Mis Comienzos… y lo que ahora siento. Por Gregory Corso (Traducción de José Vicente Anaya)

Poesía y poeta son inseparables; no puedo escribir sobre la primera sin referirme al segundo. En tanto poeta, yo soy la poesía que escribo. Hace mucho tiempo deseaba ser poeta y no sabía cómo hacer un poema. Tenía trece años de edad y estaba solo en el mundo; era huérfano de madre y mi padre estaba en la guerra. Yo pertenecía a la calle, no iba a la escuela. Para vivir robaba objetos de poca mon- ta y dormía en los tejados o en los subterráneos de la gran ciudad salvaje de Nueva York en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial. En ese año viví un extraño infierno. Creo que ese infierno es que forma a los poetas. Mi pecho se inflamaba de alegría y pena inexpresables. Yo deseaba contar al mundo entero lo que me sucedía, pero no sabía cómo. Si hubiera permanecido en las calles, tal vez no habría encontrado el modo de contar lo que deseaba. Me encarcelaron. Creo que en esa época mi vida no estaba mal dirigida; si yo era quien la dirigía, ¿por qué iba a estar mal, si siempre me guie con las mejores intenciones, en cualquier ambiente que me encontrara? Lo que para otros puede representar una injusticia —fui encarcelado a los 17 años de edad, convirtiéndome en el preso más joven, en lugar de ir a un reformatorio—se convirtió en uno de los sucesos más importantes de mi vida. No me sentía limitado en la cárcel, esto se debió a mi conciencia jovial, inmadura y frecuentemente necia; aunque tuve que enfrentarme no sólo a los hombres —toda clase de atrapados en un destino común—sino también al tiempo: tres años. En esa época leí muchísimos libros importantes y conversé con espíritus asombrosos —hombres que vivieron muchos años sentenciados a muerte, y luego fueron indultados—, y ya no pude olvidar que hablé con tales almas.

Alguien me dijo: “Muchacho, tú no vayas a servir al tiempo, deja que el tiempo te sirva a ti”. Eso es lo que hice. El tiempo, a menudo tan cruel, me trató con bondad y me benefició. Al quedar libre abandoné a un joven educado en las peores y mejores prácticas de los humanos. Por todo esto, soy incapaz de hablar mal de la cárcel. No quiero decir que la prisión sea un lugar bueno, de ninguna manera, Para viejos y adultos es como vivir en un ataúd, porque cualquier puerta cerrada frente aun hombre resulta algo muy triste. Yo soy lo que soy y no siento ningún desagrado por lo desagradable que, de modo extraño, me resultó benéfico. El infierno puede ser un buen lugar…si se le prueba a uno que, precisamente porque éste existe, debe existir su opuesto: el paraíso. ¿Y cuál es ese paraíso? La poesía.

 

Yo no escribí poesía sobre la cárcel ni sobre los convictos, sino sobre el afuera, porque volvía a estar en el mundo abierto. Yo pertenecía al mundo, no al presidio. En la cárcel me dediqué a aprender, no a escribir. Si tenemos que subir por una escalera para ver desde lo alto, es preferible escribir sobre lo que se ve y no sobre

cómo se trepa. Para mí, la cárcel fue esa escalera.

Hablar desde la altura de nuestra propia cabeza, confiando enteramente en nosotros mismos, en que decimos la verdad, es una gracia que salva y una desventaja que perturba. Escribo desde lo alto de mi cabeza y esto significa escribir desde lo más profundo, pero también con torpeza. A ningún poeta le agrada ser torpe. Pero decidí agarrar al toro por los cuernos, en la medida que esto me permitiera decir la verdad. Si en la mente del poeta reina el orden, su poema surgirá en forma adecuada.

Ya no recuerdo mi primer poema, no tengo copia de él, lo perdí (con otros cien que tampoco recuerdo) en una estación de auto- buses en Miami, Florida. Los llevaba en una maleta, lo único que cargaba en mis frecuentes viajes; una maleta en la que ponía una ca- misa y un traje arrugado entre un diluvio de poemas. No volví de inmediato a reclamar la maleta. Años después busqué al gerente de aquella estación y me dijo que los poemas debieron de ser destruidos. Esto no me preocupó porque me sentía inagotable, como si tuviera una gran fuente de ese producto llamado poesía. La única preocupación que tomé, y tal vez ni siquiera lo hice bien, fue la de no perder al poeta. Mientras tuviera al poeta, tendría los poemas.

Pero hasta en mis últimos cinco años de viaje por Europa yo seguía cargando sólo una maleta, siempre con el mismo contenido: cincuenta poemas por cada pieza de ropa interior. Cuando tenía que abrir la maleta en las aduanas, los aduaneros sólo veían poemas, poemas y poemas. Se supone que sólo un diplomático viaja con tantos papeles, pero mi apariencia y mi ropa arrugada no me daban el aspecto de un diplomático. Entonces, ¿qué podría ser yo sino un espía, o un poeta, o ambos? Un poeta es un espía, pero no de asuntos políticos, él nos espía a todos y a todos nos informa. Keats dijo que él era el espía de Dios.

Al creer en el ser humano yo me con- vierto en espía de la humanidad. Después de todo, nunca tuve dificultades con las aduanas, salvo que siempre me resultaba muy difícil volver a cerrar la maleta. Mis poemas quedaban tan amontonados que cuando abría la maleta dentro del tren, generalmente repleto de pasajeros, los papeles saltaban como el mono de una caja de resorte y volaban por todos lados, lo cual era fastidioso; de modo que traté de viajar sin ellos, pero esto tampoco era bueno porque los perdía. Creo que he per dido más poemas de los que ahora están publicados. Lo mejor que pudo habernos ocurrido a mis poemas y a mí fue contar con un editor. Tan pronto como terminaba de cocinarlos, los enviaba a mi editor en Nueva York. Fue por esto que mis poemas se salvaron.

Desde mi infancia hasta que abandoné la cárcel fui poeta, aunque no escribí poemas. Cuando salí de la prisión comencé a escribir profusamente, aunque tal vez mal; quisiera pensar que esa fue la razón por la cual perdí mis poemas. Al principio me parecía muy fácil escribir poesía, a pesar de que la mayoría de los críticos la catalogan como uno de los artes con mayor dificultad, pero yo no podía creer eso. Como decía, para mí era muy fácil escribir esa gran cosa difícil. Pero llegó el momento en que sólo podía escribir uno o dos poemas al mes. En ese tiempo yo no podía poner en el papel lo que quería decir mi corazón. Ahora sólo quedan los poemas que me costaron mucho trabajo y alegría. 

En estos tiempos la poesía se distribuye bien entre los poetas y es más comprendida que en el pasado. Pero no importa que un poema esté o no muy difundido, sino que exprese la verdad y el poder de la mente avanzada del poeta. Si el poeta es entendido o no, y si es aceptado o no, algún día tendrá que llegar a la conciencia elemental y universal de la humanidad. Y ésta se beneficiará. La magia del poema, el verdadero misterio de la poesía, reside en la capacidad para que el destino de los espíritus humanos avance y mejore. Hay una razón para que existan el poeta y el poema; así como la hubo para que existieran el navegante, el mar, el barco y el descubrimiento. Alguien debe ser el Cristóbal colón de la mente. Alguien tiene que despertar la conciencia. Y esto es lo que hace el poeta. Pero a diferencia de Cristóbal Colón, quien descubrió un mundo nuevo que ya estaba ahí, el poeta debe construir un mundo nuevo que no existe hasta que él lo pone ahí. El poeta des cubre y presenta ese mundo para todos los pueblos y para todo el tiempo. Cuando entré en mí mismo para comprender lo que había escrito, como una llave que abre una puerta no escrita, entonces escribí esa puerta; y cuando la abrí, ¿qué había tras ella? Nada. Nada, a no ser que yo pusiera ahí algo. Sé bien que no encontraré nada que no pueda ser visto. Sé bien que yo debo crear el aposento que mi verdad desea. Sólo entonces podré entrar ahí lleno de paz y alegría. Porque si el poeta es capaz de sentir paz y alegría, toda la humanidad puede sentirla. Pero sucede que toda la humanidad no siente paz ni alegría, y nunca las ha sentido; ¿llegará alguna vez a sentirlas? ¿Llegará a ser posible una humanidad de esa índole? Yo puedo imaginármela, pero no la creo posible. Todas las personas no forman una sola persona. Algunas son dichosas; otras, desdichadas. Si todo el mundo se siente feliz con un dogal al cuello…yo deduzco que mientras exista la muerte existirá la infelicidad. La pena, como la muerte, es inevitable. Así es nuestro destino. En lo que respecta a la pesadumbre, sólo podemos procurar que los demás sean felices; y en cuanto a la muerte, que se vuelva loca. Esta es la preocupación primordial del poeta contemporáneo; él aceptó lo ineludible, entonces debe aprender a vivirlo mejor. Sin embargo, existe la comedia en que cada quien cree vivirlo ineludible con el co- razón y el espíritu más elevados que los del poeta. Así sucede en los Estados Unidos. Vivir en el mundo actual es para mí una come- dia. Aun cuando creo que “moderno” y “con- temporáneo” son palabras ilusorias y que toda la gente sólo cuenta con un tiempo y un espíritu, me quedo con la extraña sensación de que el poeta puede escribir un poema perfecto, pero no perfeccionarse a sí mismo. Al poeta lo ven como secundario respecto al poema. Se acepta que el poeta sufra, pero que el poema no hable de sufrimiento ni que nos haga sufrir. Yo digo que esta es una triste comedia porque, cualquiera que sea la luz que pueda producir el poeta, es él —y no el poema—quien la produce. La luz viene del poeta, no del poema. El poeta le da la luz al poema; y el poema a todo el género humano. En los Estados Unidos honran a la poesía pero no a los poetas. Yo soy la sustancia de mi poesía. Quien honre a la poesía me honra a mí.

Quien me maldiga, maldice a la poesía. Soy la poesía que escribo. A la poesía la vivo, la gozo, la sufro; y deseo que todo lo que hay de maravilla y grandiosidad en ella, sea mío y de todos.

No he escrito ningún poema que no fuera tan afín a mí mismo como mi carne.

Todo lo que sé es a partir del hombre, de mí mismo y de los libros. Puesto que los libros abordan el problema del hombre, y yo soy un hombre, todos los asuntos de la poesía están en manos de los hombres. La poesía no es nada sin el ser humano.

El mundo es un lugar en el que se vive con dificultad, y para el poeta puede llegar a ser insoportable. Entre todo el tejido del esfuerzo humano, el poeta—ser—humano está destinado a permanecer en los suburbios de la humanidad. Entre todas las figuras de to- dos los tiempos, el poeta es el único que no se mancha con la oscuridad, las monstruosidades ni los actos imperdonables y, sin embargo, vive como un proscrito durante toda la vida. El suburbio del poeta es un lugar solitario, de trabajo y sin recompensas. El poeta no es el mortal más feliz, no, y hasta podría ser el más desdichado.

Dudo que los poetas de otros tiempos hayan afrontado una situación tan difícil e indefinida como la de ahora; y de que el poeta actual afronte una peor que la del futuro.

Lo que debe convertirse en obra de arte es el poeta, no el poema. El poeta debe ser bello y perfecto. La época le exige al poeta —es decir, al hombre—que sea tan auténtico como el poema. Y esto es lo que está ocurriendo. Los poetas son sus poemas. Estos poetas son muy diferentes respecto a los anteriores porque primero resaltan la importancia de la mente que la del poema.

Creen firmemente que si el ser del poeta está bien formado, el poema tendrá buena forma. A un poeta malformado le resulta imposible crear un poema bien formado.

Actualmente el poeta tiene que enfrentarse a un mundo y una conciencia en proceso de cambio; también debe enfrentarse a lo antipoético antes que a lo poético. Esto resulta completamente opuesto a su figura, a su ser. El poeta se encuentra ante la disyuntiva de cambiar o morir.

Observa al mundo cambiante y comprende que debe cambiar junto con él. Este estado de cosas es nuevo, arduo y abrumador. El poeta es el primero que cobra conciencia del cambio, él debe tocar la trompeta para dar la señal.

El poeta ya no quiere cantarle a los árboles. En cierta ocasión amé con arrebato

a la poesía sobre los árboles, a la poesía antigua, pero la dejé porque otra más desesperada me hacía señas. Recuerdo que algunos poetas de la “naturaleza” me reclamaron: “Pero es que los árboles son tan bellos y, por cierto, más grandes que los hombres”. Entonces di un puñetazo sobre la mesa de madera y les dije: “¡Esto

es lo que el hombre les hace a los árboles!”

Ahora hay muchos poetas en los Estados Unidos, y todos tienen algo que decir.

Algunos lo dicen mal y otros muy bien; sin embargo, todos hablan del amor, del bien, de la esperanza, de la libertad individual y universal. Ellos plantean una nueva conciencia, una nueva era, represen- tan al mismo tiempo el ocaso y la aurora.

En ninguna otra época de la historia el poeta se encontró como ahora frente al mundo, a veces en su contra y a veces a su favor. Se mira y otros lo miran, pero esas miradas casi nunca se encuentran entre sí.

El poeta clama por el cambio social en beneficio de todo el mundo, aunque es él quien expresa que necesita ese cambio y no todo el pueblo. Creo que no existe ninguna sociedad digna del poeta. En los Estados Unidos toman al poeta como un objeto de burla; o como a un rebelde cuando éste le pisa el dedo gordo del pie a la sociedad.

Nadie es dueño de la sociedad, y el poeta está lejos de pretender serlo, pero sí puede propi- ciar los cambios sociales aun cuando el destino le impida llegar a esa sociedad cambia- da. Está sentenciado a la vida marginal, y de esta sentencia nadie tiene la culpa. El poeta vive en el mundo al que pertenece y esto debería bastarle… pero no es así.

En el futuro tendremos muchos poetas, y en todas las cosas se va a expresar el espíritu poético sin palabras —no por escrito, sino en el ser y en los actos del humano—. Para que esto suceda es necesario que se unan el mundo del poeta y el de los demás, y establecer así, una nueva posibilidad. Algunos poetas viven bien en el mundo exterior y en el pro pio, pero la voluntad o el azar los llevan a luchar contra las violaciones que se cometen contra el pueblo.

Cuando se multiplique la humanidad poética y todo quede abrazado por ese espíritu (no por la palabra escrita sino por el hecho poético), un mundo de pensamiento y bellza, entonces la sociedad tendrá que acomodarse a esa situación. Este es el rumbo que sigue el ser humano, pues está condenado a tomar conciencia de su tiempo; y a que su tiempo lo reconozca a él. La inteligencia y la compasión le permitirán al ser humano enfrentar los obstáculos que traten de desviarlo de este camino, y entonces “poeta” no será una palabra sino una victoria. Todos los humanos cambiarán —incluyendo al poeta, pues éste no es perfecto—. Hay muchos poetas confundidos, sobre todo en los Estados Unidos porque aquí carecen de respeto y honra. Casi todos los seres hu- manos desean y exigen el respeto y la honra, lo triste es que en los Estados Unidos sólo se consiguen con dinero. Por esta razón, el poeta estadounidense que desea ser respetado y honrado está derrotado antes de empezara luchar. Un estúpido y su dinero llegan a separarse, pero un poeta y el dinero ni siquiera se encuentran. Que los poetas escriben mejor cuando están muertos de hambre y sin casa, no es más que un cuento idiota de hadas. He estado hablando del poeta porque sin él no significa nada el poema. Donde no hay poetas tampoco puede haber poesía. En la actualidad parece que todo está en contra del poeta, quien siempre se encuentra en peli-gro de ser aniquilado. Por el trato que reciben ahora los poetas, dudo que en el futuro acepten asumir su condición (en el caso de que tengan algo valioso en la testa). Debido a su extrema sensibilidad, y aun cuando es menos sensible, el poeta no acepta que lo clasifiquen como un ser especial ni como un rebelde; su inteligencia no puede aceptar el insulto de la publicidad comercial. Las estrellas del cine aceptan la publicidad porque ganan fama y dinero; pero al poeta sólo le traería una fama destructora, y sin la pinche recompensa monetaria. El poeta noes un animador como las estrellas de la farándula. Todo lo que digo es con respecto a mi país; el que ya podría estar completamente ciego si no contara con sus poetas (y sobre todo con la actual generación a la que pertenezco). Los poetas le han abierto los ojos a mi país No estoy con los poetas estadounidenses, del presente o del pasado, que no hayan gritado por la búsqueda de la libertad. El poeta tiene libertad para hacer lo que quiera respecto a su poesía ya su situación; y puede cambiar todos los estados materiales, pero no su condición de poeta. El poeta se encuentra en la soledad en su estado poético. En su condición humana, de poeta—ser— humano, es donde puede sentirse inseguro y confundido, y en ocasiones hasta herido y mancillado. El poeta padece de humanidad, no de poesía; y esto es lo que a mí más me interesa.

No basta con que un país respete y honre a sus poetas, para que ya por esto los tenga. Muchos países tratan con respeto a los artistas pero les faltan poetas. Mi preocupación no se limita a los poetas estadounidenses sino que pienso en los de todo el mundo, porque cada uno de ellos es, antes que nada, un ser universal, y por esto a un poeta verdadero le resulta imposible ser nacionalista. Escribir poemas para el Estado, que no nacen del corazón, es la muerte del poeta. La condición del poeta en la Tierra, hoy, es miserable. En los Estados Unidos es visto como un ser extraño y ajeno al estilo de vida del país; en Rusia no puede entonar su propio canto si no es para el Estado, en Europa está agotado y en Asia ya ni existe. Todo está cubierto por la in- certidumbre. El poeta es un agente necesario (el que antes fuera agente de la belleza) que se vuelve recipiente de la certidumbre; es por esto que él debe existir.

La conciencia de que el mundo está cambiando contribuye a aumentar la incertidumbre. Desconocer que el mundo cambia equivale a estar seguro de un mundo muy conocido y anquilosado, un mundo que ya no está aquí. El pasa- do, por conocido, parece más seguro que el futuro; sin embargo, al futuro no lo conocemos ni como bueno ni como malo. Es claro que la certidumbre del mundo viejo ya quedó atrás, ese mundo que fue moldeado por ideas y estilos nuevos en su momento pero que al paso del tiempo se hicieron conocidos y decadentes, moribundos. Las ideas y los estilos del pasado ya están muertos. Parece que el mundo se recuesta en un sillón y nos pregunta: “¿Y ahora qué?” “¿Qué sigue?” Nadie lo sabe, ni puede saber- lo; lo único posible es esperar y hacer todo lo que se pueda porque lo deseado se vuelva realidad. Creo que para llegar a la certeza es necesario pasar por la incertidumbre. Un individuo inteligente sabe bien que no puede tener seguridad sobre la vida, principalmente sobre la vida actual cambiante, porque esta seguridad sería producto de la petulancia y el engaño, y esto es contrario a la naturaleza de la vida. El ser humano está conectado con el mundo; éste sigue andando y necesita que el ser humano le ayude a seguir, no para beneficio del mismo mundo sino del humano, pues el mundo siempre habrá de seguir su curso mientras que el humano corre el peligro de no continuar. El humano está clavado en el mundo y no puede salir de él sin morir, y si quiere seguir viviendo debe tomar las riendas, no tiene otra opción. El mundo, la vida y la muerte siguen su curso. Los poetas aparecen y desaparecen, la muerte antecede a la vida, la poesía llega después de la vida; porque todo está cambiando. Cambian: el ser humano, las montañas, los mares, las formas de vestir y los coches. Siempre ha sido así. Hoy tenemos plena conciencia del proceso cambiante entre nosotros; estamos íntimamente unidos a él, y por primera vez en la historia tenemos una certidumbre de lo que está por venir.

El mundo crece en la medida que se empequeñece; mientras que la velocidad de la nave espacial lo achica, el pensamiento humano lo expande. En la Tierra ya no hay territorios explorables. Cristóbal Colón debe navegar ahora por el mar de nuestras men- tes, ¿y por qué dudar de que ahí encuentre algún continente maravilloso? Cuando ese territorio mental sea encontrado, toda la gente querrá emigrar para instalarse ahí con el fin de levantar nuevas edificaciones. Hace mucho tiempo que la maravillosa mente humana viaja a la Luna, porque nosotros somos nuestros propios cohetes supersónicos; y mientras más potente sea el cohete en que viajamos, más largo será el viaje; mientras más expandamos la mente, muchas más posibilidades tendremos de aprender y gozar las aventuras que nos esperan. No hay que dudar de la maduración de la conciencia.

El ser humano sufre, su corazón desgarrado clama: “¡Oh, Dios mío!”, pero él es una criatura con el espíritu de Dios, aunque sin Dios. El hombre es quien tortura al hombre. La vida no es mala o triste por sí misma, sino que el hombre la hace así. Todos sabemos que el hombre es quien echa a funcionar el cañón, la torturante bota militar, el electrodo y el infierno que sólo él puede imaginar: los tanques de guerra, las bombas… Hay más muertes provocadas por los hombres que por otros

medios. La plaga hu- mana es la más persistente.  El hombre es el único que hace un terrible y miserable negocio con la muerte. Es cierto que todos vamos a morir, pero hay que tomar en cuenta las formas en que se muere. Como el mundo está sobre poblado, promueven el control de la natalidad pero, sin duda alguna, es mucho más importante el control de la mortandad. ¡La muerte no es propiedad de nadie!

El pueblo de los Estados Unidos avanza y es instruido, y a pesar de todas las muertes que han provocado los gobiernos, buscamos todas las formas de lograr una paz digna y verdadera. En este tiempo el poeta no debe hacer diferencias entre el corazón y el alma, entre la carnalidad y la espiritualidad, entre la belleza y la fealdad ni entre falso y verdadero; porque él es un vigilante de la conciencia humana, y cuando muera tendrá a otro poeta para que lo reemplace, para que la conciencia se perfeccione y el hombre se vuelva más humano, y la vida más plena…

Escribir comentario

Comentarios: 0