A través de la longevidad, Jorge Luis Borges llegó a convertirse en el fantasma de sí mismo: longevidad celular y de escritura. Un fantasma finalmente triste, perspicaz, errante y ficticio como po cos: “Yo he sido desdichado tantas veces…” Un fantasma del más acá, una fantasmagoría póstuma. Espectro perdurable, sin embargo, y con densidad mucho mayor que la de tantas figuras de carne y hueso.
“Yo busco asombro donde otros encuentran solamente costumbre”.
Ahora me dicen que se murió –lo repetirán por todo el mundo-, pero sabemos que
la muerte es quizá la única ficción ad infinitud. Autora del Ficcionario Mayor, la muerte es la invisible que siempre nos esquiva (ilusos, así lo creemos, quisiéramos creerlo), aunque sepamos que algún día no la podremos esquivar. “Solo quiero ser juzgado por lo que escribiré. Todo mi pasado es un pasado de errores, de borradores que ojalá todavía tenga la oportunidad de corregir”.
Una noche de invierno
Vimos a Borges por primera vez hace veinte años, durante una conferencia que dictó en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile. Fue una noche de invierno y el poeta, sumergido en la penumbra de su fantasma, empezó a balbucear como un violinista que afina las cuerdas de su instrumento, y poco a poco fue creándose la atmósfera de articulación casi perfecta: ese equilibrio entre el espíritu de la imaginación y las disquisiciones reflexivas no menos imaginarias. Oralidad rigurosa, insegura en su rigor, plástica, dubitativa en la inteligencia de su humor subyacente.
El fantasma habló esa noche del tango, aquel simulacro no siempre debilitado por el pudor; también se refirió a los compadritos, al sombrero de ala caída, a la cabellera perfumada, al clavel en el ojal, a la gomina que hace del pelo una fortaleza. Alguna vez, Borges escribió un verso con alma de tango que suprimiría más tarde: “Una mujer me duele en todo el cuerpo”. Luego dijo sobre el facón con S: es un tipo de cuchillo largo y gavilán entre el cabo y la hoja para evitar los cortes en la mano, al detener los tajos del contrario. Se trata de un arma que puede ser de nobleza, de uso casi artístico, o de traición.
El fantasma sorprendió a todos al sumergir- se en el círculo de las artes de la cuchillería y los orilleros en Buenos Aires. Gradualmente y por asociación libre, vimos cómo aparecían otros fantasmas, los del universo de Shakespeare, y entonces la charla se volvió fantasmagórica. Al fin de las analogías, Borges dijo más o menos lo que sigue: “El universo es tan complejo que no hay ninguna razón para que pueda ser expresado. Sobre todo por algo tan casual como el lenguaje”.
De nuevo me dicen que se ha muerto en Suiza.
Los personajes de ficción no se mueren tan fácilmente –les digo en voz baja-. A lo sumo podrán ser seducidos por la invisible, pero sobreviven eternamente. ¿Cuándo han visto que se muere un fantasma?
El sujeto se desdobla
En 1960, al publicarse El hacedor, Jorge Luis Borges ya era un fantasma de sí mismo, una máscara en múltiples desdoblamientos. El sujeto de su escritura no estaba congela- do de un modo unívoco e inmóvil; era más bien dinámico, proteiforme, sin el tono hegemónico del Yo romántico. Un sujeto lírico fantasmal, fantasmagórico, que tiene el poder conferido por su propia ubicuidad sin ningún rasgo de esclerosis. El suyo fue un Yo que siempre quiso perderse en el tiempo, sin pertenecer a un rostro más o menos preciso. “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciada- mente, soy Borges”.
El tiempo del que sueña, en vigilia, su propia desaparición: “Si algún día no puedo ir, ahí les envío mi fantasma”.
Borges tuvo también la facultad de desdoblarse en el sueño concebido como vigilia. En sus textos, los límites desaparecen y todo puede ser soñado: soñar es el juego mayor y a través de ese juego es posible que el pretérito se ubique, después del futuro, en una ambigua y polivalente naturaleza.
Sin alterar la estructura sintáctica del lenguaje al modo romántico o vanguardista, Jorge Luis Borges representa la fluidez de un idioma que sólo pierde su equilibrio, por dentro, en los límites de la razón, y se proyecta hacia la fantasía. Pudiera decirse, entonces, que la bomba de tiempo es subterránea, subyacente, y va por debajo del cuerpo de la escritura. No deja de ser tanto o más radical –desde el ángulo de la imaginación- que los intentos de cambio a nivel de la morfosintaxis. En este sentido, el poeta de Buenos Aires opta por el espíritu clásico, aún cuando su clasicismo no es ortodoxo.
Al ubicarse, por ejemplo, en el pasado, Borges se sitúa en el porvenir: diluye los límites entre las culturas, así como los espacios y tiempos donde aparece el universo de la ficción. Para él, todo es imaginario. Estamos supuestamente vivos y podemos ser soñados por alguien del que no tenemos noticia. La inmortalidad es otra ficción, pero el poeta le teme; ya se ha visto que la ficción es o puede ser más poderosa que lo real. Estas reflexiones lo alteraban, aunque era una diversión. Él quería morir del todo, volver al polvo, a la nada desde donde ya no existe el peligro de reencarnaren una nueva ficción que pudiera, con el tiempo, volverse inmortal.
Vivir es una fuga
Homónimo de sí mismo, Jorge Luis Borges fue siempre el otro. ¿Cómo olvidar Borges y yo, uno de sus textos claves?
“Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas.
Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”.
Un ámbito de ambivalencia. De pronto estamos en el Borges de la ficción; de pronto, y sin aviso, en el otro, aquel que camina por las calles de Buenos Aires y vive o más bien se deja vivir. Una especie de agente pasivo para que el otro pueda tramar el juego de la inteligencia en su literatura, la única justificación posible. Borges es un actor vanidoso, dice quien gusta del café y de la prosa de Stevenson. Las cosas ocurren en el otro: ocurrir es penetrar en el mundo de la ficción. Allí sucede el milagro que podría justificar nuestra existencia. Dentro de la realidad no siempre muy real, la escritura es fundación de un simulacro que nos permite sobrevivir.
“Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo aunque me consta su perversa costumbre
de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librar me de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierde y todo es del olvido, o del otro. No sé cual de los dos escribe esta página”.
¿Borges o Borges? Nunca el lector podrá saberlo. ¿Quién es el que se pierde? Autoironía, humor, sapiencia. El ficticio –acaso por ello más reales el que cultiva la perversa costumbre de falsearlo todo. El fantasma inaugura el plagio, secuestra su propia imagen y despliega sus variaciones a partir de la escritura de los otros. Ficticio, aunque no menos concreto, el fantasma sabe que pertenece al otro, y el otro se apodera paulatinamente de su conciencia o de su memoria.
Vivir la vida como una fuga y dejarse ir en el sueño de la poesía que es reflexión interminable. Jamás pudo Borges huir de Borges. Sobre- vivió para que el fantasma se adueñara de sus imágenes, de sus visiones oníricas, de su pensamiento filosófico, de la gracia del humor y hasta del olvido.
Me parece verlo una vez más, con su bastón, como si hubiese cultivado la virtud de la ceguera –no siempre ocurre así- desde mucho antes de nacer. Estamos en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile (1986). Nunca pudo o supo vivir lejos de una biblioteca porque así fue su casa, su estado fetal, el útero materno. Ahora regresa su fantasma. Ya viene.
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