” del periódico Novedades. Joven, bonita, ingenua y autodidacta, Elena no tardó en causar sensación con su muy jesuso estilo, mezcla de ingenuidad y malicia, o, mejor dicho, maliciosamente ingenua. Pidió mano para entrevistar al debutante Carlos Fuentes cuando publicó La región más transparente —“Carlos Fuentes te sacaba mucho a bailar y no sabes los pisotones que daba”—;a Francois Mauriac lo hizo perderlos estribos, según constata uno de tantos volúmenes de entrevistas Todo México. A Juan Rulfo, entercado en su silencio y alérgico a las entrevistas, particularmente si eran realizadas por muchachas bonitas, le sacó toda la sopa. Ante Diego Rivera ni se inmutó cuando éste aseguró que comía niñas güeritas en el desayuno. Al que sería su esposo, el astrónomo Guillermo Haro (1913-1988), inspirador de La piel del cielo, lo conoció por entonces: “Me trató muy mal. Yo fui a entrevistarlo en la torre de Ciencias de la UNAM y recuerdo que me dijo que los periodistas son los desechados de todas las carreras... “Le apuesto a que usted, señorita, no trae ni papel ni lápiz”. Yo escarbé en mi bolsa como gallina y de verdad, no traía ni papel ni lápiz”. El libro recientemente publicado, Miguel Covarrubias, vida y mundos (Era, 2004), rescate hemerográfico de Antonio Saborit es, además de invaluable testimonio del periodismo cultural de los cincuentas, una radiografía del trabajo juvenil de Elena: preguntas parcas, directas, sin florituras ni alardes... e impresiones francas hasta la crudeza de sus entrevistados, una insolencia que lejos de molestar, enternece. A Rosa Rolando, la amante del artista plástico, la describe en los siguientes términos: “(...)fue algo así como su Tanagra doméstica, su escultura de a deveras, su rosa cotidiana, su flor profunda y carnal.”
Elena incursionó en la literatura en 1973 con Lilus Kikus. Se supone que debía sentirse apabullada por la sombra de su bellísima tía, la poeta Pita Amor —de quien realiza un despiadado retrato en Las siete cabritas (Era, 2000)—, pero Elena nunca ha sido competitiva. Fueron sus libros testimoniales y periodísticos los que revelaron su cara seria y profundamente comprometida: La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio. Su ostensible adhesión ideológica al comunismo —que le mereció entre sus parientes el apodo de “Reina Roja”—, con la que hasta la fecha comulga, está implícita en su novela Tinísima, la biografía novelada de la fotógrafa italiana Tina Modotti, donde hasta las señoras ricas que atiborran los talleres literarios de Elena suspiraron por el subversivo y sexual Julio Antonio Mella —“Los cubanos aman con su sexo. Salen a buscar a las mujeres; las alientan con su sexo. Mella así amaba a la universidad. La tomaba en brazos, la detenía en la esquina, la poseía, filtraba el sol por sus ventanas”—; es ésta la novela erótica de Elena Poniatowska, donde Julio y Tina, arrebatados desde la primera mirada, se aman de pie. En 2001 gana el Premio Alfaguara con la bildungsroman La piel del cielo, una ficción en torno a su esposo, Guillermo Haro, rebautizado como Lorenzo de Tena. Recrea Elena un México fluctuante, el de los Buicks, los guantes y los vendedores de toques, que crece aceleradamente entre los años veinte hasta casi los albores del siglo XXI, con un protagonista varón de intensa vida amorosa, idealista furibundo que se refugia en las estrellas.
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