Su mente murió; y sus
palabras, como gusanos,
la han seguido.
Hablaba para invocar su profesión
oscura. La fortuna y la fe
desilusionan. El viaje a ciegas
requiere de sólo un paso más
para frustrarse.
Su hipócrita imaginación se
porta con mucha cortesía
cuando la confusión es fiera
—para él es la misma noche
si vive en un crepúsculo o en
una celda de castigo.
Si lo encierran en un granero
convocará a los cerdos lanudos
utilizando alegoría.
Habiéndose acabado la estimación
que le decía qué es bueno y alegre,
todas las desgracias languidecieron
en la tardanza.
¡Dios mío, pero si él no tiene
tan mal corazón! ¡Si acaso,
ha proferido alguna palabra!
él se encuentra a sí mismo
en lo rastrero de un interrogador
de esos que al agua la limpian
con agua.
Si lo encierran en un granero
sus arrebatos se transforman
en lengüetazos de prestigio.
¡Qué buenos son sus remedios
conyugales; y los aceites que
brotan de su serpiente!
¡y eso que no es boticario!
Ha llegado a ser un satisfecho.
Si el mundo se detiene, si
hay una hecatombe;
él plegaría su vida con sumo
cuidado como si fuera
un billete de a dólar.
La vida es ganancia pura y la
muerte no es pérdida
del todo.
Tiene algo que no es de cualquier
parte, sino de aquí,
la botella está en su mano
y su larga lengua es
muy observadora.
Si lo encierran en un granero
no tiene caso defenderlo,
ahí confirmará sus ascendencias
¡se habrá acabado! ¡muy bien!
Ni rastro quedará.
Gregory Corso Estados Unidos, 1929
traducción de José Vicente Anaya
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