Bajo el fanal. Anaïs Nin.

 

 

Era una casa majestuosa donde muchas vidas se habían acumulado, entregando sus esencias. Poseía el perfume de vidas henchidas, de muebles densamente impregnados, y los pliegues mismos de las cortinas encerraban secretos, suspiros. Era también una casa que parecía a punto de desvanecerse. La punta de la escalera laberíntica que conducía al pórtico, se perdía entre las macetas, las torrecillas se disolvían en las ramas arqueadas de los viejos árboles. Las ventanas y las puertas de cristal se abrían sigilosamente, los pisos estaban tan pulidos que parecían transparentes. Los techos estaban polveados de blanco, las cortinas de damasco rígidas como trajes de momias. Los mayordomos conocían la fragilidad: caminaban casi invisibles, al parecer sin tocar objeto alguno. Los que portaban con pasos de minué, yacía sobre bandejas de plata y debía ser percibido con la misma delicadeza. La madera, la seda y la pintura, tenían la fragilidad de flores conservadas. Los salientes de las sillas guardaban la misma afable aseveración que la curvatura de las medias blancas en las piernas de los ancianos de la familia. Las fundas de encaje de los muebles estaban almidonadas para semejar el papel y las flores de papel, pintadas como encajes. Los espejos enmarcados con rosas blancas hechas con conchas marinas. Del techo pendían enormes candelabros de cristal, ramos como carámbanos azules que derramaban lagrimas de una luz azul de cristal sobre los muebles dorados.

Sobre el manto de la chimenea francesa, las pastoras, los ángeles, los dioses y diosas de porcelana, todos parecían atrapados en su movimiento por un encantamiento secreto y puestos a dormir con polvo de sueño blanco como esos encantamientos secretos de la naturaleza, que encubren las gotas de agua en oscuras cavernas convirtiéndolas en antorchas, estalactitas, candelabros, figuras encapuchadas. Esa delicadeza de diseño que surgía sólo en el vacío, la inmovilidad. Ninguna violencia aquí, ninguna lagrima, gran sufrimiento, gritos, destrucción, anarquía. Los silencios secretos, los dolores ahogados por las grandes riquezas, una conspiración de tranquilidad para preservar esta fragilidad floral en el cristal, la madera y el damasco. Los violines mudos, las manos enguantadas, las alfombras extendidas eternamente bajo los pies, y el jardín rodeaban de algodones los ruidos del mundo.

La luz de los ramos de carámbano arrojaban una pátina sobre los objetos y los transformaba en bouquets de flores muertas, conservadas bajo un fanal. El fanal cubría las flores, las sillas, el cuarto entero, las camas con panoplias, las estatuas, los mayordomos, todos los que vivían en casa. El fanal encerraba la casa entera.

Todos los días el silencio, la paz, la blandura, esculpían con mayor delicadeza los candelabros, los muebles, las estatuas y los encajes, después los cubrían con cristal. Bajo el enorme fanal los colores semejábanse inaccesibles, las formas extrañamente bellas como de algo que nunca puede repetirse. Todo poseía la transparencia, la fragilidad de la estalactita, creada en el silencio y en la oscuridad y que se rompe cuando las cavernas se abren y el aliento del hombre penetra.

Jeanne estaba sentada con sus dos hermanos en el cuarto que solían habitar de niños. Estaban sentados delante de la chimenea, en las sillas de los tres niños.

La cara de ella parecía sin tallo caía indiferentemente mientras monologaba con indiferencia: “Jean, Paul y yo… nada existe fuera de nuestra alianza. Mis propios hijos no significan tanto para mí como mis hermanos. Me dedico a mis hijos únicamente porque dí mi palabra, les debo eso, pero lo que hago por mis hermanos me causa una gran alegría. No podemos vivir los unos sin los otros. Si me enfermo ellos se enferman, si ellos se enferman, me enfermo. Todas las alegrías y las ansiedades son triplicadas. Sus opiniones de mí y de ellos son nuestra única forma. Nos empujan a una especie de vida heroica. Si dijeses alguna vez Jean: “Haz algo mezquino”, se mataría. Los tres pertenecemos a la Edad Media. Tenemos esta necesidad de heroísmo y no existe un lugar para esos sentimientos en la vida moderna. Es nuestra tragedia. Me parecía el único acto absoluto por hacer, porque en mí lo más poderoso es un ansia de pureza, de grandeza. No vivo en la tierra. Tampoco mis hermanos viven. Estamos muertos. Alcanzamos tales regiones en nuestro amor, que hemos deseado la muerte junto con lo amado y así morimos. Vivimos en otro mundo. El tener cuerpos para nosotros es una farsa, un anacronismo. Nosotros ni siquiera nacimos. No tenemos una vida sensual ordinaria, ningún contacto con la realidad. Mi matrimonio fue una farsa, el de mis hermanos no tienen sentido. Cuando nacieron mis hijos no sufrí. Los nacimientos resultaron difíciles. Rehúse el gas. Me divertí. Me quería ver niños trayendo al mundo. Trabajé duramente. Sentí dolores, claro está, pero no sufrí como otros seres humanos. Experimente el dolor como algo fuera de mí, como si no ocurriese en mi cuerpo: no tengo cuerpo. Poseo un sobre exterior que hace creer a los demás que estoy viva. Mis hermanos y yo odiamos tener que vernos. Lo que nos gusta es sostener largas conversaciones de cuarto a cuarto, las puertas abiertas, más sin vernos. Nos enfurece encontrarnos y besarnos en esa estúpida manera ordinaria, tener que sufrir la gran farsa de los movimientos humanos, los gestos, etc., cuando realmente estamos muertos. Y una muerte completa sería tan agradable ya que todo lo que hacemos juntos es un gran placer.

No puedo sufrir verlos como cuerpos envejeciendo. Una vez estaba escribiendo cartas, ellos jugaban a las cartas. Los miré y pensé que era un crimen el estar vivos: era un simulacro, todo verdaderamente había terminado hacía mucho tiempo. ya hemos vivido; estamos muy lejos de los esposos, las esposas y los hijos. He intentado afanosamente querer a otros, y lo logro hasta cierto punto, y después ya no más. Más allá empiezo a odiar. Ninguno de nosotros gozamos de compasión humana. Jean n comprende que su esposa llore algunas veces. Nos reímos de ella. Es humana y menuda. Llora y la odiamos por ello. Nunca lloramos. Lo único que sentimos es a veces miedo, un miedo terrible que me agarra desprevenida como un ataque de locura. A veces me vuelvo sorda en la calle. Veo los automóviles pasar y no los oigo. Otras veces parece que pierdo la vista. Todo se vuelve nebuloso a mi alrededor. Pero eso sólo ocurre cuando estoy sola. Cuando estoy sola creo que me vuelvo un poco loca. Le digo a mi marido: “Mira, creo que soy supremamente inteligente”. Él dice: “¡Qué vanidosa eres!”. Pero no es vanidad. Es una inteligencia que tenemos cuando estamos muertos. A veces cuando lee el periódico le digo: “¿No te gustaría ser un arcángel como yo?”. Me contesta: “Eres una niña”. Mis hermanos nunca dicen esas cosas. Podemos describirnos mutuamente cómo se siente ser un arcángel. Entonces cuando hemos puesto fin a ese estado de ánimo, mis hermanos dicen: “Pasemos a una nueva forma de ejercicio”. Soy descendiente de Juana de Arco. Sólo que no tengo un papel que jugar. Nada tengo que salvar. Todavía dormimos en las camas que teníamos de niños. Mi madre era la verdadera reina de Francia, era amada por todos los grandes hombres de su tiempo. Los gobernaba. Nunca nos atendió como una madre. Siempre estaba concentrada en una gran pasión. Cuando las pasiones se acabaron y perdió su belleza se dio a las drogas. Yacía todo el día en su cama de panoplia, los ojos ardientes, murmurando palabras entrecortadas. Cerraba las ventanas y vivía a la luz de las bujías. Sus ojos estaban dilatados y veían sólo sus sueños. Ordenó en una ocasión una comida para veinte y cinco personas y después se le olvidó y tomo una dosis más de fuertes drogas. Cuando retorne, el chef y la ama de llaves corrían por los corredores gritando: “Madame está delirando sobre Napoleón”. ¿Qué vamos a hacer con las dos docenas de langostas y los kilos y kilos de frutas? ¿Qué haremos?” Madame dice: “Bonjour, Napoleón, debo hacer un discurso y no sé qué decir. He empezado la vida muy mal”.

Un príncipe se enamoró de Jeanne, y ella intentó quererlo. Pero se quejaba de que decía palabras tan vulgares que nunca decía la frase mágica que abriría su ser.

Era la mañana de Navidad y ella salió con el oropel de Pascual alrededor de su cuello, llevando uno de los pájaros de cristal en su meñique. Tomó un taxi para visitar al Príncipe. Cuando el chofer la vio no quiso aceptar el dinero. Era un ruso. Quizá recordase la estampa persa de la dama que llevaba un pájaro en la mano. No le permitió pagar. Quizá adivinase que Jeanne iba a visitar al Príncipe. Jeanne puso el oropel alrededor del cuello del chofer y el pájaro en el taxímetro y dijo. “Lléveme para casa por favor”.

Esa noche le envié a Jeanne la primera estampa que representaba a la reina de Bijabur galopando un caballo blanco aparejado en terciopelo negro. Le fue entregado en una bandeja de plata con su desayuno. Pensó que le venía del Príncipe y una vez mas tomó el taxi y esta vez tocó la campanilla y le hizo una visita.

El día siguiente recibió una estampa de Bez Zacadur y Rupmati cabalgando juntos a la luz de la luna. Pensó que el Príncipe no lograba articular sus sueños, pero que podía soñar. Le hizo otra visita.

Le mandé una estampa de Radha esperando a su amada Krishna. Esa noche habían cenado juntos y, siguiendo las costumbres de su país, después que hubieron comido juntos, lanzaron todos los platos por la ventana.

El cuarto día le envié un mensaje del Enamorado en un Jardín Persa lleno de flores de pluma. El quinto día le despaché al Príncipe y a la Princesa pasando a través de una región montañosa, un sirviente portando una antorcha.

Antes de agotar me colección de estampas persas, Jeanne había descubierto que el Prince  Mahred no podía soñar, y una vez más su cara cayó indiferentemente como una planta sin tallo.

En el jardín una tarde Paul cayó dormido y así el sol se ponía, proyectábase el contorno de su cara sobre la espalda de la silla. Jeanne se acercó y besó la sombra. Entre sombras se sentía bien.

Jeanne caminó hacia la casa y entró al cuarto de los espejos. Techo de espejos, piso de espejos, ventanas de mercurio que se abrían sobre ventanas de mercurio. El aire era de gelatina. Alrededor de su cabellera se veía una aureola de azafrán, y su piel era una concha marina, una cáscara de huevo. Había una luz lunar como cera sobre sus hombros. Una mujer apasionada en la inmovilidad de los espejos y lavada únicamente por colores gelatinosos.

Sobre sus senos brotaban flores de polvo y ninguna brisa llegaba a tierra a distraerles. Flores de polvo pendían serenamente. Alrededor de su cintura, una crinolina sin sus encajes y satín, una crinolina redonda como la jaula de un pájaro. Sobre su garganta un broche sin piedras, sus pequeños engarces de plata agarrando el vacío. El abanico en su mano carecía de encajes y plumas, abierto y desolado como las ramas en el invierno. Respiraba sobre el espejo. El rocío de su aliento se desvanecía en el espejo. El espejo nada apresaba. Cerró los ojos tantas veces: un túnel de ojos que se cerraban. Innumerables perfiles sulfurosos que se tocaban acompañados de un haz de luz. Innumerables mujeres que sonreían; cuatro mujeres caminando hacia cuatro mujeres hacia cuatro mujeres que desaparecían. Miró en el espejo hasta que el rocío de su ansiedad ensombreció su cara.

Deseaba hallarse donde no pudiera encontrarse a si misma. Quería estar donde nada acontecía dos veces. Caminaba, siguiendo las profundas cavernas de la luz que disminuía. Tocó el hielo y se sintió magullada. Para observar debía pararse, y así lo que percibía nunca era la verdad -la mujer jadeando, danzando, llorando- era tan sólo una mujer que hacía una pausa. El espejo presentaba un aliento demasiado tarde para alcanzar la respiración.

Rápida, rápidamente se volvía para apresar la cara de su alma, pero aun cuando se movía con la rapidez del sueño, veía la cara de la actriz, pequeña cortina cerrándose dentro de la pupila. Quiso destrozar el espejo y ser una. Había el regocijo de revelarse y del cual ninguna alegría humana podía apartarlos, había un regocijo sin pies, voz o ardor, pero el espejo sólo revelaba el acechar. ¿Si no lograba apresar la última llamarada de la vida, podría descubrir la muerte? Se inclinó más cerca para agarrar la inmovilidad, la muerte. Pero las cavernas en la pupila del ojo disminuyeron y cerraron a la vista de la muere. El ojo muerto no podía ver el ojo muerto en el espejo. Al morir todos los espejos son cubiertos para enterrar el reflejo. La muerte nunca permite un eco, la muerte no puede sr visible, o arrojar la sombra de su presencia.

Ella observaba su tristeza. Miraba las lágrimas. La tristeza revelaba y reflejaba ante ella cesó de ser la suya. Era la tristeza de otro, con un espacio entre ellos. Miró las lágrimas y se congelaron y murieron.

Corrió hacia el jardín sonámbulo el hermano de ella dormía aun como hechizado. El final que los separaba en el mundo era visible en la luz. ¿Podría Jeanne verlo? ¿Lo rompería y se libraría así?  No lo vió. Besó la sombra de su hermano. Se despertó. Ella dijo: “Dejad que toque algo tibio. Sálvame de los reflejos. Los espejos me asustan”.

Pero su mano yacía sobre la sombra de su hermano y no sobre él. Entonces ella dijo: “Temo que de nosotros tres sea la primera en morir. Soy la más ligera. Vi en el espejo, no mi muerte, sino la imagen de mí misma en la tumba. Llevaba puesto un broche sin piedras, una crinolina con toda su seda carcomida”.

A sus pies yacía su guitarra. Dicho esto la cuerda se rompió.

 

 

Traducción de José Rodríguez Feo.

 

 

El presente cuento fue publicado por la Revista Orígenes, Año ll, Número 7, La Habana 1945.

 

 

 

 Anaïs Nin (1903-1977) Escritora francesa que vivió la mayor parte de su vida en New York. Perteneció a un grupo de escritores que buscaba encontrar una forma de vida ideal, entre ellos podemos mencionar a D.H. Lawrence, H.G. Wells, y Henry Miller. Éste último fue quien la descubrió y quedó impactado tanto por ella como por su obra. Según sus propias palabras Nin había descubierto una literatura femenina y sería la única capacitada para romper con la escritura tradicionalmente patriarcal. No fue sino en este momento que sus textos fueron reconocidos por la crítica, aún cuando resultaban demasiado escandalosos para ser publicados por alguna editorial, por lo que ella los publicaba con su propio dinero. Su vida fue licenciosa y esto se muestra en toda su literatura en especial en los diarios. Los Diarios (ocho en total) eran para ella un amigo, incluso su único amigo. Según ella misma lo expresa, no hay hombre o ser capaz de corresponder su cariño y su amor. Nin fue narcisista por lo que era muy solitaria y sentía que nadie la podía comprender o amar como lo necesitaba. Sus relaciones que llegaron a todos los extremos, incesto y homosexualismo, fueron una manera de tener poder en un momento en que para una mujer esto era imposible. Por eso, sus diarios son fundamentales en el desarrollo cultural de la mujer, además de que resultan un interesante documento de su vida, son la evidencia de la lucha de una escritora por ser reconocida y valorada como ser inteligente e intelectual. Anais Nin inició sus diarios cuando tenía trece años y no dejó de escribirlos hasta su muerte.

 

Semblanza tomada de la página El poder de la palabra.

Fotografía tomada de la página La Región .

 

José Rodríguez Feo. Nació en la Habana el 20 de diciembre de 1920 en el seno de una familia muy adinerada, su instrucción y formación corrió a cargo de las más prestigiosas instituciones cubanas y extranjeras, fundamentalmente norteamericanas.

Se gradúo de Literatura e Historia Norteamericana en la Universidad de Harvard (Estados Unidos, 1939-1943). Asistió a seminarios de Literatura española en la Universidad de Princeton (1948-1949). Ha viajado además por Canadá, México, Argentina, España, Francia, Inglaterra e Italia.

En noviembre de 1944, siendo coeditor con José Lezama Lima de la revista Orígenes, manejó con absoluta soltura varias lenguas pero sobre todo el inglés. Su profesión le permitió traducir obras en varios idiomas. Siempre hizo gala de su vocación de mecenas y financió de su peculio importantes proyectos culturales en su país. Como periodista, editor, traductor, y crítico literario colaboró en Orígenes, la revista CiclónEspuela de PlataLunes de RevoluciónBohemiaLa Gaceta OficialUniónRevista Casa de las Américas y Sur de Argentina.

 

Semblanza tomada de la página Ediciones Era.

 

Fotografía extraída de la página Juventud rebelde, diario de la juventud cubana.

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